lunes, 30 de abril de 2018

Somos lo que somos

Hay ocasiones en las que te enfrentas a la pantalla del ordenador con el inconfesable deseo de la intimidad, momentos en los que el ego del escritor quiere ser arrinconado por el ansia de abrirse las entrañas y derramar las tripas por la hoja en blanco, en los que el guiño del cursor parece convertirse en una invitación a quedarse en pelotas. Entonces agradeces los puentes, las fiestas que mantienen a la gente alejada de redes y demás trampas de captura y les permiten correr libres por las carreteras, los prados y los cortes de mangas al jefe cabronazo, a la rutina pelma y a la compañera de piso insoportable.

Entonces te pones a escribir para ti sólo y te ves leyendo en la pantalla del ordenador, a principio de semana, en un rojo llamativo y poco respetuoso, la palabra éxitus bajo el nombre de la mujer a la que has ido a ver casi cada viernes en los dos últimos años. Aunque esperas la noticia, te golpea con el punch de un campeón del mundo de los pesos pesados, quizás porque aun después de tantos años, sigues teniendo la mandíbula de cristal.

Trasteas en las notas de los médicos del hospital para leer cómo pasó sus últimas horas, y sonríes recordando cómo bromeabas con ella cuando le contestabas a sus profecías agoreras pidiéndole que lo que tuviera que pasar fuera en fin de semana para que no te llevaras el disgusto. Cariñosa y obediente hasta el final.

Dos años acompañándola en esa ruleta trucada de la fortuna que le habían deparado unos bronquios de papel, capaces de cerrarse si piedad hasta protestarle cada molécula de O2 atmosférico, un corazón   de los que no caben en el pecho, pero que iba rindiendo poco a poco su fracción de eyección, y tres o cuatro vértebras de gomaespuma que decidieron ceder a los kilos y los corticoides y regalarle una sarta de dolores de esos que los médicos llaman DCNO y que traducido viene a ser algo así como un puto martirio que al que le toca, se puede dar por jodido.

Dos años de sentarse en una silla frente al sillón donde pasaba las horas, con el perro abandonado que  trajo con su adopción la alegría y el acompañamiento a la casa, y el martirio a los antiguos reyes del hogar, los gatos. El perro que tenía que estar en medio, entre el médico y la paciente, pendiente de la cara del galeno tras la auscultación, como si fuera un residente más, atento a los gestos y las palabras.

Dos años de croquetas y huevos de corral que llenaban los platos de los chiquillos de tortillas anaranjadas devoradas en un abrir y cerrar de ojos, de dos besos de despedida y la tranquilidad que reflejaban sus ojos cuando ese fin de semana el sábado se volvía de confianza porque a sólo cinco kilómetros se batía el cobre el médico que mejor la conocía y la entendía. Dos años de ajustes finos y de trazos gruesos en el cuaderno donde anotábamos el tratamiento, de conocer la vida y milagros de las residentes que rejuvenecían al viejo maestro y que aprendían el lenguaje de sus bronquios y de su sonrisa encantadora como el abc de la medicina de cabecera.

Dos años robados a los hospitales y regalados a todos los que subían la cuesta hacia su casa y admiraban las flores que cuidaba con mimo su marido.

La semana se cierra en una cena de compromiso. Vuelvo a ver a mi capitán, el jovenzuelo aquel que se atrevió a fundar en nuestros corazones el club de los poetas muertos, diez años antes de que Robert Sean Leonard y Ethan Hawke se subieran encima de la mesa para seguir al fin del mundo a Robin Williams, el tipo que entró en nuestras vidas de niños de once años para enseñarnos que debíamos dejar un mundo mejor del que encontramos, y con el amor con el que siempre lo hacía todo, darnos esa patada en el culo para abandonar la niñez y empezar a transformarnos en hombres. Le veo en esa silla de ruedas que le acompaña desde que el libro de la vida arrancó las páginas donde seguía jugando al balonmano, donde seguía instalando tirolinas en los árboles más altos en los campamentos y escalando montañas con sus retoños apenas capaces de seguir sus pasos, y no puedo evitar sentir el río de lágrimas que amenaza con cerrarme el gañote cuando me acerco a saludarle.

