lunes, 21 de enero de 2019

La cabina

Marisa está preparando un aperitivo en la cocina. A la señora le gusta tomarse su Martini rojo con una rodaja de naranja y unas gotitas de ginebra, solo una gotitas, eso sí, y acompañarlo de unas aceitunas y unos cacahuetes rebozados con un toque de miel. Y le gusta tomarlo siempre a la una en punto. Esta es una casa donde la puntualidad se respeta por encima de todo. Los años en la embajada en Londres del señor como agregado comercial pasaron factura y quedaron grabados en  la rigidez anglosajona de los horarios y la etiqueta casi victoriana que se impone al servicio.

A Marisa le es absolutamente indiferente. Son más de cinco años trabajando en la casa, y en realidad, prefiere el distanciamiento frío y germánico, la comodidad de las rutinas inamovibles, el uniforme ridículamente cincuentero, a la falsa y obsequiosa amabilidad que ha recibido anteriormente en otras casas, de donde tuvo que marcharse porque las buenas palabras se acompañan de condiciones económicas y laborales más propias de las plantaciones algodoneras del sur americano prelinconiano.


Esa mañana la señora tiene compañía en el salón. Una de sus amigas con mucho tiempo libre y pocas ideas para gastarlo, fuera de las tiendas o los gimnasios. Así que derrochan parte de ese tiempo en una tournée por las casas de unas y de otras en busca de un buen aperitivo que lubrique unos paladares resecos de tanto transmitir las últimas noticias sociales. A Marisa siempre le ha resultado curioso que la alta sociedad de para tanto cotilleo. En su edificio seguramente también pasan miles de cosas, lo que no tiene la gente es tanto tiempo para contárselas unos a otros. Es lo que tiene llegar derrengada y poner una lavadora, ir planchando las cuatro cosas más urgentes mientras se va haciendo la cena, y caer rendida en el sillón, tan cansada que no hay noche que no se plantee seriamente quedarse allí recostada hasta que suene el despertador y todo empiece de nuevo.


Cuando entra en el salón con la bandeja, las dos mujeres están en plena conversación sobre la empresa del marido de otra amiga. Marisa coloca la bandeja en una mesita auxiliar. Para las dos mujeres es absolutamente invisible.


- Pues mi marido dice que está siendo todo un exitazo. Ya llevan implantadas no sé cuantas mil en casi todas las Comunidades Autónomas, a precio de oro. Se está forrando.
- A mi me parecen una ordinariez, que quieres que te diga. Aunque me figuro que a la gente normal  les parecerán lo último de lo último.
- ¿Has oído hablar del último modelo? Mi marido dice que han dado un paso de gigante en la inteligencia artificial. Parece ser que son capaces de aprender a medida que van teniendo consultas con la gente, y se van volviendo poco a poco cada vez más empáticas. Dice que ese es el futuro.
- ¿El futuro? A mi que me espere ese futuro. No me imagino yo cambiando a mi endocrino, que es el jefe de servicio del mejor hospital de la capital, por una cabina que parece un fotomatón. O a mi otorrino, que arregló las cuerdas bucales de Plácido, o a mi traumatólogo, que aunque siempre está ocupadísimo con los jugadores del Real Madrid, le falta el tiempo para hacerle un huequito a mis pobres juanetes. Nada, nada, las cabinitas para contentar a la gente, pero a mi que ni me las acerquen.


Marisa coloca la mesita auxiliar entre las dos señoras, que detienen un momento su conversación para  compaginar los primeros sorbos de sus Martinis con unas lacónicas gracias. Luego vuelve a la cocina a retomar otros quehaceres. Aquel día podrá comer en su casa. La señora le informó por la mañana que saldría a comer y que no la necesitaría hasta la tarde. Aquellas horas extras de descanso eran siempre un regalo inesperado y bien recibido.


Una hora después estaba dejando el uniforme y recuperando su singularidad. Mientras bajaba en el ascensor de servicio, abrió su bolso y buscó el monedero. Sonrió al ver que estaba lleno de monedas de euro, tal  y como esperaba; su costumbre de ir almacenando la calderilla siempre daba sus frutos. Al salir a la calle,  tomó la dirección opuesta a la que le llevaba a la boca del metro. Vio la cabina unas manzanas más arriba, en la calle que circulaba paralela al parque. Había una mujer esperando. La saludó y se colocó detrás de ella.


La cabina parecía una nave espacial: era de color granate esmaltada, con una puerta de plexiglas que cuando estaba ocupada se convertía en opaca. El diseño era de lineas suaves y modernas, mucho menos rígida que las mastodónticas cubiculares que había en su barrio. Para todo existen clases, y aquellas cabinas eran lo último de lo último, como anunciaba un panel led sobre la puerta, que alternaba imágenes de paraísos montañosos, de playas con cocoteros y mares cristalinos, con el nombre de la empresa y con las virtudes de sus médicos de inteligencia artificial.

