lunes, 27 de febrero de 2017

Contradicciones

Somos esclavos de nuestras contradicciones. Unos esclavos gordos y bien cebados, pero esclavos al fin y al cabo. Vivimos con ellas y las amamantamos con delicadeza porque nos escudamos a sus espaldas a la mínima ocasión. Y en ningún sitio resaltan tan claramente como en las consultas de los médicos de cabecera.

Ella había llevado una vida larga y feliz, una vida de serie nostálgica de televisión española. Se había casado joven, con la juventud con la que terminaban sus estudios las maestras de entonces, con un aspirante a ingeniero industrial enviado a la capital a formarse para gestionar el patrimonio familiar. Y, enamorado de ella hasta los terceros molares, le había permitido ejercer de maestra en el colegio público del pueblo vecino, lo cual era mucho permitir para una época en la que las mujeres se peinaban con tupé arriba España y la foto del generalísimo coronaba las pizarras y los gobiernos civiles. 

Seis hijos educados en el nacionalcatolicismo y la comunión dominical habían formado seis hermosas familias con nietos y nietas que venían a alborotar el caserón del pueblo los fines de semana mientras a la abuela el cardado se le tintaba en gris perla y los antiguos alumnos le brindaban un homenaje por su merecida jubilación bajo la atenta mirada de un joven Juan Carlos de pelo rubio y rizado que había sustituido al anterior inquilino de la pared del aula. Después los años le echaron peso a los hombros y a los discos íntervertebrales y ella se fue encogiendo al compás de un par de divorcios de sus pequeñuelos, cosas de las modernidades, que aprendió a digerir leyendo con fervor los libros del papa polaco y rezando el rosario cada tarde en su cuartito de estar. 

Pero la vida no pasa sola, lleva siempre del brazo a la muerte, que resulta una compañía mucho más molesta. Y un día pasó por su casa y entre ambas se llevaron a su marido, dejándole el caserón silencioso y vacío. Los años pasaban al ralentí salpicados de lecturas, visitas aisladas de nietos, llamadas de hijos atareados, paseos al sol, que es bueno para las huesos, y brasero de invierno para evitar los catarros. Y el ralentí trajo la vejez sin que se diera cuenta, como trajo una compañera desde los Andes que la incorporaba de la cama y la preparaba caldos de gallina, como trajo una máquina de oxígeno que hacía un ruido infernal al que le costaba acostumbrarse por la noche, pero sin el que parecía una trucha recién pescada, como le trajo tres vértebras aplastadas y una úlcera en el sacro que la enfermera le cuidaba con mimo un día sí y otro no, mientras ella apretaba los ojos para que no se le escaparan las lágrimas de dolor y de rabia. 


Y las visitas de su médico de cabecera, a veces por sorpresa, otras al llamado de conciencias culpables de hijos atareados, algunas por miedo, otras por necesidad, aunque fuera solo necesidad de consuelo. El médico le apretaba la mano, volvía a escuchar sus bronquios sibilantes y su corazón descompasado, presionaba suavemente sus piernas dejando una fóvea resultona y dolorosa. Había más palabras que medicinas. Corre las cortinas, deja entrar la luz, levántate al sillón, como lo que te apetezca. 

El último invierno estaba siendo duro. Los pómulos, los hombros, las clavículas, parecían los últimos vestigios de un edificio en ruinas amenazando derrumbe. Las charlas se habían esfumado entre monosílabos murmurados con resoplidos. Y al final de cada una de las visitas las últimas fuerzas se reservaban para una frase de cuatro palabras: No quiero vivir así. 

El número de cuidadoras se duplicó, el número de especialistas privados consultados por los hijos se triplicó, cada uno de ellos con sus brillantes tratamientos, y el número de llamadas al médico de cabecera alcanzó un número exponencial impronunciable. Y una mañana, en la puerta de la casa, la cuidadora se disculpa con su suave acento andino porque pensaba que alguien le habría avisado de
que la señora fue llevada al hospital la pasada tarde y ha quedado allí ingresada en estado muy grave porque al parecer, algo de comida se le fue por mal sitio y le infectó un pulmón. 

El médico cada mañana, antes de empezar la consulta, lee las anotaciones del hospital con la impotencia del actor de telenovela al que han asesinado los guionistas. Repasa las analíticas extraídas, las radiografías, el escáner y la ecografia, deletrea el nombre del antibiótico endovenoso, sin quitarse de la cabeza la frase de cuatro palabras que la oía decir en cada visita. El día que lee gastrostomía suelta un rotundo No me jodas que hace que los parroquianos de la sala de espera se miren extrañados. Aquel día pasa encabronado todo la mañana y le cuesta coger el sueño por la noche. 

