domingo, 15 de noviembre de 2015

La absurda crueldad, la enorme bondad del ser humano

Aquel día fuimos a pasar nuestra consulta de tarde en estado de shock, como no podía ser de otra manera. Era jueves y todos llevábamos escupiendo lágrimas frente a las televisiones desde que las estaciones habían empezado a reventar y los gritos de pánico nos removían el estómago. Lágrimas era todo lo que habíamos podido comer ese día y con ese amargor era con lo que tuvimos que afrontar la consulta. Y fue una consulta extraña, de silencios largos y una tristeza pesada, como si a la gente le avergonzaran sus pequeñas penas ante las terribles de los pobres mutilados entre las vías del tren.

Ella no vino a trabajar esa tarde, ni la siguiente. Sin pensárselo dos veces había ido a ofrecerse para lo que fuera, vendiendo su experiencia de tres años administrando el consultorio local, manejando las cuitas de los lugareños con una psicología y una mano izquierda impropias de su carita de niña buena y su juventud, pero alimentándose de un enorme, gigantesco corazón. Y en el torbellino de solidaridad desatado, en la humana necesidad de abrazarse unos corazones a otros, la aceptaron e incluyeron, y allí pasó los siguientes dos o tres días, y sobre todo, las eternas dos o tres noches.

El lunes la vida peleaba por volver a la normalidad. Entraba algo más de comida en los estómagos, aunque seguían alimentándose sobre todo de lágrimas. Y se unió al velatorio un invitado inesperado, el miedo a salir a la calle, a ir al supermercado, a pasear por el parque. Y, sobre todo, el miedo a mirarse a la cara y reconocer el terror en los ojos de los demás, el miedo a que el espíritu de convivencia se transformara en soledad, miradas huidizas y culpables de sospechas cobardes pero humanas. 

Las gentes volvían a las consultas, de donde parecía que no se habían ido nunca, y recuperaban sus artrosis y sus tensiones y sus insomnios, y sus ardores y sus fiebres y sus embarazos, en un continuum que brindaba ilusión de vida, sin poder esconder los terrores de muerte. Y también volvió ella, eficiente pero monosilábica, y con sus enormes ojos arrasados y resecos como si en vez de dos lagunas negras se hubieran metamorfoseado en dos desiertos oscuros y siniestros. Solo nos contó brevemente que había estado colaborando en el dispositivo sanitario, sin entrar en detalles, y quizás los abismos que rebelaban sus ojos nos contuvieron las preguntas en la boca. 

Costaba vivir aquella vida que parecía transcurrir a cámara lenta, pero vivir no es un torrente que sea fácil detener a nuestro antojo, y los amaneceres sucedieron a las noches y los latidos a otros latidos y los pánicos adquirieron sordinas y los niños seguían riéndose en el parque porque esa risa es la bondad que necesitamos los seres humanos, aunque a veces seamos tan imbéciles que la ignoremos. 

Una tarde, pidió verme como paciente. Yo me asusté por lo inusual y me ofrecí como lo que era para ella, un amigo y su médico de cabecera. Sentada en la silla la vi frágil y percibí su extrema delgadez, que hacía llamativas las clavículas y unas muñecas huesudas y malnutridas. Consiguió decir dos o tres palabras antes de que se desbordara el diluvio universal de llanto, un llanto inconsolable de los que cortan la respiración, un llanto que amenazaba con ahogarnos a todos, pero que dejamos brotar sin prisas hasta que se fue acompañando por la explicación entrecortada y angustiosa de las pesadillas que la quemaban cada noche, hasta que se sintió con fuerza suficiente como para contarme cómo pasó dos días acompañando a seres destrozados a examinar fragmentos de otros seres, con la esperanza contenida de no reconocer un pañuelo, un reloj, una zapatilla deportiva, un anillo. Cómo se derrumbaban en sus brazos madres que de repente gritaban al ver la pulsera que regalaran a su hija al cumplir dieciséis años en un brazo amputado directamente de sus entrañas, o los calcetines chillones que siempre llevaba el incorregible de su hijo y que ahora permanecían absurdamente envolviendo un pie sin vida y sin asomo de piedad. 