Marisa se colocó detrás de la mujer que esperaba. Sólo una persona delante de ella era un lujo que nunca ocurría en las cabinas de su calle. Era una señora bien vestida que hablaba muy alto por su teléfono móvil mientras tiraba de ella un perro minúsculo al que sujetaba con una cadena no lo suficientemente larga como para llegar al árbol que le apetecía al chucho. Cuando se finalizó la llamada, le pidió a Marisa permiso para acercar a la insolente minimascota a su desahogo sin perder la vez.

- No creo que tarde. Era un señor que tosía como un desesperado y que estaba bastante rojo. Eso se lo despacha esta cabina en un momento. Yo no tardaré mucho tampoco; hoy tengo prisa, me esperan en la peluquería de Mona, pero es que me he levantado con un dolor terrible de cabeza y no se qué tomarme.
- No se preocupe. yo le guardo el sitio.


El fin de las urgencias caninas coincidió con la súbita vuelta a la trasparencia de la puerta de la cabina, y la señora se apresuró a meterse dentro, dejando al perro ladrando como un maníaco, e intentando rebanar la correa que le mantenía atado a un saliente de la cabina especialmente diseñado para ese fin, según el dibujo que aparecía sobre él. La mujer, fiel a su promesa, consumió apenas cinco minutos, y se marchó con el escandaloso perro, sonriendo a Marisa al irse.

-Me ha mandado que me tome el Nolotil, que es lo que siempre me tomo y ya sabe ella que me sienta fenomenal. Da gusto que te conozca tan bien. No me hace falta ni cogerlo, tengo varias cajas en casa. Adiós, buenos días.

El expendedor de fármacos que formaba la parte delantera de la cabina tenía un diseño ultra moderno, muy lejos del aspecto de maquina de bollos resecos que parecían los de las cabinas de su barrio. Marisa entró y cerró la puerta, que inmediatamente se tornó oscura, al tiempo que la cabina adquiría colores suaves que invitaban a sentirse relajada. Introdujo cinco monedas en la ranura y eligió la opción médico. Era la que había utilizado en las últimas ocasiones y le traía recuerdos de cuando era más joven y existían los médicos de cabecera. Ella tenía el mismo que habían tenido sus padres desde que llegaron a vivir a la capital, un señor al que recordaba con una voz cálida, siempre con una sonrisa, recibiéndoles en la puerta, preguntando por su abuela, que pasaba meses con ellos, y que terminaba las consultas dándole un caramelo.

Cinco monedas le aseguraban cinco minutos de consulta. Pero podía ir echando más si la cosa se alargaba. La cabina avisaba con tiempo y permitía que médico y paciente se despidieran incluso si se quedaba sin monedas. Nunca cortaban bruscamente las consultas. La voz del médico artificial no era la de su antiguo médico, pero tenía que reconocer que habían hecho un buen trabajo: era serena, transmitía cercanía, invitaba a sincerarse.

- Hola Marisa, - el software de reconocimiento facial funcionaba a las mil maravillas-. Me alegro de verte por aquí. ¿En qué puedo ayudarte hoy?
- Doctor, tengo un montón de cosas que contarle. Me he traído una lista. Y tengo el monedero lleno de monedas.
- Pues adelante, tu dirás.


En un futuro distópico, en el que los y las médicas de cabecera seremos reemplazados por cabinas con inteligencia artificial, un futuro no tan lejano, al que se llega desde la lenta destrucción de lo que se cree inútil, y desde la oportunidad de negocio, las personas seguirán buscando su sustitutivo a la Medicina de Cabecera.









lunes, 7 de enero de 2019

Triste Navidad

Vuelven de camino a casa. Es tarde, pero el tráfico deja muy claro que estos días no son días normales. Todo parece estar desproporcionadamente lleno, las carreteras, las calles, los centros comerciales, las plazas. La gente desafía al frío con un optimismo de paga extra y baja prima de riesgo. Navidades.

No hablan mucho en el coche. Ella conduce concentrada; a él nunca le gustó conducir de noche, en realidad nunca le gustó conducir. Es un observador nato, de los paisajes, de la gente, le gusta ir leyendo los rótulos de los comercios, las placas con los nombres de las calles. A ella no le importa, aunque se frote de vez en cuando los ojos para despejar el picor que provoca el agotamiento.

Cuando salieron de casa comentaron lo dura que preveían que sería la jornada mientras atacaban con el rascador el hielo del parabrisas. Lo hicieron entre risas, bromeando sobre ahorrar fuerzas para otros menesteres, con ese ambiente festivo que habían conseguido establecer en su pequeño mundo desde que el destino quiso que terminaran trabajando en el mismo centro de salud. Él había llegado antes. Llevaba un par de años saltando de contrato en contrato hasta que al fin le ofrecieron una interinidad allí, una ciudad de la periferia de la gran capital, un monstruo hipertrofiado por la radioactividad del desarrollo industrial, los avatares de las crisis económicas y las burbujas inmobiliarias; una Godzilla urbanística que escondía en sus enormidades miles de historias de esas que servirían de ejemplo para sesudos teóricos de los determinantes sociales de la salud.

