domingo, 25 de enero de 2015

Hipermercados de la salud

Estrenábamos el euro con una abrumadora sensación de modernidad. Las cosas valían cifras absurdas terminadas en diecisiete céntimos, y los bolsillos se nos llenaban de minúsculas monedas de latón.

Vivíamos en cuarenta y cinco metros cuadrados de San Blas. Nos sobraban cuarenta. Teníamos ansia de abrazos y cercanía, consumíamos como drogadictos esos meses apasionados y fugaces del inicio de nuestras vidas. Cuarenta y cinco metros cuadrados de paraíso terrenal.

Hacia algo más de un año que había terminado la residencia. Hacia apenas unos meses que había decidido abandonar mi vida de locura, de veinte noches trabajadas repartidas entre tres trabajos basura, para cambiar de ciudad y reclamar mi parcela en el Edén. Mi contacto con la medicina se limitaba a mis guardias en un servicio de urgencias de un centro de salud urbano, el único de los tres trabajos que había sobrevivido a mi implosión, una tarde- noche cada tres días, y el resto del tiempo consumido en paseos, charlas, risas y muchos besos. Era la felicidad.

Estaba decidido a no apremiar al destino, rechazaría cualquier trabajo que me alejara de tener por fin mi propia consulta, de convertirme en médico de cabecera. La vida parecía sonreírme tanto que estaba seguro que no me iba a volver la cara en este sueño. Y mientras tanto, podía seguir escribiendo, y saborear el arreón de endorfinas que me proporcionaba el autoengaño de creerme escritor.

Había peregrinado por los servicios de personal de todas las áreas de salud de Madrid. Un trabajo agotador y kilométrico, dejando méritos y fotocopias, y recibiendo palabras vacías y promesas mentirosas. Había poco trabajo y las camadas madrileñas debían pelear con los emigrantes atraídos por el sumidero capitalino.

En apenas un kilómetro alrededor de nuestra casa había dos centros de salud. Uno era pequeño, de barrio, hasta acogedor, limpio. Me recibió el coordinador, muy formal con su bata, esa que siempre he aborrecido, dándome la mano, e invitándome a sentar en la silla de los pacientes. Sonrió cuando me ofrecí a acudir, incluso si me llamaba media hora antes de empezar la consulta. Nunca lo hizo.

El otro centro era más grande, más frío. Recogió mi currículum una administrativa que prometió hacérselo llegar al coordinador. Dónde terminó lo supongo, tampoco me llamaron jamás.

Los días pasaban, la vida era un huracán, como en la canción, pero el teléfono seguía sin sonar.  Negaba la desesperación porque las caricias son convincentes como ninguna otra cosa, pero el dolor, la necesidad de ser lo que era empezaba a desanimarme.

Recuerdo vívidamente el timbre del teléfono, una reliquia de la postguerra que conservábamos por cariño y snobismo. Me esperaban a la tarde siguiente para pasar consulta en un centro de salud en una ciudad dormitorio. Anoté la dirección y busque en el callejero la ubicación. Celebramos la llamada como si nos hubiese tocado una buena pedrea, hacía casi un año que no me sentaba en una consulta.

Comí prontísimo y me lancé a los vericuetos del tráfico de mediodía en Madrid, donde siempre me había sentido cómodo. Mucho menos cuando cambiaba la ciudad por sus primas menos glamourosas, que desconocía y me aturdían un poco.

Era un edificio inmenso, una mole de varias plantas, gris, cuadrado y feo. Por dentro se me asemejaba un tanto a las prisiones americanas de las películas, con un patio central y muchas, muchísimas puertas. Había gente en los pasillos, pero faltaba la charla de banco de plaza de pueblo a la que estaba acostumbrado, que me había acompañado en mi tournée por los consultorios rurales.

Pensé que allí había tristeza, lo recuerdo bien. Y no me gustó.

Había un mostrador alto, con una cola de gente delante. Nada de espacios abiertos y esas modernidades. Asomaba la cabeza una mujer que asustaba a un tanto, escueta en las respuestas y austera en los gestos. Cuando me aproximé al mostrador, sorteando la hilera de personas, me fulminó con la mirada, y antes de entrar en combustión, quise justificarme:
- Perdona – empecé a decir
- Por favor, espere su turno.
Miré a las cinco o seis personas que me examinaban con curiosidad, pero sin acritud:
- Pero es que...
- Espere su turno, por favor.
Me sonreí y sin hacer ningún nuevo intento, me coloqué al final de la fila, y fui escuchando en silencio como los pacientes solicitaban citas, entregaban papeles y pedían tarjetas sanitarias con sus DNI en la mano.