Veía a todas y cada una de aquellas personas en las horas eternas de sus noches, deambular entre los restos de lo que fueron seres repletos de vida, de sueños o de desengaños, y ya no eran más que abominaciones de la crueldad sin sentido del ser humano. Y no podía dejar de llorar cada minuto de la noche hasta que se secaban los ojos lo suficiente para volver al trabajo, pero sintiendo que se le iba secando al mismo tiempo el alma. Y tenía miedo de que incluso se le hubiera quedado en aquella morgue para siempre y pedía ayuda con una desesperación que me abrumaba. 

Aquel fue el último día que vino a trabajar en los siguientes seis meses de calvario intentando recuperar y reconstruir los trozos de un espíritu que al menos ella sí podría restaurar. Y lo consiguió, porque en el ser humano puede anidar una aborrecible crueldad, pero también una irresistible grandeza. 

Hoy me apetecía contar esta historia que llevaba años guardando para mí, porque yo, aún creo. 



martes, 3 de noviembre de 2015

De niños y pediatras

Había sido una guardia tranquila. Las hay de todos los colores, una verdad inamovible como sabemos cualquiera de los que nos dejamos la salud en ellas desde hace años. En las últimas horas huele en mi centro a café recién hecho por la señora de la limpieza, un olor que me sabe a paz y a descanso. Trasteo por allí saludándola y respondiendo a sus preguntas sobre la noche, sobre mis chavales, sobre las futuras reuniones del equipo, algún que otro cotilleo, la preparación de la cena de Navidad. Esas cosillas rutinarias que me dan tanto sosiego.

El timbre a esas horas es estridente e inoportuno. Cuando nadie te espera no puedes ser bienvenido. Asomarte a la puerta y ver a un padre con su niña en brazos desmadejada taquicardiza al más pintado. Yo no soy menos. Veintitrés años de experiencia y me convierto sin  saber cómo en un imberbe recién licenciado. 

La pequeña ha estado convulsionando en su casa después de una noche de fiebre. La madre llora con el susto atenazándole la garganta. El padre se mantiene sereno sin separarse un milímetro de la niña. 

Aunque el corazón va a mil por hora, las canas se notan, y la profesionalidad toma el mando: hacer nuestro trabajo e irradiar la tranquilidad suficiente a aquellas dos personas que están pasando el trago de su vida. Irradiar tranquilidad se me da bien. Yo creo que es un don, un tesoro concedido en la lotería del destino, que me tocó en su día, y que ya me encargo yo de cuidar, aunque no tengo ningún reparo en dilapidarlo cuando es necesario. Hablo, mucho, sonrío, también mucho, toco, como si pudiera transmitirlo con las yemas de los dedos, y trato de cubrir a todos los que me rodean con ese manto de paz y quietud. Claro que sufro mi propia angustia, estaría bueno, pero queda digerida en el latir apresurado de mi ventrículos y ese leve temblor de manos que lleva conmigo desde no sé cuanto tiempo.

La niña recuperaba lentamente la vida. Abría los ojos asustada, somnolienta, desorientada. Su padre le acariciaba la frente húmeda como si fuera de porcelana china, y ella se resistía a apartar su mirada de la de ese gigante de fuerza hercúlea capaz de protegerla de un huracán en sus brazos. Cuando sonrió al fin por primera vez, de vuelta al mundo de la consciencia, la risa floja se nos escapó a todos los que alborotábamos alrededor. La temperatura de la felicidad se elevó de golpe siete grados por lo menos.

