lunes, 28 de agosto de 2017

Recién quemado

La suavidad de sus eses al hablar delatan el origen caribeño. Eso y la corbata y el chaleco que le acompaña bajo la bata la mayor parte del año. Es una costumbre adquirida en una sociedad donde los estatus sociales se miden torciendo un ojo y mirando de lejos al que viene andando por la calle. El que es médico debe parecer siempre médico, se esté cortando el pelo o diagnosticando una hernia de hiato. En la vieja metrópoli poco a poco se van perdiendo las buenas costumbres, los jóvenes reivindican las camisetas y las barbas de tramperos luchando a brazo partido por conservar una individualidad que les hace al final ser iguales. Paradojas de la modernidad que el médico ni entiende ni piensa molestarse en entender. Él no llego aquí para reivindicar nada, tenía un trabajo excelente en su país natal, ese que huele a café, a selva y playa y donde ya no podía salir a caminar con sus hijas sin mirar hacia atrás cada pocos pasos temiendo que a algún desalmado con pistola se le ocurriera secuestrarles y dejarles abandonados en una cuneta para regocijo de los perros callejeros y demás miembros de la rapiña animal.

Cuando el miedo se hizo insoportable, la esperanza tuvo que conformarse con tres maletas grandes y un par de bolsas de viaje en un avión que para ellos, solo tenía combustible para el viaje de ida. 

Le costaba pensar en su familia como unos privilegiados: cuando se asomaba por la ventana de su chalet alquilado en la periferia de la periferia, y ni olía a café, ni respiraba los aires de la selva o la brisa del mar. Nadie que deje de oler sus olores, de respirar sus aires, de oír sus eses suaves, de pisar la tierra de sus antepasados puede considerarse un privilegiado. Pero aún así era políticamente correcto pensar que él y su familia lo eran: ahorros que mantenían la angustia al otro lado de la puerta del banco y una profesión que sin duda le permitiría ganarse bien la vida. No había duda de que si miraba para atrás, la fila de menos favorecidos por el destino se perdería en el horizonte. 


Así que sin permitirse más momentos de nostalgia que alguna canción escuchada a solas en el coche o dos o tres pensamientos previos a la caída final de párpados, buscó y encontró un trabajo agotador pero aceptablemente remunerado. Y consciente de que a pesar de sus cuarenta y tantos le cabía aún un futuro en el horizonte, se alquiló un hermoso par de ojeras mediante el método de robarle horas al día para echarlas en los libros que habia casi olvidado y que ahora reaparecían en versiones digitales sigloventiuneras a las que no terminaba de acostumbrarse del todo. 

Y con ojeras y todo aprobó el famoso MIR y se embarcó en cuatro años de sube y baja emocional, entre consultorios, hospitales, cursos y alguna que otra fiesta, una renacimiento juvenil con tintes universitarios como los que casi había olvidado pero haciendo rechinar las junturas de su osamenta de cuarentón. 

Y aunque seguía cerrando los ojos de cuando en vez al escuchar un ritmo que volvía a oler a café, a selva y a Caribe, no podía negarse que la vida volvía a sonreírle a base de bien. 


Apenas tardó seis meses en encontrar acomodo. No era lo habitual pero los astros permanecían empeñados en tatuarle a fuego la etiqueta de privilegiado y aquella zona del mundo sufría una devastación de médicos de cabecera como no se había visto igual desde la Revolución Rusa. Así que llegó a su consulta en el centro de salud derrochando sonrisas con su chaleco, su corbata y su impecable bata. 


La vida sin duda le había preparado para estar allí, y él no pensaba decepcionarla: tenía ideas, tenía experiencia y tantas ganas de hacer cosas que se le hacían eternas las noches deseando empezar cada mañana. 


Habían pasado dos años de aquellos primeros días. En la sala de reuniones del centro, tres o cuatro personas escuchaban al sujeto que estaba soltándoles un rollo con la típica expresión del que se ha encontrado en el súper a la amiga más pesada de su madre. El tipo que hablaba era consciente de la situación y trataba de abreviar la faena mientras se transmutaba poco a poco en esa vieja amiga pesada. 

