lunes, 2 de mayo de 2016

El buscavidas

La Medicina es un terreno para piratas. Sí, sé que suena duro, y que quizás entre todos hayamos contribuido a rodearla de un áura virginal, pero si buceas un pelín, pero vamos, a poca profundidad, tipo snorckel, nada de irse a una sima con bombona a la chepa, te encuentras la cruda realidad: que la Medicina es carne de cañón para los espabilados, como casi todo en la vida.

El joven protagonista de esta historia había llegado al inicio de su residencia ya con bastante polvo en los zapatos. Eran, desde luego, otros tiempos, y a poco que anduvieras espabilado, te dabas cuenta de que en los márgenes de la medicina oficial había una cancha importante donde uno se podía desenvolver si conocía a las personas adecuadas y estaba dispuesto a echarle horas, y a veces un poco de cara. Y es que en nuestra sociedad, hay una y mil cosas para las que se necesita un médico, y alguien tenía que hacerse cargo de semejantes servicios. 

Por si alguna persona mal pensada ha deducido erróneamente que se trataba de asuntos ilegales, lamento decepcionarla. La cosa era concatenar trabajos de medio pelo que exigían un titulazo y un número de colegiado, pero que tenian más bien poco del espíritu marañoniano que todos venerábamos en las facultades. Como decía, en aquel entonces había médicos a mansalva engordando una bolsa histórica  donde pescaban los conseguidores de trabajos de cuarta, pero trabajos al fin y al cabo, de los que al final iban engrosando poco a poco la cuenta corriente. 

Y al otro lado del Mississippi estaba el MIR. Aprobarlo era desinfectarse en el Ganges sagrado, limpiar impurezas anteriores y saltar en brazos de la Medicina de rostro hermoso y reputación intachable. Pues bien, ese joven protagonista, en un golpe de suerte azaroso se tropezó, zambulléndose en el Ganges y renaciendo a la formal y purísima residencia, en este caso de Medicina de Familia. Atrás quedaban los compañeros de farra con los que se había ido abriendo paso en los desprestigiados márgenes de la sanidad: ahora pertenecía a una casta superior, y aunque, como ocurre siempre, echara alguna vez con morriña un vistazo a la amante golfa abandonada, se había encaminado para siempre y definitivamente por la senda del bien entre los aplausos de sus pares. 

Pero entonces el joven protagonista de túnica (bata) áurea y virginal, al que aún le responde el olfato de perro vagabundo, le huele que debajo de todas esa bonhomía hay alguna que otra cloaca que hace tiempo no se ventila. Y, aunque no hace nada, porque sería impropio de su nueva condición, permanece atento a las señales, que las hay, y muchas. Y un buen día, alguien le propone participar en una tontería que se viene haciendo toda la vida, un negociete con el que se hace la vista gorda, quizás porque interesa, y en el que solo entran los afortunados que caen en gracia a los manejantes de turno. 

Y el protagonista se pregunta por qué precisamente a él, y no le queda más remedio que reconocer que bajo el nuevo hábito de respetabilidad, sigue agazapado el monje buscavidas y pillo al que le parece lo más normal del mundo complementar un poco el exiguo sueldo de un residente. Y se ve una tarde de sábado en el asiento de atrás de un coche, conducido por un señor mayor que habla sin parar con otro más o menos de su edad y al que parece conocer de hace tiempo. Luego, más adelante, en el único de bar de un pueblucho perdido recogen a un tercero que se repantinga a su lado detrás, y que habla con los dos de delante como si hicieran esto cada fin de semana. 

El caso es que el joven protagonista conoce a casi todos los de aquel negocio, por el nombre o de vista, es lo que tienen los hospitales pequeños de las ciudades pequeñas. Hace todo el viaje callado, sin pretender ser simpático. Contesta a las poco interesadas preguntas de sus compañeros de viaje con el mismo poco interés, así que el diálogo no da para gran cosa. 

Al cabo de una hora de estepa, se detienen en un pueblo. Hay ambiente en las calles, farolillos y gente dirigiéndose hacia una plaza de toros portátil, de esas de paneles anaranjados desgastados, que cruje con ruidos metálicos cuando subes los escalones. Cuando el grupo llega a la plaza hay una ambulancia esperándoles, con un conductor de uniforme al pie, charlando con alguien del pueblo, una autoridad, a juzgar por la chaqueta y corbata, penitencia del cargo, sobre todo en una tarde de calor como aquella. Todos le dan la mano, presentándose. Después entran y se acomodan en una zona reservada. 

Las gradas se van llenando. El joven protagonista ha echado ya dos o tres miradas nerviosas a una gran bolsa negra que ha bajado del coche el conductor, y aunque se había prometido a sí mismo estarse calladito, empieza a preguntar a sus acompañantes por sus "funciones".

- Tu tranquilo. Lo mejor es que reces para que no pase nada. 

La frase induce automáticamente una taquicardia y unos sudores fríos compatibles con una angina de pecho, que sin embargo se queda en una triste crisis de ansiedad que el joven debe tragarse como el que se traga una cucharada de aceite de ricino. Después empieza el espectáculo de novillos y toreritos atropellados con afición y alguno hasta con valor. A estos últimos, nuestro protagonista los hubiera inflado a bofetadas si hubiera podido, y no dejaba de hacerlo mentalmente mientras las vaquillas les revolcaban por la arena. La taquicardia se prolongaba en el tiempo hasta que, aproximadamente cuando el joven se preguntaba por quincuagésima vez si merecía la pena para ganar cuatro perras más, el público se puso en pie y el acto terminó sin más incidente que dos o tres hematomas mostrados con orgullos por los bizarros aprendices de torero y un temblor de piernas molesto en nuestro protagonista que le hizo bajar las escaleras de la plaza bastante inestablemente. 


Días más tarde, una autoridad en el hospital de las que se ven a lo lejos comiendo en la cafetería en las guardias, se acerca al joven residente, le pasa el brazo por el hombro y le da un sobre con un dinero negrísimo que cuando lo guarda en el bolsillo de la bata, parece un manchón de tinta china en su blancura inmaculada. Y después, se percata asombrado de que hay una especie de club de las sonrisas en el que ha sido aceptado, un club que se maneja bien en las carreteras secundarias de la Medicina, y al que, sorpresivamente, pertenece más gente de la que podía imaginar. 


La imagen es del genial Paul Newman, en El buscavidas (The Hustler) de 1961













2 comentarios:

Unknown dijo...

Un caso más de anestesia moral.
Al final el sentimiento te atrapa y no es agradable.
No te gratifica.
Te sumerge nuevamente en comportamientos pretéritos.
Sientes y sabes que te aleja de la excelencia.

mibiciyyosiemprejuntos dijo...

Que a gusto te has quedado.