Me recuerdo con apenas catorce años mirándole a través de una ventana de cristal, sobre una camilla, con una pesa sujetándole el craneo y un tubo de plástico llevándole directamente a los bronquios el aire imprescindible, la visión de mi héroe, mi capitán, transformado en un guiñapo con la médula seccionada y la vida pendiendo del hilo bromista del destino.


Han pasado más de treinta y cinco años. Sonríe con la sonrisa que hubiéramos seguido aquellos cuarenta chavales al Polo Sur, me mira seguramente recordándose joven y fuerte, tal y como yo me transmuto en el niño que conoció. Leo lo que escribes y tengo una sobrina haciendo Medicina de Familia a la que le digo que te lea también. 

Yo sonrío como si me hubieran entregado allí mismo el Premio Nobel. Y es que somos lo que somos porque somos lo que somos.














lunes, 23 de abril de 2018

Lo dejo todo

Marcos lleva casi dos noches sin dormir. Ha intentado meterse en la cama, pero las sábanas le queman como si fueran de plomo derretido, así que termina apartándolas de una patada y regresa a la cocina. Es la única habitación de la casa en la que su mujer le permite fumar, y la atmósfera ha ido adquiriendo tintes londinenses que no terminan de airearse, por mucho que se empeñe en dejar entrar el frescor nocturno.

Menos mal que ella no tiene que soportar estos insomnios salvajes. Si tiene suerte, estará sentada echando una cabezada rápida en una de las modernas máquinas de tortura que colocaron en el estar de enfermería de su planta del hospital llamándolos sillones con toda la desfachatez. Pues seguro que esas noches serán más confortables allí que si las hubiera compartido con Marcos.

Por la tarde, tras la primera noche de ojeras eternas, llamó a su tutor para comunicarle su decisión de abandonar la residencia. Fue una llamada breve, mucho más de lo que se esperaba, porque el tutor primero le había soltado un exabrupto, con esa llaneza con la que se había acostumbrado a hablar después de casi treinta años de médico en el pueblo. Y luego le había emplazado a comer juntos al día siguiente, según le dijo, para plantarle una par de hostias bien dadas.


Así que allí estaba, sentado en el reino de formica de su cocina, llenado ceniceros de colillas y cenizas, pensando en cómo explicarle a su tutor el follón que tenía en la cabeza.

Había llegado tarde a la residencia; era un lunar en un mundo de jóvenes entusiastas recién paridos de sus facultades, con la tinta todavía fresca de la firma del nuevo rey en el título de Medicina. A él el suyo se lo había firmado el emérito cuando aun eran originales todos los huesos de su cuerpo. Había sabido baquetearse en la dura vida del médico atitulado, en ese limbo suburbial de residencias de ancianos, centros de reconocimiento de conductores y mutuas laborales, un mundo sin piedad donde uno considera estar en buenas condiciones laborales si el látigo del capataz tiene solo tres puntas en vez de siete y los grilletes no te quedan demasiado apretados. Pero la necesidad apremiaba, las suplencias que iba consiguiendo su mujer como auxiliar en el hospital sólo tapaban algunos parches pero no cerraban la boca voraz de sus dos hijos ni del banco dueño de su hipoteca.

Y para que negarlo, tampoco había sido nunca de naturaleza brillante, digamos que había sido un peleón con suerte y constancia, una combinación capaz de llevarle al final de la carrera un par de años  más tarde que sus compañeros de promoción, pero claramente insuficiente para mayores aspiraciones.

Y luego estaba el tema de su autoestima, esa señora que dicen los libros de psicología que debía estar escondida en alguna parte, pero que él no conseguía encontrar, y ya hasta había abandonado el esfuerzo de hacerlo. Si alguna vez creyó ver su reflejo de lejos, quizás al recoger el diploma con su nombre en letra de fraile copista muy cerca de la palabra Medicina, enseguida se dio cuenta de que era sólo un espejismo.

Los años pasaron a la velocidad que acostumbran, dándonos esas bofetadas de realidad que tanto le gustan a la vida, cuando vamos a coger en brazos a nuestro hijo pequeño y nos atiza el lumbago porque pesa lo que el guarro de San Martín, o cuando vamos a dar un beso al mayor y nos mira con cara de avisar a la ambulancia psiquiátrica. Y también es verdad que hay un límite para la insatisfacción. Así que cuando llegó a ese límite, se lió la manta a la cabeza y recuperó la constancia perdida, y asombrosamente, hasta la suerte, pues aquel año los hados tuvieron a bien ser benevolentes con las preguntas y no es que se abriera la mano, es que se le cayeron cuatro de los cinco dedos.