El día del alta le activa electrónicamente los batidos porque el médico del hospital le ha rellenado mal la receta y no querían sellárselos en la inspección. Dicen en los comentarios que se ha acostumbrado a la alimentación por la sonda y que fue ella misma la que solicitó el procedimiento tras ser adecuadamente informada. La paciente se encuentra estable por lo que se decide alta domiciliaria y control por su médico de cabecera. 

El médico vuelve a fijarse en las fotos en blanco y negro de la hermosa mujer con su tupé arriba España y los labios de gris oscuro frambuesa del brazo de su galán paseando por el Retiro. En su imaginación de novelista frustrado escucha hasta una canción de Renato Carosone de música de fondo. En la cama quedan los restos de esa mujer en una boca abierta, agrietada y reseca, con una respiración extenuante, un pequeño tubo sobresaliendo de un apósito entre huesos y pellejo, y un brillo triste en unos ojos incapaces de soportar ya sus propias contradicciones. 







lunes, 20 de febrero de 2017

La carta

La ha leído ya cuatrocientas veces. Está encima de la mesa que hay frente a los sillones. manoseada, arrugada. Desde lejos tiene localizadas las palabras terribles, sabe dónde se encuentran, en qué párrafo, a qué altura. Se pregunta cómo puede ser el lenguaje tan frío, él, que tanto lo ha amado durante toda su vida, todos aquellos años enseñando literatura a generaciones y generaciones de cabestros asilvestrados, en la esperanza de que alguna frase de un poema se tatuara en sus cerebros en barbecho. Esperaba tal vez de tanto amor un poco de correspondencia, una guiño romántico por los años pasados juntos. Nada. Frialdad y dolor. ¡Qué putas pueden ser a veces las palabras!

Su mujer ha ido a misa de siete. No tardará en volver. Siempre le hizo gracia la paradoja del ateo irredento enamorado hasta las trancas de la beata de rosario nocturno, pero un tipo con su sentido del humor no puede dejar de apreciar los momentos en que la vida se pone cachonda con uno.  Apúntate una, destino sinvergüenza y socarrón. Pero entre tú y yo. Mi mujer preferirá apuntarle el tanto a San Antonio o cualquier otro santo. 

Cuando regrese tendrá que explicárselo. No es que no quisiera ahorrarla el disgusto, es que es incapaz de ocultarle nada a la capacidad deductiva de su Holmes particular. Cuando no ganas nunca,  el juego deja de tener gracia, así que él dejó de jugar enseguida: las verdades, como motas de polvo o como puños, por delante. En cualquier caso ambos llevan un par de semanas esperando la dichosa cartita, desde que le hicieron la biopsia de la próstata. El procedimiento había sido breve y aséptico, como no podía ser de otra manera, faltaría. Aunque a veces no estaría de más un pelín menos de asepsia en el trato, que eso tampoco va a contaminar ningún bicho multirresistente, piensa. Una tarde un poco nervioso saliendo de una habitación empujado en una silla de ruedas, con el pijama clásico de culo al aire y máxima vergüenza, un pinchazo en el brazo, la mesa de un quirófano. Unos gorros verdes y unas mascarillas asomándose y retirándose y un sueño feliz inducido por el líquido transparente que depositó una jeringuilla en un tubo de plástico. Después un despertar parlanchín y para casa con un cierto dolor en zonas delicadas y pudendas, que se amortiguó con una capsulita roja. 


De todo eso han pasado unos días, días en los que se mira dentro del buzón sin la indiferencia habitual, con nerviosísimos similares a aquellos que se sentían cuando esperabas la carta del amor que había durado lo que duraron las vacaciones en la playa. Aunque ahora deseas secretamente que la carta no llegue nunca, que las muestras se hayan enviado a un laboratorio de Hong-Kong, que se hayan eliminado por error al confundirlas con las de un caso ya resuelto la semana anterior, que el punch nunca hubiera agujereado esa próstata, que la consulta con el urólogo se hubiese suspendido, que nunca hubiera visto aquel programa de la tele, que le hubiese hecho caso a su sobrino el médico de pueblo y hubiese elegido la seguridad social y un buen médico de cabecera, en vez de Muface, que Sergio Ramos no hubiera rematado aquel córner en Lisboa. En fin. Que la vida fuera un Cine-Exin en el que la manivela pudiera girarse hacia atrás. 


