lunes, 29 de enero de 2018

Ni me ha mirado

La sala de espera es ruidosa, como corresponde a una sala de espera en la que todos se conocen, una sala de espera repleta de consanguinidad, una sala de espera donde poner a prueba los parentescos más rocambolescos, una sala de espera de ¡Sálvame de Luxe! con todo tipo de cotilleos y miradas al bies. Una sala de espera de una consulta de pueblo, en definitiva.

Hay cierta tensión antes de que el médico abra la puerta. Llegó hace unos minutos de su café matutino en el bar de siempre, mientras los parroquianos más madrugadores tomaban posiciones en las sillas, mirándose unos a otros intentando adivinar quién pasará el primero, o, directamente, sin tapujos, preguntándose la hora de la cita, aún a sabiendas de que algunos mentirán más que al decir su edad, por si acaso los astros se conjuran y pueden adelantar una o dos posiciones en ese pit lane tan original de calamidades sanitarias.

El médico se asoma y da los buenos días combinados con el clásico comentario de hombre del tiempo jaleado por su público, eso cuando no ha ganado su equipo o palmado vergonzosamente el rival, que en el pueblo todo el mundo sabe de qué pie cojea y se le notan en la cara los goles de sus delanteros como si hubieran sido jazmines en el ojal, que diría Maria Dolores.

La primera parroquiana se pone en pie al oír su nombre como si la hubiera tocado el jamón en la rifa de la Virgen, y entra en la consulta regalándose una mirada por encima del hombro, que no siempre tiene una la fortuna de abrir el melón de la consulta. El médico la acompaña hasta su silla y no se sienta hasta que ella no se ha acomodado. Cruza las piernas repantigando en el sillón sin teclear ni mirar la pantalla. Ella se siente encantada de que le preste toda su atención.

- ¿En qué puede ayudarte?
- Tengo fatal la garganta doctor, un escozor tremendo y una sensación de tener algo que sobre todo por la noche no me deja pegar ojo.

No, no ha tenido fiebre y lleva más de tres semanas así, casi desde que llovió la última vez, que el invierno está resultando de lo más seco. Nota que el médico está leyendo algo en la pantalla. Apenas había notado que hubiese trasteado en el ordenador, y eso que está sentada junto a él y ve perfectamente la pantalla. Sí, ya se pasó el susto del bulto aquel que le salió en el cuello, aquel que la pincharon hace unos meses y que la tuvo sin dormir más de un mes. Bueno, a ella, a su marido, a su hijo y a su hija. Un mes de nervios de toda la familia, en la que hizo más novenas que durante los embarazos de todos sus nietos. Sí, su marido sigue algo depre,  el mal tiempo no le deja ir a la huerta y es con lo poco que se entretiene. No, no le apetece ir a hacerse el TAC que la mandó el otorrino cuando aún no sabían de donde había salido aquel bulto. No tiene ganas de andar molestando a sus hijos y ella se encuentra fenomenal. Sí, ya sabe que tiene que tener algo en la boca que la haga producir saliva para que no se le queda la boca seca, y lavarse la nariz por la noche con suero para arrastrar los mocos. Claro que se toma la leche con miel y si usted me lo dice, me tomaré un paracetamol por la noche. Gracias doctor. Pues si a usted le parece pues que no me voy a hacer el Tac ese. Vale. Le daré recuerdos de su parte a mi marido y a mis hijos. Los suyos ya hechos unos mozos, ¿verdad?


Sale de la consulta parándose a repartir saludos y despedidas, con aires de ganadora de concurso de belleza, mientras a sus espaldas, el médico nombra al segundo de la lista, que estaba de pie esperando ansioso, porque si se sienta las rodillas le rechinan al levantarse y se quejan de los kilos que soportan. El médico le palmea la espalda amisto mientras se acomoda en la silla a su lado. Lleva dos días terribles, con fiebre y doliéndole hasta los pelos de la cabeza. Está como si le hubiera pasado un camión por encima. No, no se fatiga y le cuesta trabajo arrancar, que más quisiera que mover algo para que no le escociera tanto el pecho al toser. Sí, está hecho una calamidad, aunque ya empezó ayer a tomarse el Ibuprofeno ese que guarda en casa para estas emergencias.