Allí conoció en sus carnes cientos de injusticias que morían en el inútil recuadro en blanco de una historia clínica y que buscaban consuelo, o refugio, o pastillas, o escucha, o quizás todo junto, mezclado.

Ella abandonó la basura precaria cuando empezó a crecerle el vientre al ritmo de las pataditas de la pequeña que les prometía un cambio radical, y que cumplió fielmente esa promesa, revolucionando sus vidas como si se tratara de un 15-M permanente, universal y maravilloso. Ambos hicieron sus cuentas para poder ver crecer a la pequeña revolucionaria sin perderse ni uno de sus latidos; solo había que hacer un par de agujeros en el cinturón del consumismo febril y sustituirlos por miríadas de sonrisas y de fotografías colgadas en Instagram.

Cuando la ordinaria de la vida les recordó que es obligatorio pagar ciertos peajes, él volvió a la plaza que había dejado en excedencia, y ella no tardó en ser reclamada por ese monstruo devorador de sustitutos que era el servicio de personal. Era sólo cuestión de tiempo el aterrizaje en el centro de salud de él, y cuando ocurrió les pareció una idea fascinante. Eran unos idealistas de la Medicina de Familia, y siempre habían soñado con trabajar juntos, en poder desarrollar esas miles de ideas locamente utópicas, y maravillosamente pragmáticas que tantas veces habían discutido, charlado, escrito, moldeado, mimado y hasta susurrado.

Pero esa mañana ambos sabían que quedaría poco hueco para las utopías. Se resistían a ponerse el mono de la cadena de montaje de la Medicina sin alma, y lo hacían con sonrisas y frases de ánimo, hasta con besos breves en los labios fríos y resecos. Pero se palpaba bajo las risas, bajo las frases, casi bajo los besos, la resignación, esa resignación que siempre que nos asalta es dolorosa y un poco cobarde.

Comieron brevemente unos sandwiches vegetales en una pequeña cafetería frente al Centro de Salud. Cuando él llegó, ella se había comido ya la mitad del suyo. No podía esperarle, tenía que volver a toda prisa porque había dejado pendiente ir a tres visitas a domicilio. No había tenido tiempo material de hacerlas durante la mañana, los cuarenta y muchos pacientes que habían ido desfilando por la cadena de montaje habían puesto a prueba su profesionalidad y la elasticidad de su vejiga. La primera había sufrido enormemente; la segunda había aguantado hasta el final casi de milagro.

Él tuvo que ir al baño antes de sentarse. Tampoco había podido hacerlo antes. Cuando regresó quiso recuperar las risas, los ánimos y hasta algún beso. Pero las tres cosas habían perdido frescura y se habían quedado casi sin espacio entre el pan, la lechuga, el huevo y el tic tac del reloj de la pared de la cafetería. Se despidieron con esa resignación de amantes de película de la guerra. Desde aquella despedida con sabor a sandwich vegetal no habían vuelto a verse a pesar de estar en el mismo edificio, apenas a unos metros y unos tabiques de distancia.

Mientras ella conduce, el sigue con su costumbre inveterada de mirar por la ventanilla, de leer cada cartel y cada rótulo. Antes de montarse en el coche hicieron un recuento aproximado, como si regresara de una misión y contaran sus bajas. Repitieron la cifra en alto un par de veces para transformarla en real, ciento sesenta y cuatro pacientes, siete domicilios entre ambos. Ya no quedaba ningún hueco para las sonrisas, aquello era el reino de las ojeras y de las expresiones de desesperación. Al final optaron por un silencio espeso y agotado, ella al volante, él mirando a los transeúntes, los escaparates, las personas dentro de los otros coches.

No es esa la Medicina de la que hablaban hasta secárseles la boca, no. Y lo peor es que el saco de la ilusión sí tiene fondo, y no es tan difícil vaciarlo. En casa les estará esperando la pequeña revolucionaria, seguramente ya dormida, agotada en su ímpetu de crecer, de jugar, de conocer y aprender. Probablemente entrarán en su habitación con cuidado y tratarán de recargar baterías en sus rizos, su pequeños ronquidos, la forma en que arruga la naricilla de vez en cuando mientras duerme. Puede que se derrumben en el sofá picando cualquier cosa mientras comentan algún caso complicado,  o el terror que les produjo que una paciente hiciera el amago de ponerse a llorar, y la vergonzosa satisfacción de que finalmente se arrepintiera y decidiera aplazar el momento sagrado quién sabe para cuando, pero no ese día de los ochenta pacientes. Quizás se decidan a contarse el uno al otro aquellos momentos en que se vieron a sí mismos despachando piezas de la cadena de montaje, y sintieron pena y alivio en una mezcla extraña que no puede deparar nada bueno.

Quizás. O quizás simplemente se vayan a la cama rendidos para apurar hasta el último minuto de sueño antes de los ciento sesenta pacientes de mañana.


La imagen es de un tuit de mi amigo Salva Casado del 4 de enero de 2019, muy representativa del tema tratado en esta entrada