En un extremo de la mesa, él se mantenía alerta, al menos era lo que trataba de reflejar con su lenguaje corporal. La procesión iba por dentro. Pero ese tipo había sido durante unos meses su tutor y le debía al menos ese respeto. 

Cuando el tutor dio por finalizada la charla, el suspiro generalizado de alivio quedo discretamente oculto por el ruido de las sillas al levantarse la concurrencia. Él acompañó al viejo amigo hasta su coche. Era una conversación distendida entre colegas. Hablaron de las consultas, de la gente, de la sanidad y de la sociedad. Cuando llegaron al coche, el tutor se detuvo y le preguntó:

- ¿Estás pensando en aprobar las oposiciones para poder cambiarte a otro lugar, verdad?

Él tardó unos segundos en responder y lo hizo con un gesto, un asentimiento que revelaba vergüenza y cierta pena. 

- ¿Crees que todas esas cosas de las que hemos estado hablando se solucionarán sólo con cambiar de plaza? No es posible que en solo dos años estés quemado. Si es así, entonces la vida está pasando por encima de ti, te está atropellando y te da miedo ponerte de pie e intentar parar el golpe. Aunque cambies de sitio, la vida seguirá atropellándote. Y no puedes consentirlo. En algún momento tendrás que decir basta. 

Se quedó mirando cómo se alejaba el coche. Estaba enfadado porque debajo de toda aquella palabrería había una verdad como un templo. Él no había llegado hasta allí para dejarse atropellar, faltaría más. 

Se metió en su coche y puso una de esas canciones de café, selva y Caribe. Tarareó mientras en su cabeza hacia planes para ponerse de pie. Siempre se había sentido mejor cuando dibujaba un buen plan en su cabeza. Al fin y al cabo sí que era un privilegiado porque al menos por el momento, volvía a hacer de nuevo planes. 













lunes, 21 de agosto de 2017

Enfadado

La médica se marcha al fin para su casa. Lo último que ha hecho en el día ha sido pasar un rato a ver cómo sigue su paciente más delicada. Se queda más tranquila yendo a verla un par de veces por semana, aunque sean visitas breves casi siempre a última hora. Aquel día es un poco tarde, pero sabe que mañana será aún más difícil encontrar el hueco, así que decide que su comida se convertirá en casi una merienda.

En la puerta la recibe el perro negro y blanco que el marido de la paciente se encontró abandonado y que después del lógico recelo de los dos gatos reinantes hasta su llegada, se ha hecho el dueño y señor de la casa.

Se marcha con una docena de huevos en el asiento del copiloto, pequeños, porque las gallinas son jóvenes según le han explicado. Acaban de comprarlas para repoblar el gallinero, pero las yemas serán igual de amarillas. Piensa en lo terriblemente feas que le salen las tortillas francesas, pero en lo riquísimas que saben hechas con esos huevos y a las horas que son, la boca se le llena de saliva pauloviana y de sonrisas de las que deja la medicina de cabecera de toda la vida. 

Cuando enfila la calle para salir a la carretera se cruza con una pequeña furgoneta blanca. Es el vehículo dominante en las calles del pueblo, el coche más vendido de la localidad aunque no lo digan en las revistas especializadas. 


Ellla va despacio, como le gusta hacer, saludando a todo hijo de vecino que se cruza en su camino. Cuando las ventanillas se colocan a la misma altura, le reconoce. Hace más de un mes que no aparece por su consulta y le alegra verle conduciendo tan pichi a esas horas, con toda la calorina. Le mira, sonriéndole, mientras inicia un saludo con la cabeza que se queda helado ante una mirada gélida capaz de invertir el efecto invernadero del planeta. 

La médica mira de nuevo hacia delante notando el rubor dándole tono veraniego a sus mejillas. Toma la carretera de vuelta a casa con el piloto automático puesto y la mente permitiéndose el lujo de repasar su vida y milagros en el orden que le sale de donde quiera que tenga ella los genitales. 