Pero la triste realidad es que la carta está allí, en las manos de su mujer que acaba de llegar con el cuerpo de Cristo en su estómago y cara de no tener ni puta idea de qué significa la palabra neoplasia porque esa palabra no aparece en los libros que a ella le gusta leer, esos que escriben los Papas y que se compran en la librería diocesana. Y la amarga realidad es que las lágrimas en su cara se parecen a las de la imagen de la Dolorosa y él no ha podido soportarlas nunca sin que le entraran ganas de romper algo, aunque fuera dentro de sí mismo. 


Y aquella noche los dos hacen agujeros en el techo de la habitación de tanto clavar en el las miradas, y la carta sigue abandonada en la mesita frente a los sillones, con las arrugas estratégicamente situadas para que las palabras cabronas resalten como los anuncios fluorescentes de Picadilly. 

Durante dos días hablan poco, y duermen todavía menos. Ninguno de los dos reúne coraje suficiente como para meter la carta en un cajón, y la muy chula sigue pavoneándose en el mismo sitio donde se quedó. Los chicos han llamado por teléfono para preguntar si había llegado el resultado, pero las miradas de ambos se cruzaron y la verdad se aprovechó de la pobreza sensorial de las ondas electromagnéticas. El tercer día, por la tarde, de repente, asusta a su mujer con un gesto con el que parece querer desprenderse de la parálisis del miedo, y levantándose del sillón, coge la carta en una mano y el teléfono en otro. Marca el número de su sobrino. Ella le ve leerle al aparato uno a uno los párrafos de la carta: de las doce muestras recogidas... apenas toma aliento entre frase y frase... cinco corresponden a...

Cuando termina, ella permanece atenta a la expresión de su cara, como si estuviera presenciando el alzamiento del cáliz y la hostia tras la consagración. Y nota como los surcos de preocupación que se habían apoderado de él van lentamente diluyéndose, como el terror cede terreno en sus ojos, se rinde aunque lo haga de mala gana. Anda, cuéntaselo a tu tía, por favor. 

Entonces le pasa a ella el teléfono y mientras escucha sus interjecciones de asentimiento y los audibles resoplidos de alivio, dobla la carta, rematando los dobleces con la pinza de sus uñas, y la guarda en el cajón de la cómoda, permitiéndose esa pequeña y momentánea victoria, como si hubiese  resuelto la ordenación final del universo. 












lunes, 13 de febrero de 2017

El club de la lucha

Buenas noches damas y caballeros, y bienvenidos al mayor espectáculo del mundo, el espectáculo que entretiene a las masas, el show que les hará estremecerse, morderse las uñas, sufrir, reír y llorar. Bienvenidas una vez más todas aquellas personas amantes del riesgo, todas aquellas gentes dispuestas a drogarse con la adrenalina que rezuman dos monstruos frente a frente, en una batalla final en la que solo puede quedar uno. Bienvenidos todos a... ¡El cluuuuuub deeeeee laaaaa luchaaaaaa!


Esta noche, en una de las esquinas del cuadrilátero tenemos a una mujer fajada en innumerables refriegas, la campeona del cuerpo a cuerpo. Una mujer cuya mirada podría elevar dos grados la temperatura del círculo polar ártico. Madre de tres hijos, ha tenido que lidiar con otorrinos, traumatológos, digestólogos y hasta con psiquiatras infantiles. Una mujer que se ha merendado con patatas tres pediatras diferentes. Es la campeona de las amigdalectomía, los drenajes timpánicos y las radiografías para vigilar la escoliosis. La azitromicina no tiene secretos para ella. Es capaz de recitar de memoria los miligramos por kilo de peso del Ibuprofeno y transformarlos sin pestañear en los centímetros cúbicos correspondientes en su dos concentraciones de veinte y cuarenta. Recibamos todos con una fuerte ovación a la merienda-residentes, el terror de las consultas sin cita, la reina de las Urgenciasssss... ¡La Augmentinesssss!


En la esquina opuesta, un veterano del club de la lucha, un hueso duro de roer, que aunque haya perdido la cintura de la juventud, ha endurecido su mandíbula y se ha convertido en alguien a quien es muy difícil mandar a la lona. Sin duda este enfrentamiento será todo un espectáculo. Abrónquenle si lo desean, grítenle, ódienle si lo prefieren, pero al menos reconózcanle su valentía. Con todos ustedesssss... ¡El doctor evidenciassss!



La Augmentines es, sin duda la favorita del público, su heroína. Es fácil identificarse con esa madre entregada capaz de echarse al mochuelo a los lomos arropado con una manta zamorana y afrontar la sensación térmica de menos cuatro y la lluvia helada rancheada para llegar a las urgencias del centro de salud a las dos de la mañana para que le miren al niño la garganta. Tiene un porte casi majestuoso con el niño en sus brazos asegurándose de que no se le caiga el termómetro, la barbilla desafiante esperando que empiece la lucha. Años de combates y victorias, una figura a quien los espectadores adoran.