No, no sabe cuándo le operarán de la rodilla. Ya va para año y medio que esté en la lista de espera y la garrota se ha hecho inseparable. No, su mujer no está muy bien. Tiene la cabeza cada vez más perdida, y él se encuentra cada vez más torpe, y apenas puede con ella. Ha tosido un par de veces estos días pero no ha tenido fiebre. Gracias doctor, allí estaré esperándole, cuando termine usted la consulta, no se preocupe cuando pueda. Ya sabe que a ella le hace mucha ilusión verle. Tranquilo, que yo me tomo un par de días el ibuprofeno ese con unos buenos caldos y se me pasa esta gripe. Hala, luego le veo doctor, hasta luego.

Se marcha renqueando con su garrota. Contesta con una frase hecha de las que no dicen nada pero lo cuentan todo a la pregunta por su mujer de una quinta de ella. Le viene a la cabeza la imagen de ambas en las fiestas del pueblo hace cuarenta años, tan jóvenes e inmortales.

Todas las cabezas se vuelven al médico, que esta vez ha demorado un tanto su aparición en el quicio, entretenido apuntando la visita domiciliaria pendiente y contestando una consulta breve por un teléfono que parece la centralita de El Corte Inglés. A nadie le importa que el doctor interrumpa de vez en cuando las consultas por el dichoso ring-ring, saben que cualquiera de ellos podría estar al otro lado del cable un día u otro.

La siguiente agraciada se levanta mirando el reloj con cierto fastidio. Ella intenta coger siempre la primera cita por internet, aunque tenga que esperar unos días más. Conociendo a este médico, esa es la única de la mañana que no tendrá retraso. Él la recibe con la sonrisa habitual y ella se acomoda donde la gusta, en la silla que queda más lejos, esas modernidades de la mesa contra la pared y todos en corro nunca terminaron de gustarle. A ella le encanta cuando va a las consultas del hospital, esos médicos serios, con sus batas y corbatas detrás de la mesa, como toda la vida, como tiene que ser. Claro que admite que la trata bien, pero hay algo en su interior que la empuja a la desconfianza, a pesar de que hasta ahora no ha tenido motivos, no sabe muy bien qué es, más de una vez ha tenido que reclamarle alguna pastilla para lo que la pasaba, alguna prueba, o mandarla a quien fuera capaz de poner nombre y apellidos a sus síntomas.

En fin, que vuelve a tener retortijones de tripa y ha estado durante toda la semana yendo tres o cuatro veces al wáter. No, nada raro en la caca, menudas guarrerías que pregunta el amigo, y tampoco ha perdido peso, ¡ojálá!, ya le gustaría después de una navidades. Sí, mi hija está mucho más tranquila y ya no necesita tanto que vaya a ayudarla con las niñas, a todo se acostumbra una, hasta a las separaciones más traumáticas, pero este dolorcito que se me pone a mi en la espalda debajo de la paletilla derecha no tendrá que ver con estos dolores de tripa. Sí, por fin podré ir a la excursión que organizan las mujeres a Galicia. Pensaba que le iba a hacer falta a mi hija, pero ha vuelto a su rutina normal, ya no está de baja, que menuda racha casi sin salir de su habitación, sin ganas de cocinar ni de mirar a sus hijas a la cara, que porque estaba allí yo para echarla una mano, que si no, porque el padre ni aparecer.

Y creo que tengo unas decimitas todas las tardes, nada, treinta y seis ocho, pero es que yo siempre he sido de temperatura baja. Sí, nos vamos la semana que viene, no quisiera yo ponerme mala. No, no conozco Galicia, seguro que me va a encantar, porque yo soy muy de marisco, siempre me ha gustado. Nada, nada, tendré un poco de cuidado con lo que como está semana no me vaya a poner peor y al final se chafe la excursión.