Mientras los coches pasan y el asfalto refleja la solanera de la tarde recuerda las mil y una consultas que habían tenido en todos esos años, las anécdotas contadas entre risas, las broncas cuando la barriga de toda la vida empezó a tomar dimensiones de coso taurino de primera, las visitas a su casa a ver a su mujer cuando apretaban los fríos y sus bronquios no resistían tamaño acumulo de moco, las infiltraciones en sus hombros y rodillas desgastadas por el esclavismo de su trabajo en el taller, las cerezas que reventaban en rojos y rosas en sus cerezos y le traía en unos viejos cubos de pintura y le provocaban dolores de tripa de la gula más exquisita. 

Y recuerda como cuando aquella mancha que se veía en la radiografía del pulmón tuvo nombre y apellidos, las sonrisas se habían vuelto reproches, la diana se había centrado en ella y cualquier frase escuchada al biés en el hospital significaba una paletada de tierra más sobre la tumba en la que habían enterrado su relación. 


Llevaba más de un mes sin verle. La última consulta había sido fría como el iceberg del Titanic, y con la misma sensación de naufragio inminente. Ella había consultado en un par de ocasiones la historia del hospital para ponerse al día sobre cómo marchaban las cosas. Y deseaba con todas sus fuerzas que todo fuera estupendamente, porque mientras seguía agarrada a la proa del Titanic pensaba en como reflotar aunque fueran solo tres o cuatro troncos que les permitieran a ambos mantenerse a flote y tal vez, volver a charlas como lo habían hecho durante años. Porque puede que  a él le hiciera falta, quizás algún día, quién sabe. Pero lo que es seguro es que a ella  sí que le hacía. 

Aparcó frente a la puerta de su casa. Abrió la puerta haciendo equilibrios con la docena de huevos en la mano. Cerró la puerta y comenzó a hacerse una de sus horribles tortillas. 














domingo, 13 de agosto de 2017

Pequeña y tierna historia de amor

Iba mirando taciturno por la ventanilla de la ambulancia. Sus compañeros hablaban de sus cosas, bromeaban sobre trivialidades, recordaban anécdotas estrafalarias como solo sabe hacerlo quien lleva muchos años en lucha continua contra la peor enemiga, la que siempre termina ganando. Se burlaban de los regates de chiquillos traviesos que habían conseguido darle. Pequeños reveses para la muerte que eran tremendas victorias para quienes, al final, tendrán que doblar la rodilla ante ella y su ley de hierro, inevitablemente.

El se mantenía al margen, no le hacían gracia esas bromas de chavales. No conseguía simpatizar con ninguno de sus compañeros, pero era un excelente profesional, llevaba más de veinticinco años enfundándose el amarillo fosforito y recorriendo las carreteras a horas intempestivas, siempre serio, sin escucharle una queja, pero haciendo su trabajo como el mejor. 

No necesitaba tener amigos, se veía demasiado viejo y demasiado raro. Cuando tenía tiempo libre leía, estudiaba, repasaba, daba cursos, o hacia turnos a compañeros que sí sabían lo que era tener una vida fuera de la carretera. 

No era amable, ni comprensivo. No recordaba que hubiera sido así siempre, pero cuando intentaba  encontrar una explicación se le venían a la memoria lo que llamaba, con cierto gusto por lo melodramático, los tiempos oscuros. Una juventud que debió vivir alguna vez, en un mundo donde los exámenes del MIR acumulaban multitudes, cientos de médicos por aula mordiendo por una plaza que aseguraba una vida mejor, y que dejaba a otros miles peleando en un submundo de trabajos basuras, sueldos esclavistas y horarios de burdel. 

Y allí se quedó él, haciendo donicilios solo por las calles nocturnas de la ciudad, de once a siete los martes y los jueves y un sábado de cada tres. Dos horas por la tarde de lunes a viernes viendo como le utilizaban dueños de residencias de ancianos sin escrúpulos para salvar la cara ante preocupadisimos hijos de teléfono y visita mensual mientras pagaban miserias a sus empleados y se llenaban los bolsillos al mismo ritmo, y sustituciones tapahuecos en centros de salud donde se sentía cada vez más arrinconado por las miradas condescendientes de los hijos de Martín Zurro, que lo toleraban como un mal menor que se extinguiría con el tiempo. 