Cuando llegó mi turno me miró con superioridad, al saberse ganadora. Me dejó hablar sin preguntarme.
- Hola, - le dije. – Soy el suplente. Abrió un tanto los ojos, pero sin descomponerse, me hizo señas para que atravesara la puerta y entrara.
- Habérmelo dicho, - sonreí. – Tu consulta está en la tercera planta, la 7c. Esta es tu lista de pacientes.

Le di las gracias porque ya había decidido buscarme la vida sin su ayuda. Tarde algo en encontrarla. Había gente frente a la puerta con cara de fastidio y sentí cuchicheos a mis espaldas mientras entraba. Estaba limpia y ordenada.

Por más que intento, no consigo recordar ningún caso de aquel día. Sólo que en un momento, mirando por la ventana, se hizo de noche. Cuando ya no quedaba nadie, volví a la sala de los administrativos. Había poca gente, supongo que tendrían algún tipo de retén o algo así, pero a mi no me dijeron nada. Pregunté si debía hacer algún aviso, si había alguna urgencia. Me explicaron que había un médico encargado avisos y otro de atender pacientes sin cita.

Se les veía ufanos con su organización. A mi me dio pena.

No hablé con ningún médico. No vi en toda la tarde a la enfermera con la que compartía cupo.

Volví a casa aquella noche tan triste que hube de empapar bien aquella tristeza con una botella de vino blanco antes de irme a la cama. Había tomado una decisión más: no quería ser parte de uno de esos enormes ambulatorios donde se parapetan médicos y enfermeras extraños entre sí, donde apenas se oyen risas, aquellas trincheras que deben dejar plomo en el alma.


Lentamente, los centros de salud han ido metamorfoseandose en ambulatorios enormes. Lo grande es moderno, funcional, eficiente. Los consultorios locales, o de barrio, han ido muriendo despacio, y hemos convencido a la población, y nos hemos convencido nosotros, que lo mejor es ofrecer una Medicina de grandes equipos, una Medicina que también en Atención Primaria pueda deslumbrar con sus pasillos, sus consultas modernas, su aparataje, sus letreros y sus televisiones en las paredes

Poco a poco hemos ido convenciéndonos y convenciendo a las gentes de que la Medicina pequeña es antigua y pasada de moda, de que hacerles una ecografia es más importante que escuchar que le duelen las entrañas cuando su hija tarda en volver por la noche. Convenciéndoles que lo importante no es que cuando abran la puerta esté siempre la misma sonrisa, sino que haya un miembro del equipo dispuesto a atenderle eficaz y prontamente. Hemos cerrado las tiendas del barrio, el ultramarinos del pueblo  y hemos abierto hipermercados de la salud, en los que las cajeras te cobran las bolsas. Hemos engañado y nos hemos engañado. Y luego nos extraña que ésto se muera.


Aborrezco los latifundios de la Atención Primaria, esa concentración parcelaria del régimen que alguien nos impuso y a todos nos pareció estupendo. Me declaro un anarquista de la Medicina, reclamo mi minifundio.

Os dejo esta pequeña joya que llegó hasta mi gracias a Enrique Gavilán. Fotografías y texto que conmueven hasta el tuétano. Country Doctor.



domingo, 18 de enero de 2015

La foto del Papa

Llegó pronto, con una carpeta debajo del brazo. Aparcaba su Prius híbrido en el pomposamente llamado aparcamiento para personal, que en realidad no era más que un espacio muerto a la espalda del nuevo Centro de Salud. Entraba por la puerta de atrás, al fondo del pasillo. 

Normalmente recorría la distancia interminable hasta cruzar el paso a la zona de urgencias. Entraba en la cocina, saludaba a todos con una sonrisa y se calentaba agua en el microondas para tomarse una infusión dulzona de bonitos colores. Pero no aquella mañana. Aquel día fue directa hacia su consulta. Rodeó la cristalera que separa su sala de espera del pasillo y entró directamente en su consulta. 

Cuántos años le quedaban para jubilarse, cuántos años llevaba trabajando. Le vienen a la mente imágenes de una joven estudiante de enfermería que esconde panfletos del partido comunista entre sus apuntes. Aquello era peligroso porque los grises no perdían oportunidad de pegar un par de guantazos a alguna joven desvergonzada que se atreve a mirarles desafiante. Son los setenta, hay ansia de libertad en la Ciudad Universitaria y discos d Llach que circulan de estrangis. Hay orgullo y valentía desafiante en aquella pelirroja menuda que quiere ser enfermera para cuidar a las personas. 