El teléfono vuelve a sonar, y la mujer se despide con un gesto de la cabeza. No tiene nada más que decir y la consulta telefónica parece que empieza a alargarse. El doctor le hace un saludo con la mano antes de salir. Ella deja la puerta entreabierta. Sentada cerca dela puerta se encuentra a una vecina.

- ¿Qué, qué te ha dicho?
- Nada, como siempre, ni me ha mirado 









lunes, 22 de enero de 2018

Quienes somos

A veces pasamos tanto tiempo entretenidos pensando en quienes queremos ser, que nos olvidamos de quienes somos.

Somos los que se toman un café en el bar del pueblo antes de empezar la consulta, con la leche bien caliente en un vaso agarrado con las dos manos para recuperar el tacto en los dedos aún a sabiendas de que nos saldrán sabañones, mientras la televisión repite una y otra vez las imágenes de los salvapatrias alternándolas con los expertos en explicarnos sus verdades para que las hagamos nuestras, soportando sin escuchar los improperios que les dedica Sebastián mientras apura su coñá de la mañana.

Somos los que se quedan mirando la pantalla del ordenador murmurando plegarias para que se decida a arrancar y no tengamos que frenar la avalancha en la puerta mientras nos desgastamos al teléfono con esos informáticos mágicos, dotados del poder de mover nuestra flechita a su antojo por la pantalla y retrasarnos media hora,  mientras escuchamos en el auricular el hilo musical, cagándonos en todos los muertos de la tecnología, de Bill Gates y de su señora prima.

Somos los que hacemos un chascarrillo al ver en la sala de espera a Emilia, que como cada lunes cuando se acaba el paréntesis de su soledad y sus hijas regresan a sus vidas, vuelve a repasar su cuadro de diagnósticos, y decide que no puede pasar ni un día más siendo el blanco de tantas penas y que al menos la tendremos que dar alguna medicina nueva para alguno de esos males.


Somos los que cuelgan el teléfono soltando maldiciones gitanas a toda prisa, abrimos la puerta de la consulta de la enfermera, raptándola sin reparar en remilgos y salimos casi con lo puesto porque en la calle hay un hombre caído nadie sabe cómo ni por qué, y vaya usted saber lo que nos encontramos, y nos disculpamos a marchas forzadas con el gentío que empieza a alborotarse en la sala de espera y a renegar de su suerte, pero que ha decidido seguir allí fielmente cuando volvemos con las orejas gachas, el corazón encogido viendo al hombre acojonado en la camilla de la UVI móvil, a la que habíamos esperado con el ansia de un adolescente enamorado de la más guapa de la clase, y a quienes hizo el mismo caso cuando llegó entre sirenas, enormes maletines y uniformes amarillos.


Somos los que se están meando como si se hubieran puesto cuatro Seguriles por vena pero aguantan con disciplina tibetana por no empeorar esa hora y cuarto que nos señala con vergüenza desde la hoja de citas cada vez que vamos a pasar al siguiente paciente.


Somos los que ponen cara de indignación cuando nos cuentan que les han dado cita con el nosequeólogo para cuando su bebé recién nacido haga la Primera Comunión, y los que nos acordamos de la madre de la Pastora Imperio cuando nos dicen que algún alma caritativa les ha explicado que la culpa es de su médico por no hacerle el volante preferente.


Somos los que nos levantamos pacientemente a mirar la garganta del yerno de Fermina, que no tenía cita, pero que se ha ofrecido en traerla voluntariamente y sin ninguna intención oculta, y que lleva cuatro días medio afónico, como dice su suegra, de fumar tanto, pero es que es muy dejado, que todo es trabajar y trabajar que ya sabe usted lo que les pasa a los autónomos, y que qué raro es que esté perdiendo tanto peso, pero que seguro que usted lo apaña con un jarabito y ya si no le importa mira las recetas de mi marido que le han dicho en la farmacia que le han dado ya la última caja y se las tiene usted que renovar y no se olvide de mirar a ver si ha venido la citología que se hizo mi hija la pequeña.