Así que cuando vio la posibilidad  fue de los primeros en invertir lo que no gastaba la familia que nunca tuvo en un master que le hacía quemarse las pestañas como creía que era incapaz de hacerlo, y desembarcar en esa élite de las urgencias extrahospitalarias, esas superdotadas UVIs móviles que atravesaban la ciudad con gran despliegue de luces y sonidos y a las que todos se rendían dejándoles espacio, con caras de alivio y sonrisas de colonos cercados por los sioux que ven venir al séptimo de caballería. Y allí se sintió por fin alguien, allí le escuchaban, le obedecían, a veces hasta aplaudían su llegada. Pero nunca olvidó aquellos tiempos oscuros. 


Ella se preparaba para abandonar en menos de dos años la treintena. Se seguía viendo tan niña que apenas podía creérselo. Los años de facultad habían sido magníficos, pero efímeros. ¡Quién lo diría! Y la residencia, que parecía iba a ser eterna, fueron dos suspiros entrecortados. La vida. Y ahora estaba allí, en medio de la nada, ella sola, temblando para que todo lo que le despertara por la noche fueran sonrojantes dolores de garganta. Juraba a los cuatro vientos que jamás se quejaría del mal uso de las urgencias ni cosas similares, siempre que aquellas primeras guardias fuera capaz de resolver lo que le llegara. 


El hombre estaba pálido y sudando con esos sudores que no pueden traer nada bueno. El peso que sentía en el pecho se reflejaba en el electrocardiograma y en la tembladera que sentía ella en las piernas. Los minutos hasta que vio tras las ventanas las luces de colores en contraste con la noche de verano eran de seiscientos segundos. Sus encuentros con la UVI móvil habían estado siempre a la sombra de los adjuntos con los que había hecho guardia. Y había habido de todo, como siempre ocurría. Volvió a recurrir a las promesas a todo el santoral si le tocaba alguien amable y comprensivo. Torció un poco el gesto al ver al cincuenton que se bajó el primero, sin hablar a sus compañeros, que se daban instrucciones unos a otros. Había oído hablar de él: un hueso que no le caía bien ni al que le saco de pila. 

Tartamudeo ligeramente al entregarle su informe. Él tenía la voz mucho más dulce de lo que se esperaba y las preguntas que la hizo eran razonables y parecía que sus respuestas le satisfacían, porque asentía con la cabeza mientras recibía datos de enfermeros y técnicos. Luego le acercó el nuevo electro para que lo vieran juntos y por un momento advirtió que el resto de los presentes los miraban en silencio, no sabía si sorprendidos o curiosos.


Les despidió en la puerta del centro mientras cerraban las de la ambulancia. Hubo un segundo para mirarse lo suficiente para que ella percibiera la soledad en sus ojos. Y le parecieron unos ojos tristes y preciosos. 


Hizo el viaje hasta el hospital más chocado que el pobre paciente, y sin morfina que aliviara la presión que se le había puesto en el pecho. Vio a sus compañeros cuchichear cuando creían que no les veía pero no le importó. La guardia terminó sin poco más que añadir, pero él no durmió ni un segundo. Había copiado su nombre del informe de urgencias y lo doblaba y desdoblaba compulsivamente mientras decidía si se sentía demasiado viejo para hacer algo, o demasiado idiota para no hacerlo. 


Llamó dos días después al centro de salud temblándole la voz como si hablara con el padre de una novia adolescente. Le pasaron con ella, que hacía una sustitución veraniega. Su voz sonó sorprendida pero con un toque tan alegre que él se contagió y la llamada derivó del estado del paciente a una cita para tomar café entre compañeros.  

Fue una historia de amor breve e intensa, que, como al menos las más bellas, también acabó en tragedia. La tragedia de la vida que se lleva por delante en ocasiones hasta los más hermosos romances. Él volvió a sus taciturnidad que sus compañeros recordaban bien y no tardaron en aceptar como quien acepta la llegada del invierno. Ella discurrió por su treintena como pasa para todos el tiempo, a veces lento, a veces alocado, a veces enamorada y a veces sola, feliz a veces, triste en ocasiones, ni fu ni fa la mayoría del tiempo. En su plaza de la ciudad ya no hace guardias, aunque de cuando en vez aparece la UVI móvil. Y al menos en ese momento, ella se acuerda de él. Quizás a él le sea suficiente, quién sabe. 