Su mujer y él habían asumido lo que significaba la residencia, pero los niños eran más mayores, ella había abandonado la trashumancia por una placita de interina eterna en planta y la merma inicial de vida familiar e ingresos era perfectamente asumible. Cuando se vio en medio de aquellos jóvenes aunque sobradamente acojonados, con sus risas, sus iPhones pegados a la mano, sus Nikes sin calcetines y sus mom jeans, se dio cuenta de que a lo mejor las cosas no iban a ser tan fáciles como podría haber supuesto.


Los principios no fueron buenos, como dicen que les gusta a los gitanos. El problema es que las continuaciones tampoco fueron muy allá: el bombardeo de información era comparable al blitz de la Luftwaffe, con la diferencia de que su cerebro amenazaba con la rendición total desde el primer día. Pero en casa encontró en su mujer a su Churchill particular y frente a los apuntes, los libros, los artículos, el ordenador, recuperó la constancia al mismo tiempo que las ojeras que había desterrado con los pañales de los niños, y que se le habían amoldado a la cara como si nunca se hubieran marchado de allí.


Cuando pisó por primera vez los pasillos de la Urgencia, supo que aquel era su particular páramo hostil. En ese ambiente los zuecos se convertían en plomo, los sesos se alzheimizaban como si los hubiera frito una silla eléctrica. Cada uno de sus músculos, de sus huesos y articulaciones le gritaban exactamente los años que tenía, sin dejarle quitarse ni un par de meses. Sí, es cierto que todos sufrían el estrés, las prisas, el cansancio acumulado, que todos en algún momento se sentían solos, abandonados o superados. Pero él era un muerto viviente empapado en el pánico más atroz y limitante, un viejo inútil y babeante que no se cagaba encima porque en el último momento recordaba que no llevaba puesto el Incontinence Pack.


Así que después de dos años de terrores nocturnos preguardia, de refundar el estoicismo como un nuevo Zenón cada vez que le gritaba algún adjunto, cada vez que escuchaba el comentario despreciativo o insultante de residentes que se hacían llamar compañeros porque iban al mismo wáter durante las guardias, cada vez que se tatuaba en el rabillo retiniano el suspiro o el resoplido de quien le veía entrar por la puerta del pasillo de urgencias, después de dos años esforzándose por perder esos miedos, por ser capaz de razonar con un mínimo de lógica aristotélica, de dejar de responder a las preguntas como un novio quinceañero ante el padre de la novia, había decidido dejarlo, volver a los suburbios del sistema, incapaz de afrontar ni un minuto más.

Y a la mañana siguiente, estaba seguro que su tutor intentaría convencerle de que diera marcha atrás, estaba seguro de que le contaría casos aún peores que el suyo, casos irrecuperables que terminaban en antidepresivos y otras drogas algo más ilegales. Estaba seguro que le diría que no necesita ser un buen urgenciólogo para ser un buen médico de cabecera, y que él encerraba los ingredientes de un buen médico, o al menos un médico capaz de haber felices a sus pacientes, algo que sólo podría hacer un buen médico. Estaba seguro de todo ello. Pero no estaba dispuesto a quemar ni un minuto más de su vida. La decisión era irrevocable aunque saliera del restaurante con el par de hostias puesto. Así que aplastó la colilla contra el cenicero y, bostezando, se fue al fin a la cama.












lunes, 16 de abril de 2018

Fama

Estaba tumbado de medio lado bajo una palmera, junto a la playa. Escuchaba el chisporroteo de la hoguera a punto de extinguirse, los ronquidos suaves de sus compañeros de naufragio, el removerse inquietos sobre la arena, recordando los colchones de sus casas... y el zumbido perenne de la cámara grabándoles, esas imágenes en grises fantasmagóricos que era incapaz de entender que hubiera una sola persona en el mundo interesada en ver.

Y así, dándole la espalda al zumbido insoportable, magullado y hambriento, con la piel como un pergamino viejo, lloró en silencio, procurando que el llanto no desenmascarara la aparente inmovilidad de su falso sueño.