Somos los que miran el reloj y piensan que esa mañana los críos tendrán que volver a quedarse casi solos en el patio del colegio porque la cosa promete y aun hay que pasarse por la residencia a ver al pobre Ramiro que tiene cuarenta de fiebre y boquea como un lucio en un pantano seco.


Somos los que sonríen cuando nos cuentan que el especialista le ha mandado unas pastillas nuevas para no se qué, pero que no se las piensa tomar hasta que nosotros se lo digamos, que somos quienes le conocemos. Y somos quienes tuercen el morro cuando nos piden que les mandemos al hospital a no se cual especialista porque su vecina estuvo y le hicieron una prueba muy rara y le mandaron una cosa buenísima que seguro que a ella también le funciona.


Somos los que se tiran al suelo en la cuneta de una carretera en invierno para vendar la herida de un chaval que llevaba prisa por llegar a la plaza y se escurrieron las ruedas de la moto en la humedad nocturna, y somos los que se restriegan las legañas intentando entender quién esta cocinando a las cuatro de la madrugada para quemarse una mano con aceite.


Somos los que soportamos estoicamente la rendida admiración que producen las anécdotas de quirófano con que entretiene los gin tónics el deslumbrante cirujano, y los que se muerden la lengua hasta sangrar cuando el listo de turno interrumpe diciendo que él sólo podría ser médico de cabecera que al fin y al cabo solo tiene que rellenar recetas y las cosas gordas mandarlas envolantadas a los que manejan el cotarro.

Sí, todos esos y muchos más somos nosotros.

A veces es tan importante lo que queremos ser, que no le damos ninguna importancia a lo que somos.








lunes, 15 de enero de 2018

Carta al director

Se sienta en la mesa de su despacho, frente a la pantalla del ordenador. Coloca con cuidado el teclado mientras el cacharro suelta sus beep-beep de rigor, y hace ejercicios con los dedos, doblándolos y estirándolos como si se prepara para escribir de una sentada La Iliada.

Intenta tranquilizase: sabe que no le debe poder la indignación, porque si soltara por sus manos todo lo que tiene retenido en su boca, lo que lleva retahilando a su mujer cuando le ha querido escuchar mientras preparaba la cena y no podía escabullirse porque se quemaban las croquetas, si escribiera todo ese veneno que le corroe, seguro que ningún periódico le publicaría la carta. Además, qué narices, que él tiene muy buena prosa, que todo el mundo se lo ha dicho siempre, y hay que mantener la cabeza sobre los hombros para que nos se perjudique el estilo.

Ha sido una semana de perros. La mojada por sorpresa del domingo al volver del fútbol ya sabía él que no le traería nada bueno. Los años que no pasan en balde, aunque uno esté como un roble y se meta unos paseos por los montes entre pecho y espalda a un ritmo que pocos chavales de veinte años podrían mantener. Pero el lunes amaneció con la nariz congestionada y roja como un pimiento morrón, y una tos que retumbaba en las cavernas del pecho como la de un minero jubilado.

Su mujer le dio los restos de un jarabe con pulmones dibujados en la caja, que eso siempre da mucha confianza, y unas pastillitas de esas mágicas de paracetamol que lo mismo valen para un roto que para un costipado, nunca mejor dicho, y le mandó para el trabajo con las entrañas abrasadas por un vaso de leche a temperatura de ebullición y medio bote de La Granja San Francisco que a saber cómo le dejaría a él su azúcar, con el cuidado que tenía para no volverse diabético como su madre.