Aquí os dejo otra pequeña y tierna historia de amor, del maestro Ismael Serrano







domingo, 6 de agosto de 2017

Persona(je)s

Ir a atender a un domicilio en una guardia es como empezar un buen libro y descubrir a los personajes. Y lo  sé porque estuve leyendo libros dos noches por semana durante cuatro años por las calles desiertas con olor a borracho de la ciudad. Y no se cuantas madrugadas me han dado por las carreteras de pueblo esquivando perdices. 

Entrar en un domicilio durante una guardia se parece a la vieja mili, esa de la que todos los jóvenes abominábamos pero que dejaba recuerdos repletos de sonrisas cuando el pelo empezaba a ralear y se entrecana. Así que, cuando suena el teléfono nos removemos en la silla como si fuera la de un fakir, torcemos el gesto y nos sale la voz de cascarrabias gruñón. 

Pero luego viene el espíritu redivivo del jodido Tudor a darnos una patada en plenas nalgas y apuntamos los datos del pobre hombre en un trozo de papel usado recordando que con toda probabilidad, ese pobre hombre nos necesitará más que las cuatro picaduras de avispa y los tres dolores de garganta de aire acondicionado que nos tienen atados a la mesa de la consulta. 


La guardia era una guardia, esa tediosa manera de tener un sueldo digno, ese pasar las horas entre el aburrimiento y el miedo, el desesperarse por la medicialización y la infantilidad de la sociedad al mismo tiempo que te alegras de no pasar de primero de parvulitos de emergencias. Contradictorios, como buenos seres humanos que somos, pero con recibos que pagar a fin de mes. 


El coche era un horno de los de los buenos tiempos de Sestao. La enfermera conocía a la familia, ventajas de la longitudinalidad aunque sea en un entorno hostil. Así que con los chorros tibios del aire acondicionado a todo meter, nos fuimos enterando de la vida y milagros del interfecto, que en este caso era conocer la angustia de una mujer anciana que se ve sola cuidando a un marido muy delicado porque su hija ha trasladado los cuidados del padre al marido y de la habitación de la casa del pueblo a la del hospital. 

La mujercica sonríe al ver a la enfermera como si se le hubiera aparecido la santísima Virgen. El cuarto de estar es tan pequeño que tengo que apartar la mesa camilla contra el mueble de la televisión para poder acercarme al caballero que está ladeado sobre el brazo de su sillón de orejas. De pronto nos hacinamos en el cuartucho buscando nuestro sitio médico, residente, enfermera, anciana y nieta, todos alrededor del pobre hombre intentando hacernos oír por encima de la presentadora de España a las ocho o alguno similar. 

La residente está hipnotizada por dos pequeñas bolitas de grasa que sobresalen de sus párpados superiores. El hombre resolla como la locomotora del Keaton y comienza su relato, que como todos es  escatológico y maloliente, repleto de gases que no salen y hacen retorcerse las tripas, de horarios, color y consistencia de las deposiciones, y del jodido peso que se le ha puesto en el pecho con solo cubrir los tres pasos escasos que hay hasta la letrina. 

Tensión, azúcar, saturaciones y pulsos. Pulmones encharcados y alguna broma que empieza a relajar un ambiente donde la enfermedad  se empeña en dejar poco espacio libre. 

- En el pueblo las hay más viejas que ustedes señoritas 

Les suelta entre resoplidos guasones. Su mujer le pregunta a la enfermera por su pequeña, que crece a toda marcha. 

- Si no fuerais tantos os invitaba a comer. 
- Ojalá pudiéramos quedarnos, pero a ver qué hacían el resto de los enfermos. 

Volvemos al horno con ruedas, amenazados con alcanzar nuestro punto justo de cocción cuando lleguemos al centro. Yo atesoro todos estos personajes como quien coloca ordenadamente en las estanterías de la biblioteca de su dormitorio los libros que va releyendo. 

A los libros hay que tenerlos a la vista porque nos han hecho ser lo que somos. A los pacientes hay que tenerlos en el recuerdo, y por idénticos motivos.