lunes, 15 de enero de 2018

Carta al director

Se sienta en la mesa de su despacho, frente a la pantalla del ordenador. Coloca con cuidado el teclado mientras el cacharro suelta sus beep-beep de rigor, y hace ejercicios con los dedos, doblándolos y estirándolos como si se prepara para escribir de una sentada La Iliada.

Intenta tranquilizase: sabe que no le debe poder la indignación, porque si soltara por sus manos todo lo que tiene retenido en su boca, lo que lleva retahilando a su mujer cuando le ha querido escuchar mientras preparaba la cena y no podía escabullirse porque se quemaban las croquetas, si escribiera todo ese veneno que le corroe, seguro que ningún periódico le publicaría la carta. Además, qué narices, que él tiene muy buena prosa, que todo el mundo se lo ha dicho siempre, y hay que mantener la cabeza sobre los hombros para que nos se perjudique el estilo.

Ha sido una semana de perros. La mojada por sorpresa del domingo al volver del fútbol ya sabía él que no le traería nada bueno. Los años que no pasan en balde, aunque uno esté como un roble y se meta unos paseos por los montes entre pecho y espalda a un ritmo que pocos chavales de veinte años podrían mantener. Pero el lunes amaneció con la nariz congestionada y roja como un pimiento morrón, y una tos que retumbaba en las cavernas del pecho como la de un minero jubilado.

Su mujer le dio los restos de un jarabe con pulmones dibujados en la caja, que eso siempre da mucha confianza, y unas pastillitas de esas mágicas de paracetamol que lo mismo valen para un roto que para un costipado, nunca mejor dicho, y le mandó para el trabajo con las entrañas abrasadas por un vaso de leche a temperatura de ebullición y medio bote de La Granja San Francisco que a saber cómo le dejaría a él su azúcar, con el cuidado que tenía para no volverse diabético como su madre.

Pero al volver a casa la tos se empeñaba en martirizarle y los pulmones del cartón nunca habían parecido tan falsos e inútiles, así que decidió encaminarse a la farmacia del barrio, de paso para el súper, porque su mujer no perdía la oportunidad de encargarle algún remiendo olvidado a ultima hora.   En la farmacia le tosió tres veces a la joven que atendía tras el mostrador, para demostrarle que aquello se estaba empezando a ir de madre, y respondió sí a todas sus preguntas aunque para algunas un tanto escatológicas, relacionadas con las calidades de la moquera, no había hecho observación suficientes y para otras, que hubieran requerido aparataje de medición axilar, tampoco había tenido tiempo.

Salió de allí con tres cajas diferentes que abarcaban un amplio espectro de formulaciones, porque había sobres efervescentes, cápsulas y un jarabe en cajas de vivos colores y con profusión de la palabra stop en sus envolturas, lo que ya de por sí es un plus de garantía. También se llevó el consuelo de tontos de saber que estaba así medio barrio, por no decir media ciudad, y de que las consultas y las urgencias se abarrotaban como las playas de Benidorm en verano.

La mezcla de potingues le dejó en la cama medio zombi, como si viniese de una despedida de soltero salvaje, debajo de cuatro mantas que se ponía y se quitaba al compás de los sudores y la tiriteras, con su mujer roncando como una bendita desde el otro lado del pasillo. Cuando pasó la noche de perros, la tos y el dolor de cabeza no habían decidido detenerse a pesar de tantos stop. Así que decidió perseverar en el dopaje, aunque llamó a su jefe para decirle que si salía de ésta, le invitaría al día siguiente a la salida del curro a unas cañas para celebrarlo, pero que hoy no contara con él.

Fue un día de hospital de campaña de la guerra de Secesión. Todo eran ayes, toses de perros, kleenex poblando la mesilla de noche, tazas de caldo de gallina con un chorrito de coñac abrasa-esófagos, y vasos de agua para diluir sobres, tragar píldoras y aliviar los sabores de los jarabes.

A última hora intentó pedir cita para su médico de cabecera con la aplicación del móvil. Para tecnológico él. No encontró hueco hasta el jueves. La auxiliar de la farmacia no mentía, al parecer. Se preparó para intentar sobrevivir en su particular vía crucis, aunque se reservaba en su interior la posibilidad de asaltar los servicios de urgencias si empezaba a ver una luz al final del túnel (y no en e sentido optimista, precisamente)

La visita al médico fue decepcionante. Ahí sí que llevaba datos para ser exhaustivo: temperaturas axilares horarias, calidad, color y consistencia de la mucosidad, y su evolución a lo largo del día, características de la tos y su relación con la expectoración y con su posición en la cama, zonas craneales más afectadas por el dolor de cabeza, sus inicios y sus posteriores migraciones... Pero le pareció que pasaba por encima de toda esa precisión con cierta indiferencia, la exploración no fue muy allá, abra la boca, diga aaaaa, respire profundamente con la boca abierta, cinco, seis toques con el fonendoscopio y fuera, de vuelta a la calle con una receta de paracetamol, y encima de seiscientos cincuenta, que ya ni los coches los hacían de tan poca cilindrada, y a su pregunta razonable, pausada, preocupada, sobre la necesidad de un antibiótico, una medio sonrisa despreciativa y sin abandonar el tecleteo, un no hace falta, esto es un virus, que era mejor que lo grabara en el dintel de la puerta de la consulta como en las fotos de los campos de concentración nazi, porque era la frase más repetida por todos los que habían salido de allí en la hora que había pasado esperando pacientemente a que le llegara su turno.

Así que ahora todos esos medicuchos de cabecera iban a probar la agudeza de su pluma, se iban a enterar de lo que vale un peine. La gente descubriría el por qué de la saturación de los servicios sanitarios, los pasillos repletos de las urgencias de los hospitales que saca el Fariñas en La Sexta, esos dinerales perdidos por culpa de la gente que no puede ir a trabajar y que están descabalándole las cuentas al Montoro, todo quedará de manifiesto cuando le de forma con su verbo agudo e inmisericorde. No, señores médicos de cabecera, perrillos obedientes de esos amos oscuros que os impiden recetar medicinas más caras y seguro que mejores, que lo barato sale siempre caro. No, creídos que os pensáis que tenéis la sartén por el mango porque en la farmacia ya no nos pueden dar el Clamoxyl sin vuestras recetas, y nos obligáis a ir al hospital a que nos los manden, u otros mucho más modernos de esos que solo hay que tomar una vez al día, que esos sí que acaban con todos los gérmenes, como el Fairy con la grasa. No, nunca más, señores de los paracetamoles de seiscientos cincuenta.

Ahora sí que vais a conocer mi furia.
























3 comentarios:

Lucio Enriquez Nodarse dijo...

Soy medico, no se que decir...

Candela dijo...

Buenísimo el artículo, muy fan :D

Unknown dijo...

Buenísimo. Me ha encantado. Muy bien escrito.De la carta de la paciente no sé si reir o llorar. Veo que los médicos de familia en Asturias y en Andalucía compartimos la misma realidad .