Pero al volver a casa la tos se empeñaba en martirizarle y los pulmones del cartón nunca habían parecido tan falsos e inútiles, así que decidió encaminarse a la farmacia del barrio, de paso para el súper, porque su mujer no perdía la oportunidad de encargarle algún remiendo olvidado a ultima hora.   En la farmacia le tosió tres veces a la joven que atendía tras el mostrador, para demostrarle que aquello se estaba empezando a ir de madre, y respondió sí a todas sus preguntas aunque para algunas un tanto escatológicas, relacionadas con las calidades de la moquera, no había hecho observación suficientes y para otras, que hubieran requerido aparataje de medición axilar, tampoco había tenido tiempo.

Salió de allí con tres cajas diferentes que abarcaban un amplio espectro de formulaciones, porque había sobres efervescentes, cápsulas y un jarabe en cajas de vivos colores y con profusión de la palabra stop en sus envolturas, lo que ya de por sí es un plus de garantía. También se llevó el consuelo de tontos de saber que estaba así medio barrio, por no decir media ciudad, y de que las consultas y las urgencias se abarrotaban como las playas de Benidorm en verano.

La mezcla de potingues le dejó en la cama medio zombi, como si viniese de una despedida de soltero salvaje, debajo de cuatro mantas que se ponía y se quitaba al compás de los sudores y la tiriteras, con su mujer roncando como una bendita desde el otro lado del pasillo. Cuando pasó la noche de perros, la tos y el dolor de cabeza no habían decidido detenerse a pesar de tantos stop. Así que decidió perseverar en el dopaje, aunque llamó a su jefe para decirle que si salía de ésta, le invitaría al día siguiente a la salida del curro a unas cañas para celebrarlo, pero que hoy no contara con él.

Fue un día de hospital de campaña de la guerra de Secesión. Todo eran ayes, toses de perros, kleenex poblando la mesilla de noche, tazas de caldo de gallina con un chorrito de coñac abrasa-esófagos, y vasos de agua para diluir sobres, tragar píldoras y aliviar los sabores de los jarabes.

A última hora intentó pedir cita para su médico de cabecera con la aplicación del móvil. Para tecnológico él. No encontró hueco hasta el jueves. La auxiliar de la farmacia no mentía, al parecer. Se preparó para intentar sobrevivir en su particular vía crucis, aunque se reservaba en su interior la posibilidad de asaltar los servicios de urgencias si empezaba a ver una luz al final del túnel (y no en e sentido optimista, precisamente)

La visita al médico fue decepcionante. Ahí sí que llevaba datos para ser exhaustivo: temperaturas axilares horarias, calidad, color y consistencia de la mucosidad, y su evolución a lo largo del día, características de la tos y su relación con la expectoración y con su posición en la cama, zonas craneales más afectadas por el dolor de cabeza, sus inicios y sus posteriores migraciones... Pero le pareció que pasaba por encima de toda esa precisión con cierta indiferencia, la exploración no fue muy allá, abra la boca, diga aaaaa, respire profundamente con la boca abierta, cinco, seis toques con el fonendoscopio y fuera, de vuelta a la calle con una receta de paracetamol, y encima de seiscientos cincuenta, que ya ni los coches los hacían de tan poca cilindrada, y a su pregunta razonable, pausada, preocupada, sobre la necesidad de un antibiótico, una medio sonrisa despreciativa y sin abandonar el tecleteo, un no hace falta, esto es un virus, que era mejor que lo grabara en el dintel de la puerta de la consulta como en las fotos de los campos de concentración nazi, porque era la frase más repetida por todos los que habían salido de allí en la hora que había pasado esperando pacientemente a que le llegara su turno.