Hablé con los padres. La niña se recuperaba sin contratiempos, pero la observación hospitalaria me parecía lo más oportuno. A ellos también. A aquella hora, la del despertar de las consultas del viejo ambulatorio, la de las ambulancias colectivas merodeando por la provincia llenándose hasta los topes en sus tours del Inserso doliente, esperar que alguna quedara libre para un traslado podía convertirse en una tarea de horas, y la recuperación de la niña era lo suficientemente prometedora como para no activar recursos más melodramáticos y escasos. Pregunté a los padres si habían traído su coche. Les enseñé el mío, un mastodonte incapaz de perderse en un espejo retrovisor. Organizamos una pequeña caravana, ellos delante, con la pequeña animada y parlanchina para satisfacción de todos, yo pegado con mis Stesolid y mis Guedel del 1, y diez o doce jaculatorias, que nunca está de más pedir ayuda, no sea que al final te venga.

En la puerta de urgencias detuvimos la caravana. Les acompañé a la puerta y el padre me dio esa mano que su hija seguía viendo de gigante y a mi me pareció la de un hombre asustado, aunque aliviado. La niña, en brazos ahora de su madre, me lanzó una sonrisa breve, porque el jaleo de aquella puerta llena de gentes de verde no parecía molarle un pelo. Yo me metí en el coche y me fui a tomarme un café con mi mujer como cada mañana cuando salgo de guardia.

Me gustan los pediatras. Me caen bien. Les he conocido de todos los pelajes, de ambos sexos y al menos de cinco países y dos continentes distintos, que recuerde, puede que más. En los centros de salud me provocan ternura. Les he visto muchas veces despistados, desubicados, descolocados, intentando encontrar su espacio en ese batiburrillo social, económico, familiar en que se convierte el pueblo, o el barrio. Les he visto sumergirse en las aguas profundas y peligrosas de la Atención Primaria sin más bagaje que unas clases de buceo en la piscina, y les he visto hacerlo con ánimo y un amor a su especialidad envidiable.

Al mismo tiempo que se sumergen en ese mundo para ellos extraño, a los sones del "bajo el mar" de La Sirenita, se van despojando del pesado traje que soportan por los años entre aparatos, antibióticos intravenosos y surfactantes les había ido confiriendo hasta al Patch Adams más pintado, y casi se puede percibir cómo se van sintiendo más cómodos en un traje más modesto, un neopreno de peor calidad, que al final termina empapándote, pero que viene que ni pintado para sobrevivir en el barro.

He convivido con pediatras que abandonaron la UCI del Valle de Hebrón para atender mil y pico niños de un pueblo dormitorio de Madrid. Y lo hicieron desde la racionalidad, la sencillez y la sonrisa, aunque podrían haberlo hecho desde el resentimiento y la medicalización. He conocido pediatras digestivos, endocrinos, neurólogos, que se hartan a explorar caderas y a enseñar a las madres a lavar las narices a sus rorros.

Y he conocido pediatras aterrados, desnudos sin sus escáneres y sus laboratorios, que aburren con sus miedos y sus derivaciones a urgencias a los padres de sus pequeños pacientes. Y les compadezco, porque se que les da miedo nadar, cuánto más sumergirse. Y es que en el hospital, cuando la palabra incertidumbre entra por la puerta, lo hace siempre dándole el brazo al terror, y contra eso siempre nos quedará alguna prueba y alguna etiqueta.

Me caen bien los pediatras. Son muy buena gente. De verdad. A mi me gusta ver a los niños de mis familias. El sistema está montado como está montado, al menos por ahora. Médicos especialistas en trabajar en la cabecera, en manejar la incertidumbre, en contemplar el paciente en su entorno, convivimos con otros especialistas que tiene que adquirir esos conocimientos a golpe de susto, a base de sudor y de tiempo. La Medicina del pueblo, del barrio, engancha. Y ellos son buena gente y casi todos se dejan enganchar, porque te sientes tan plenamente médico que es muy difícil despojarte ya de su hechizo. Convivimos, nos tratamos bien, hablamos e intercambiamos información porque, al fin y al cabo, nosotros también somos buena gente.


Vuelvo a transmutarme en el doctor Ceriani, soy así de antiguo, así de Country Doctor, no lo puedo evitar. Ustedes me disculparán. Dedicado a todos mis amigos y amigas pediatras, y agradecido por la benevolencia de soportarme y tantas veces, de enseñarme.