domingo, 22 de mayo de 2016

La pobreza y la muerte

Llovía como si no hubiera llovido en siglos, llovía una lluvia monzónica parida de un cielo de panza de burra. Llovía con una lluvia empecinada en mantener arrinconadas las enfermedades en sus casas. Así que yo sonreía mirando por la ventana los torrentes amenazantes en la puerta de urgencias del centro de salud, con la cara apoyada en el cristal que protegía mi mejilla de la bofetada que parecía empeñada en atizarme la lluvia, con sus ráfagas salvajes, a lo mejor porque le fastidiaba la sonrisa con que la recibía, acostumbrada a improperios y maldiciones.

Pero no quiero engañar a nadie. Cualquiera que haya estado en mi lugar sabe que agradecemos inmensamente cualquier inclemencia del tiempo capaz de tamizar para las personas lo verdaderamente importante, de tragarse dudas y desasosiegos, de demorar banalidades. Si, torrenteras, nevadas, nieblas, heladas o calores saharianos son aliados de los que estamos de guardia. 

Aunque la cara B del disco se llama teléfono. A veces parece sonreír con aires de superioridad sabiendo que puede arruinar con un gorgoteo el falso oasis de tranquilidad que nos ha concedido la meteorología. Y como se ponga a sonar la cara B, ni el mismo Zeus lanzando sus mejores truenos puede hacerle sombra. 

Y aquella tarde le dio por sonar a ritmo de marcapasos, escapándoseme al mismo tiempo una extrasístole y una palabrota de las de restregarte tu madre la lengua con guindilla. Creen que ha fallecido, el nombre y los apellidos, una edad desconcertante y una dirección. Escueto, como lo es a veces el morirse. La muerte elimina las prisas, con ese afán tan suyo de ponernos a cada cual en nuestro sitio, con la pedantería que da el ganar siempre. 

Su historia clínica es un desastre indescifrable, pero al menos descubro que ha tenido un par de visitas recientes de su enfermera. Encuentro algún informe hospitalario y en el marasmo me parece adivinar el hilo ariádnico que le ha llevado marcharse en este día del diluvio final. Abusando de la confianza de los años juntos y aprovechando el confínamiento generalizado de los seres vivos, hablo por teléfono con la enfermera. Al contarle la noticia, noto esa tristeza en su voz que sale del nudo gordiano de su humanidad alimentado por llevar en el pueblo toda la vida. Y me cuenta los datos que cuesta registrar en la frialdad de la pantalla, las vidas que se esconden tras ese "creen que ha fallecido", ese nombre, esos apellidos, esa edad desconcertante y esa dirección.

Los limpiaparabrisas no dan abasto. Achinamos los ojos acostumbrados a años de jugárnosla en las carreteras. La casa parece llorar su pobreza, destartalada, sucia. Entramos en una pequeña habitación. Hay un sinfin de cachivaches atropellándose unos a otros con la dejadez inimitable del abandono. Una televisión atronando y una figura tumbada en la cama, de medio lado, con las manos recogidas bajo la almohada. La vida esperó al sueño para marcharse definitivamente, como queriendo conceder un útlimo favor, quizás un único.

Hay dos varones presentes. Uno más joven, fuma sin parar, inmutable, sin moverse de un sillón. Es el familiar directo. Otro algo mayor, inquieto, se acerca y se aleja de la cama y en algunos momentos no puede reprimir las lágrimas. No les unía ni rastro de ADN.  La pena no se reparte uniformemente ni te la garantiza la genética. Así es la vida. Y la muerte.

-"Nosotros no tenemos dinero para enterrarle. ¿No pueden llevársele al hospital?"

No hay restos de dolor en la frase, solo la constatación de un hecho. Me piden que solucione el problema, con esa confianza ciega en la omnipotencia de un tipo vestido con un pijama blanco y un logo sanitario. Intento explicarles que no hay nada que pueda hacer, que probablemente será el Ayuntamiento quien tenga que echarles una mano, pero eso será mañana y ellos quieren la solución ahora. Yo solo puedo pensar en el dolor que habrá arrastrado esa vida y en lo indigna que se le está haciendo la muerte.

Regresamos al centro casi sin hablar, la lluvia no da tregua. Más tarde, mucho más tarde, a la hora de los sustos, suena el timbre de la puerta. Al cielo no le ha amedrentado la noche y sigue diluviando. El joven aguanta el chaparrón, fumando bajo el paraguas. Me trae el impreso rutinario.

-"Hemos encontrado una funeraria muy barata en un pueblo de la provincia de al lado. Se lo llevan esta misma noche. Mi cuñado se hace cargo de los gastos."

Relleno los campos reglamentarios pensando en ese tanatorio en un pueblo perdido, en la soledad a la que obliga tantas veces la pobreza. Le doy un pésame que me sale rabioso pero que le resbala como el agua que va cayendo a regueros de su paraguas cuando se pierde calle abajo.

Si la muerte pisa mi huerto. Una pequeña joya de Serrat. No os perdáis su letra. 



2 comentarios:

Juan Francisco Jiménez Borreguero dijo...

Genial descripción de la parte mas árida de nuestro trabajo. Es un regalo ver expresado y reflejado de forma tan realista y a la vez tan poetica el quehacer de nuestra labor profesional.
Permiteme querido compañero, que lo compare dentro del arte, con la pintura de Antonio Lopez.
Gracias.

sole simon dijo...

Triste pero real como la vida misma...historias del día a día..m encanta como lo has expresado..