Así que ahora todos esos medicuchos de cabecera iban a probar la agudeza de su pluma, se iban a enterar de lo que vale un peine. La gente descubriría el por qué de la saturación de los servicios sanitarios, los pasillos repletos de las urgencias de los hospitales que saca el Fariñas en La Sexta, esos dinerales perdidos por culpa de la gente que no puede ir a trabajar y que están descabalándole las cuentas al Montoro, todo quedará de manifiesto cuando le de forma con su verbo agudo e inmisericorde. No, señores médicos de cabecera, perrillos obedientes de esos amos oscuros que os impiden recetar medicinas más caras y seguro que mejores, que lo barato sale siempre caro. No, creídos que os pensáis que tenéis la sartén por el mango porque en la farmacia ya no nos pueden dar el Clamoxyl sin vuestras recetas, y nos obligáis a ir al hospital a que nos los manden, u otros mucho más modernos de esos que solo hay que tomar una vez al día, que esos sí que acaban con todos los gérmenes, como el Fairy con la grasa. No, nunca más, señores de los paracetamoles de seiscientos cincuenta.

Ahora sí que vais a conocer mi furia.
























lunes, 8 de enero de 2018

La guardia de la gripe

La gripe les estaba pegando una soberana paliza. Un año más casi podía uno oír descojonarse al virus B del linaje Yamagata en las narices del cuerpo de guardia, que soportaba el chaparrón como podía, básicamente sin levantarse de las sillas y poniendo a prueba la elasticidad de sus vejigas urinarias.

Los había de todos los colores: los asombrados de encontrarse tan rematadamente mal, los que llevaban cuatro días sudando más que un corredor de maratón y se sostenían a base de leche con miel,  los empeñados en luchar contra el termómetro digital, obstinados en ver el treinta y seis y medio a cualquier precio, los que seguían convencidos que el único remedio era el Clamoxyl pero se lo negaban en las farmacias, los que no se tomaban un Gelocatil si no se lo ha recetado algún afamado internista y los que han utilizado todo el arsenal almacenado en sus botiquines y los de la vecina del sexto.

El residente recién aterrizado, se lanzaba a la exploración mientras el viejo médico conducía el interrogatorio como un sabueso olfateando complicaciones, aun a sabiendas de que el bucle de la normalidad se empeñaba en repetir como un gazpacho verbemero. 

La guardia estaba resultando un auténtico coñazo.

El día había sido frío, lluvioso, rematado con ráfagas de viento de esas que convierten en inútiles los paraguas. Y la noche había seguido el mismo camino, era de las que pedían cama, mantas y un buen sueño. El cuerpo de guardia aguantó estoicamente a que se desvanecieran los rescoldos de las últimas fiebres trasnochadoras y los postreros "no quiero meterme en la noche", antes de responder a la llamada del canto de las sirenas que se dejaba oír claramente desde las camas de sus habitaciones. Se despidieron unos de otros con ese falso optimismo que resulta una tradición imprescindible en cualquiera que haya echado noches a sus espaldas haciendo cualquier tipo de guardia.

La urticaria del adolescente solo sacó de su sueño al médico. Una hora y media que le había sabido a gloria y del que despertó absolutamente desorientado. Despachó los intentos maternos de investigar las causas probables en semejante momento con dos bostezos y un par de frases hechas que hicieron notar a la preocupada señora que aquel no era momento ni lugar para convertirse en un Sherlock de los alérgenos.

Recuperar el ritmo fue bastante más difícil. Nunca había sido un tipo de esos que parecen inhalar propofol cuando apoyan la cara en la almohada. Pero la fisiología termina por vencer a cualquiera.

El segundo timbrazo había parado el cronómetro otra vez a los noventa minutos. Sería porque el médico era muy futbolero, o porque la vida es una gamberra irredenta. Esta vez sacó de sus rolletes con Morfeo también a la enfermera. La buena mujer se disculpó hasta tres veces por levantarles a esas horas antes de llegar a la consulta. Cuando sacó su tarjeta de la Comunidad Autónoma vecina y les explicó que había estado dos días antes allí mismo  por el mismo dolor de garganta, pero que no podía soportarlo mas, al médico las tres disculpas se le hicieron pocas. Vale, sí, no hay empatía y buen rollo que soporte la depravación de sueño, que se lo digan a la KGB.