En la esquina opuesta, su adversario es el centro del abucheo la concurrencia. A él parece no importarle y, consciente de la dimensión del enfrentamiento que le espera, se mantiene en silencio, cabizbajo, concentrado. Con su camisa amarilla con el velcro en la espalda de médico, y los pantalones azules con tiras fosforescentes, mantiene las manos sobre el teclado sin responder a las miradas retadoras de su adversaria. Poco a poco se impone el silencio expectante. Lleva veinticinco años sentado en esa silla y tiene el culo pelado de haberlas visto de todos los colores, pero sabe que el enfrentamiento será cruel, sin cuartel, y él es una roca.


El inicio del combate sigue el guión esperado. Los preliminares en los que ambos contendientes se miden, sopesan sus fuerzas, exploran las debilidades del contrario.

El Doctor Evidencias ha robado la iniciativa a La Augmentines, que quería demostrar su poderío con un torrente descontrolado de síntomas y sospechas preocupantes, pero la sangría de datos ha sido detenida por Evidencias, que, demostrando que es un perro viejo, se ha hecho con el control del primer asalto colocando en la misma mandíbula de su adversaria una serie contundente de cortas preguntas que apenas han permitido ningún lucimiento a La Augmentines. Podríamos decir que el primer asalto no ha sido especialmente sangriento, pero ha tenido un bonito intercambio de golpes. A los puntos, el Doctor Evidencias ha sido claro vencedor.

El público se levanta de sus asientos aullando para demostrar a La Augmentines su apoyo, mientras ésta coloca a su hijo sobre la camilla, colocándose ella junto a la esquina superior derecha. Es una retirada táctica porque sabe que está en terreno hostil, pero es una zona segura, donde sabe que aun se mantiene en el juego demostrando su influencia, y no termina de permitir el lucimiento completo del adversario. Una posición estratégica soberbia.

El Doctor Evidencias ha intentado sacar tajada de pelear en su terreno, pero sentía la incómoda presencia y sin duda, estuvo mucho menos suelto de lo que le hubiera gustado. Ambos contendientes regresan a sus rincones, pero ella vuelve a tener a la criaturita en brazos y el rugido del público enfervorizado le devuelve la confianza en la victoria. Sentados frente a frente, comienza el asalto final. Se huele la sangre.

La Augmentines quiere golpear primero y abre la veda con un arrogante ¿Y bien, qué le pasa? con aires de examen de reválida, coreado por la multitud. Pero Evidencias no es un pusilánime y aguanta el chorreo con un largo silencio que contribuye a encrespar a su rival. Recurre al truco del tecleteo como si estuviera transcribiendo los rollos del Mar Muerto porque sabe que su contendiente es de sangre caliente y que si consigue alterarla puede cometer errores. La respeta porque conoce su potencial y su fuerza, y no está seguro de la victoria. Quizás quince años atrás, pero los años se notan.

Por fin se decide a lanzar el ataque. Lo hace por la vía de los mocos en la garganta y la inflamación de la faringe. Concede que es importante pero al final saca el golpe de la ausencia de placas y las pocas horas de evolución. La Augmentines es rápida y esperaba ese ataque. Con una finta de cintura pone sobre la mesa su experiencia como madre de la criatura y de dos hermanos mayores que ella. Pretende así contrarrestar definitivamente la carta de la madre excesivamente ansiosa y el público le responde con una ovación cerrada que demuestra lo hartos que están de ese argumento tan despectivo. Evidencias siente debilitarse su posición pero ya hemos dicho que es un fajador, así que intenta gestionar una prórroga de setenta y dos horas para revaluar la situación, pero su contraria se siente ganadora y golpea el hígado del médico con dos casos documentados cercanos a ella que terminaron con desenlaces horrorosos que le cortan el resuello y le hacen tambalearse.

Sabiéndose muy tocado, lanza con desesperación el uppercut de los virus y el crochet de la resistencia de los antibióticos, pero nota que no han hecho ninguna mella en La Augmentines, que con un pie en su cuello, empieza a jalear a unas gradas enfervorecidas que piden la cabeza del Doctor Evidencias. No obstante, es difícil hacerle besar la lona, y, ya sobre la campana, decide jugársela con la pérdida de la flora intestinal. la alteración de la absorción de nutrientes y la posible influencia en el desarrollo de la criaturita. Nota como su oponente encaja el golpe inesperado y en el brevísimo tambaleo de incertidumbre, cierra definitivamente el combate con una prescripción diferida de una simple Amoxicilina.