Las paredes de cristal opaco que delimitan su sala de espera están repletas de collages con fotos de madres amamantando a sus bebés, unos hechos por ella misma, otros pequeñas obras de arte regaladas por mujeres felices, sin asomos de sombras en la mirada con la que acarician esas caritas arrugadas y tiernas que se concentran en la mama dulce y calentita, como si no hubiera nada más en el mundo, y desde luego, no hay nada más es sus mundos. 

Recuerda sus primeras conversaciones ya como matrona con las mujeres que volcaban en ella sus miedos, los que no se atrevían a expresar a sus estirados ginecólogos. Esas conversaciones a pelo, lágrima contra lágrima, y siempre acompañando, cuidando, comprendiendo. 

Y los gritos “nosotras parimos, nosotras decidimos”, que en aquel entonces sólo buscaban que las mujeres pudieran acceder a métodos anticonceptivos, nada más, y nada menos, pero que les costó alguna que otra carrera delante del estrépito de los escudos de plástico y las porras. El feminismo era duro e ilusionante entonces  

La consulta, tan fría e impersonal como cualquiera, escondía detrás de una cortina la camilla con estribos y sus reminiscencias inquisitoriales. Pero su mano de comadrona de pueblo había tornado el frío en sentencias de paz de Ghandi y en versos de Tagore. Había bañado de risas las paredes blancas, de risas que lo tienen todo, y de risas que no quieren nada. 
Aquella fría consulta era, por su arte de magia, una cabaña de meiga, una mesa camilla junto al mirador que da al paseo, un santuario de confidencias y de sentimientos telúricos. 

Después vino la huida del témpano de hielo del paritorio, buscando la calidez de los hogares, la mezcla de los olores del nacimiento, ásperos y herrumbrosos, pero apestando a vida. Los reproches científicos, las malas caras y la pena secreta por la incomprensión y el miedo, el miedo de los otros claro. 

Ella, extrañada y apesadumbrada viendo que nos dejamos la valentía para decir basta a los que desmantelan su sueño de igualdad y justicia con el ingreso de la nómina cada primero de mes, mantiene la sonrisa incluso cuando nos lanza sus cuidadosos reproches y tenemos que bajar la mirada. 

Luego nos guía a todos en el difícil tránsito de un parto en una casa con olor a pobreza, con apenas una niña, gitana portuguesa, aullando mientras sus otras dos pequeñas se esconden asustadas con su tía. Y la cadencia con que se mueve, la tranquilidad con la que nos va encargando a cada uno pequeñas labores, nos va transformando el miedo de nuestras caras en sonrisas que revientan en carcajadas y palmadas en la espalda del padre cuando tembloroso corta el cordón umbilical y el pequeño rompe a llorar deshaciendo los nudos de todas las gargantas, menos de la suya. 

Y piensa que la vida es tan sencilla, y tan difícil. Y saca de la carpeta una foto del Papa, sí, ella, la que se negó a casarse por la Iglesia, la que rechazó bautizar a sus hijos, la que derramó lágrimas por las riquezas del Vaticano y los niños engañados por los salvajes ocultos en sotanas. 

Sí, ella. Saca la foto del Papa y, devolviéndole la sonrisa, le planta una chincheta por encima del solideo. Y luego, solo entre ellos, un beso en la frente: “si los bebés lloran por hambre, denles de mamar en la Capilla Sixtina”

La lactancia materna, probablemente la más natural de nuestras actividades como pertenecientes a los mamíferos, debe luchar contra viento y marea desde hace ya más de 50 años, con el abusivo desarrollo de la industria farmacéutica, la deshumanización del mercado laboral y el abandono de responsabilidades de una sociedad que busca siempre que puede el recurso o la salida más sencilla aunque sea, paradójicamente, abandonando el más primario de los reflejos con el que nacemos. La lactancia materna en los países desarrollados, ayuda a mantener a los niños sanos, sin un excesivo engorde, pero en los países en desarrollo evita millones de muertes.

Entre los médicos en general, la lactancia materna es un tema de postureo, más que de postura comprometida, y nos asalta parapetados tras nuestras consultas saturadas o la sempiterna discusión sobre qué palo debe aguantar esa vela (enfermería, matronas, cualquiera menos yo)


Nacer en nuestros hogares parece tan fuera de lugar como morir en ellos. Los hospitales se arrogan el derecho a consumir nuestros primeros y últimos alientos. Sin embargo, nacer en casa, como morir en ella, es un privilegio del ser humano. Y el desarrollo tecnológico y la profesionalidad de las matronas deberían facilitarlo, tal y como explicó  brillantemente el maestro Gérvas. Y nuestros sistema sanitario dedicar los recursos necesarios para garantizar ese derecho a quien lo desee.