La vuelta a las habitaciones estuvo trufada de pensamientos políticamente incorrectísimos, alguno de ellos pensado con tanta fuerza que es posible que pudiese ser detectado por el oído humano.

Cuando sonó el teléfono, no había pasado ni medio tiempo del último partido contra el sueño más duro. 

- Por favor, que si puede venir a ver a mi marido que está pasando una noche fatal. Y dice que se traiga usted algo para que pueda respirar.

Siguiendo la lógica que llevaba la hijaputa de la guardia, salir en aquella noche de perros era de obligado cumplimiento, y el médico ya hacía mucho tiempo que se resignaba a cumplir las obligaciones del destino puñetero. Llamó a las puertas de enfermera y residente y mientras esperaba a que se desperezaran, repasó el historial del buen señor que reclamaba algo para respirar.

En el coche fue relatando la historia del caballero, sus últimos ingresos por cuadros de anemia secundarios a una enfermedad que se empeñaba en fastidiar a su médula ósea y le habían obligado en un par de ocasiones a entregarse a la draculización de las bolsas de banco para tirar para delante.

Entraron los tres en la casa envueltos en sus chaquetones de bandas fluorescentes, siguiendo a una mujer que les abría paso y les llevó a una habitación con muebles de matrimonio de los años cincuenta. A la luz mortecina de las lamparillas de las mesillas de noche, vieron a un hombre tumbado muy quieto boca arriba, con algo en la boca que no alcanzaban a distinguir. 

-¿Cómo se encuentra, caballero? - le preguntó el médico mientras tomaban posiciones alrededor de la cama como si quisieran bloquearle las salidas.

- Estoy muerto-. La sentencia pilló de sorpresa a todos los presentes. Para hablar, el hombre se había quitado de la boca lo que mordía. Entonces se dieron cuenta de que se trataba de un tubo de Guedel que sujetaba entre los dientes al revés, como si se tratara de un tubo de buceo. El médico tenía demasiado sueño encima como para darse cuenta de lo que ocurría.

- Pero, ¿qué es lo que le pasa?¿Por qué se pone ese tubo en la boca?

- Para poder respirar. Gracias a ésto he podido respirar toda la noche. Ya me pasó hace tiempo y tuve que pasar la noche con un corcho de una botella en la boca para no ahogarme. ¡Es que no habrá algo para que no se ahogue un hombre!-. Al médico sólo le faltaba pellizcarse para cerciorarse de que estaba en fase de vigilia. Se sentía incapaz de procesar todo aquel surrealismo. Necesitaba unas certezas mínimas de que seguía en la realidad, así que echó mano de su fonendo y esperó a que el pulsi revelara un magnífico noventa y tantos que por otro lado era de esperar dado el cabreo con el que el hombrecillo se quejaba de que ningún médico hacía nunca nada por él, y que ya no podía ir a su huerta a cavar sin asfixiarse, y cómo era posible que nadie le diera una solución, y cómo iba a dormir toda su vida con eso en la boca, y...

Los roncus que escuchó en el hemitórax derecho justificaron una faena de aliño que les permitió ponerle nombre y apellido de bronquitis aguda a la demanda nocturna, y salieron de allí asegurándole al caballero que con esos sobrecitos y el inhalador que le habían dejado en la mesilla de noche seguro que se encontraría mucho mejor. 

En el camino de vuelta se disolvieron los restos de sueño que quedaban en ellos, entre comentarios del caso y el recordatorio de ese tubo de Guedel que el pobre hombre mordía como si de verdad le fuera la vida en ello. El médico decidió derrumbarse en la cama convencido de ser incapaz de dormir en los pocos minutos que le quedaban a la noche. Lo peculiares que podemos llegar a ser los seres humanos y lo surrealistas que son a veces las guardias fueron sus últimos pensamientos conscientes en aquella terrible y fría guardia de la festividad de Nuestra Señora la Gripe. 


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