Señoras y señores, damas y caballeros, ¡qué espectáculo tan fascinante! ¡qué dos contendientes, qué coraje, qué valentía, qué cantidad de recursos! Una vez más, hemos tenido el privilegio de asistir al enfrentamiento de dos fuerzas poderosas, dos titanes que lo han dado todo en el ring. Muchas gracias por su atención y no se pierdan el próximo combate. les mantendremos informados. 













viernes, 3 de febrero de 2017

Tristes recuerdos

Apenas viene por la consulta. No puedo evitar pensar en mi abuelo cuando salgo a la puerta a llamar a los pacientes y le veo sentado en la sala de espera. Debe ser una mezcla de recuerdos primigenios y de memoria visual, la que me dejó las fotografías en blanco y negro, porque mi abuelo murió cuando yo apenas tenía cuatro años. Pero aún así es verle sentado con su piel rosada, su calva repleta  de esas queratosis que delatan años y calamidades, la boina en la mano, y volver a ver al niño regordete con jersey de punto blanco y medias caladas en brazos de un abuelo entregado. 

Cuando le llamo por su nombre, se levanta notando los años en las junturas, y me sonríe con respeto y cariño desde sus ojos glaucomatosos, los mismos que tanta guerra le dieron un par de años antes por culpa de unos párpados deformados y legañosos. 


Nos damos la mano antes de entrar y sentarnos el uno junto al otro. Antes de poder decir yo nada, me pregunta siempre por la familia. Me gusta responderle que los niños me dan mucho trabajo, porque le veo sonreír satisfecho y generalmente me lanza una de esas frases categóricas de quién ha vivido tanto: eso está bien, lo malo es que no se lo dieran. 

Viene a verme para cumplir los encargos que le hace su mujer, renovar todas esas pastillas que la pobre se ve obligada a tomar. El no quiere ni verlas, a pesar de que hace un par de años que entró en la última decena del siglo. Hace tiempo que acordamos él y yo que le molestaría lo menos posible, aunque siempre tan respetuoso, dejó la puerta abierta a plegarse a lo que yo creyera conveniente, sin saber que lo que yo creo conveniente es cumplir sus deseos. 

Las rutinas informáticas nos permiten dedicar unos minutos a charlar. Me cuenta que él era el pequeño de trece hermanos, la diana donde terminaban todos los golpes de la docena que le precedía. Luego pierde la vista en la ventana de la consulta y se transporta mentalmente al establo donde pasaba muchas noches durmiendo entre las mulas que debía cuidar, levantándose cada mañana a las cinco de la madrugada para llevarlas al campo. Así era la vida, me dice. 

No sé por qué le pregunto si llegó a pasar hambre. Entonces noto que se remueve en la silla y empieza a hacer girar la boina en las manos. Y le zarandean de golpe los recuerdos de la dehesa donde acogieron a todos los niños durante la guerra, aquellos tiempos en que las ideas se defendían en las trincheras, las bombas sustituían a los truenos y los asesinos dejaban llenas las cunetas. Comíamos solo patatas cocidas casi todos los días. Yo dormía en un colchón que me hacía un señor con paja, tapado con una manta. 

Ahora, cuando salen esas imágenes de los niños en las tiendas de campaña cubiertas de nieve, haciendo cola en el barro para escapar, o para que les den una hogaza de pan, tengo que decir a mi hija que quite la tele, o salirme a la calle. No puedo verlo. Se calla y yo no quiero violentar ese silencio que provocan los recuerdos más tristes y oscuros. Cuando nota que he dejado de cliquear al fin, parece regresar al presente y poniéndose de pie, me da la mano. Me he alegrado mucho de verle. Le despido en la puerta pidiéndole que tenga cuidado con el suelo resbaladizo de la calle húmeda. Se pone la boina y me hace un último gesto de saludo. 


Me tomo unos segundos antes de llamar al siguiente paciente. Pienso en lo terrible que debieron ser aquellos días oscuros. Y pienso en lo ciega y sorda que parece nuestra sociedad, y si esa ausencia de ojos y oídos se debe a que sencillamente, hemos dejado voluntariamente de ver y escuchar a quienes pueden explicarnos de primera mano esos sentimientos: el miedo, la tristeza, el abandono, la pena. 


Espero no perder nunca la capacidad de escuchar, y tampoco la capacidad de asombrarme con la riqueza que nos regalan las consultas a los médicos de cabecera.