Esta entrada está dedicada a las mujeres leonas valientes que lucharon por la libertad, la igualdad y los derechos de todas ellas, también de aquellas a las que les habían enseñado que no tenían derechos. Va dedicado a todas esas columnas del sistema sanitario a las que se les atragantan las lágrimas viéndolo desmoronarse ante la pasividad o la desvergüenza. Con cariño y respeto. 

viernes, 2 de enero de 2015

En el principio estaba la palabra...

Los principios nunca fueron fáciles. Creo que porque el miedo de abordar un principio es casi comparable al que nos asalta ante un final, sobre todo cuando éste debe de acompañarse de otro principio, cerrando el círculo vicioso en el que tiene la mala costumbre de convertirse nuestras vidas.

Así que recordando ese extraño escritor que era San Juan Evangelista, me he dado cuenta de que lo único que me puede dar cierta tranquilidad en este principio es la palabra, y será lo mejor entregarme a ellas y esperar que sean clementes

Lo primero era decidir el nombre del blog. Y aunque no siempre charlaremos de Medicina, no dejo de ser médico ni un segundo de mi vida, soy de esos idiotas que recoge a sus hijos y les dice que tiene el mejor trabajo del mundo. Y no me imagino mejor profesión para ellos. Aquí empiezan a aparecer mis primeras ideas contra corriente, que me temo irán resaltando como sangre en la nieve y haciendo chasquear la lengua a los aventurados que decidan acompañarme en mi particular boutade.

Y soy médico de cabecera. Sí, soy especialista en Medicina Familiar y Comunitaria, aprobé el famoso examen MIR y pasé dos tercios de mi formación en un ambiente que no se parece en nada a la  Medicina que ahora amo: cercana, tierna y capaz de dar un paso a un lado para que la vida siga y no me convierta en un acompañante molesto, cuando no en un ególatra capaz de absorber el tiempo y las esperanzas de nuestros pacientes.
Como digo, soy médico de familia pero hace ya tanto que no me preocupan que me llamen MAP o medico general o escribiente de los especialistas. Me importa un carajo (lo siento, también nos acompañará algún que otro exabrupto). Porque pienso en qué hay en la cabecera de nuestras camas, una luz tenue, la foto de esas personas que nos hacen ser lo que somos, ese par de libros que queremos siempre cerca, que hemos releído y desgastado, los pañuelos de papel, tal vez el salbutamol que  nos rescatará de esa atmósfera cero irrespirable, o la nitro sublingual, tan pequeña y tan poderosa. Pienso en todas esos pequeños mundos que nos reciben en pijama, con los indefensos pies descalzos, y entonces me doy cuenta de que es mágico que alguien piense de mi que puedo ser una pequeña parte de ese microcosmos. Así que esa es la Medicina que quiero hacer, mi Medicina, la Medicina en la cabecera.

En fin, que aquí estoy, estamos, espero. Supongo que alguna vez hablaremos de Medicina con mayúsculas, como hace el gran Vicente Baos. Otras veces de la peculiar revolución que busco para la Atención Primaria, de gestiones y re-gestiones, como los maestros Miguel Ángel Máñez o Sergio Minué. Alguna vez de medicina con minúsculas, con minúsculas muy pequeñitas, de las que nos hacen rabiar a los présbicos, la del pueblito, el último reducto de la Medicina romántica, aunque se enfade mi admiradísimo Enrique Gavilán. Como dije en Twitter, aún hay suficientes románticos estudiando Medicina como para que no peligre nuestro reemplazo. Y, por supuesto, habrá entradas sentimentales, raciales o escupidas desde las entrañas, como las de mis amigas Beatriz y Marian.

Por ultimo, además de médico de cabecera siempre me he sentido escritor.  Tengo ideas, y necesidad de plasmarlas, ansia irrefrenable de que alguien las lea y se emocione con ellas, aunque sólo sea un momento. Así que alguna vez tocará soportar una fantasía literaria, tal vez un pequeño relato, una historia o una parte de ella. Quedará lejos de la belleza y el escalofrío mañanero que provoca mi amigo Rober Sánchez, pero la sanación no da para tantos genios.

Y desde esta primera entrada me declaro ferviente admirador de los nombrados, y tan sólo una pequeña bacteria en el lomo de una pulga en el ala del saltamontes al que se refería el viejo maestro del Kung-Fú.

Divagaciones o declaración de intenciones. Gracias a todos por vuestra atención. Os veo muy pronto.