viernes, 3 de febrero de 2017

Tristes recuerdos

Apenas viene por la consulta. No puedo evitar pensar en mi abuelo cuando salgo a la puerta a llamar a los pacientes y le veo sentado en la sala de espera. Debe ser una mezcla de recuerdos primigenios y de memoria visual, la que me dejó las fotografías en blanco y negro, porque mi abuelo murió cuando yo apenas tenía cuatro años. Pero aún así es verle sentado con su piel rosada, su calva repleta  de esas queratosis que delatan años y calamidades, la boina en la mano, y volver a ver al niño regordete con jersey de punto blanco y medias caladas en brazos de un abuelo entregado. 

Cuando le llamo por su nombre, se levanta notando los años en las junturas, y me sonríe con respeto y cariño desde sus ojos glaucomatosos, los mismos que tanta guerra le dieron un par de años antes por culpa de unos párpados deformados y legañosos. 


Nos damos la mano antes de entrar y sentarnos el uno junto al otro. Antes de poder decir yo nada, me pregunta siempre por la familia. Me gusta responderle que los niños me dan mucho trabajo, porque le veo sonreír satisfecho y generalmente me lanza una de esas frases categóricas de quién ha vivido tanto: eso está bien, lo malo es que no se lo dieran. 

Viene a verme para cumplir los encargos que le hace su mujer, renovar todas esas pastillas que la pobre se ve obligada a tomar. El no quiere ni verlas, a pesar de que hace un par de años que entró en la última decena del siglo. Hace tiempo que acordamos él y yo que le molestaría lo menos posible, aunque siempre tan respetuoso, dejó la puerta abierta a plegarse a lo que yo creyera conveniente, sin saber que lo que yo creo conveniente es cumplir sus deseos. 

Las rutinas informáticas nos permiten dedicar unos minutos a charlar. Me cuenta que él era el pequeño de trece hermanos, la diana donde terminaban todos los golpes de la docena que le precedía. Luego pierde la vista en la ventana de la consulta y se transporta mentalmente al establo donde pasaba muchas noches durmiendo entre las mulas que debía cuidar, levantándose cada mañana a las cinco de la madrugada para llevarlas al campo. Así era la vida, me dice. 

No sé por qué le pregunto si llegó a pasar hambre. Entonces noto que se remueve en la silla y empieza a hacer girar la boina en las manos. Y le zarandean de golpe los recuerdos de la dehesa donde acogieron a todos los niños durante la guerra, aquellos tiempos en que las ideas se defendían en las trincheras, las bombas sustituían a los truenos y los asesinos dejaban llenas las cunetas. Comíamos solo patatas cocidas casi todos los días. Yo dormía en un colchón que me hacía un señor con paja, tapado con una manta. 

Ahora, cuando salen esas imágenes de los niños en las tiendas de campaña cubiertas de nieve, haciendo cola en el barro para escapar, o para que les den una hogaza de pan, tengo que decir a mi hija que quite la tele, o salirme a la calle. No puedo verlo. Se calla y yo no quiero violentar ese silencio que provocan los recuerdos más tristes y oscuros. Cuando nota que he dejado de cliquear al fin, parece regresar al presente y poniéndose de pie, me da la mano. Me he alegrado mucho de verle. Le despido en la puerta pidiéndole que tenga cuidado con el suelo resbaladizo de la calle húmeda. Se pone la boina y me hace un último gesto de saludo. 


Me tomo unos segundos antes de llamar al siguiente paciente. Pienso en lo terrible que debieron ser aquellos días oscuros. Y pienso en lo ciega y sorda que parece nuestra sociedad, y si esa ausencia de ojos y oídos se debe a que sencillamente, hemos dejado voluntariamente de ver y escuchar a quienes pueden explicarnos de primera mano esos sentimientos: el miedo, la tristeza, el abandono, la pena. 


Espero no perder nunca la capacidad de escuchar, y tampoco la capacidad de asombrarme con la riqueza que nos regalan las consultas a los médicos de cabecera. 







3 comentarios:

mibiciyyosiemprejuntos dijo...

Muy buen relato, me ha gustado mucho su contenido como el mensaje. Gracias Raúl.

Raul Calvo Rico dijo...

Gracias a ti por dedicarme siempre unos minutos de tu tiempo.

Juan Antonio García Pastor dijo...

👏👏
Existen pacientes que te recuerdan a familiares.
Julián era un paciente institucionalizado. Cuando acudía a visitarlo me recordaba a mi padre. El olor que desprendían sus pañales enchumbados de orín era el mismo que mi padre (estuvo encamado 7 años hasta que falleció). Me lo rememoraba tras más de 30 años. Antes de entrar en su habitación me tomaba una pausa para revivenciar sensaciones y sentimientos.