Era inútil, por más que lo intentaba no conseguía descubrir en qué momento todo se le había ido de las manos y le había llevado hasta allí. El era un médico de pueblo sin más pretensiones que ir cada mañana a su consulta, atender a sus parroquianos entre el café de la mañana y la cerveza al finalizar el día, sus ancianos esperándole en sus casas, apartando las cortinas rayadas para dejarle entrar con el respeto propio de una autoridad que se digna a pisar tan modestas moradas. Una vida tranquila, sin ambiciones, sin brillo, pero confortable, a la que había aprendido a adaptarse aquel hijo de cirujano de las más altas instancias del país, que no había podido seguir la estela de su eminente padre más que renqueando y dejándose en el camino del MIR todas las aspiraciones de sucesión de la corona que se había imaginado su ilustre predecesor.


Pero la realidad era que él se sentía cómodo en su vida provinciana, en sus rutinas amables, en sus charlas de bar de la plaza. Aprendió pronto a sobrellevar el desprecio casi palpable en los comentarios paternos, por el procedimiento disruptivo de poner en el mismo nivel las intrincadas operaciones del cirujano jefe con las visitas a la casa de la anciana que quería morirse en su cama, sin que la pusiera la mano encima ningún otro médico que no fuera el suyo de cabecera, las consultas de la realeza con las del paisano que dejaba el tractor a la puerta del consultorio para llevarle unos melones y de paso consultarle por la de veces que se tenía que levantar cada noche a mear, con el frío que hacía en su casa. Su padre terminaba por callar porque notaba el desafío del enfrentamiento a cada réplica y no le cabía en la cabeza que alguien quisiera discutir con él con tan pobres argumentos.


Así que la vida fue pasando, como lo hace siempre, con ese deje tan suyo de monotonía y placidez. Hasta que un buen día aparecieron por su consulta un par de jóvenes con un look radicalmente distinto al local, y le propusieron una entrevista: la ruralidad estaba de moda, como las barbas aceitosas y las camisas de leñador. Abandonar las grandes urbes y volverse a las ubres para beber leche recién ordeñada era la última moda, y los señoritingos de las revistas fashion del reino urbanita habían descubierto que en esos nuevos parques temáticos del retiro del mundanal ruido aún quedaba un puñado de gente entretenida en hacer algo por la salud de los parroquianos. Y allá que se fueron, como quien va en busca de exteriores para rodaje, y en el casting descubren en el médico del pueblo un "ángel" en el que ven posibilidades como sólo saben verlo los headhunters de la farándula. El principio, como todos los principios, fue una mezcla de temores y un deseo de reivindicar y reivindicarse, todo suficientemente mezclado y macerado como para que no se percibiera el tufillo a podrido que soltaba la vanidad y el orgullo.


Sí recuerda allí, con la cabeza sobre la almohada improvisada de hojas que le separa de la arena, las primeras entrevistas, el hablar franco y la imagen de confianza que transmitían las fotos, cómo calaban en la gente, cómo despertaba en él una capacidad comunicativa que en realidad era sólo elevar a la enésima potencia el rifirrafe del día a día de la consulta. Y poco a poco, como si se hubiera licuado e introducido en unos vasos comunicantes gigantes, había ido pasando de unas radios a otras, de unos periódicos a otros, de unos platós a otros, hasta que su sonrisa se convirtió en la sonrisa del médico de cabecera de medio país.


Y en las reuniones familiares disfrutaba en secreto viendo a su padre fruncir el ceño cuando sus cuñados le preguntaban por los famosos a quienes conocía en los programas de la televisión, y se lo pasaba en grande contando alguna anécdota picarona que había escuchado off the récord de alguno de los insignes pacientes operados por el patriarca del clan.

Pronto tuvo varias ofertas para pasarse al lado oscuro de la comunicación. Tenía que abandonar su consulta, porque los contratos exigen jornadas completas, servidumbres de la fama. Y dudó durante varias noches, aun en su cama de colchón de viscolástica, porque de verdad había aprendido a amar su trabajo. Pero cuarenta días en el desierto con el demonio comiéndote la oreja a tiempo completo era demasiado para cualquiera que no fuera el hijo de Dios, y los oropeles de la fama deslumbran como la madre que los parió.

Y así acabó paseando palmito en varios programas de uno de los imperios del monopolio, primero en secciones dedicadas en cuerpo y alma a la salud, y, poco a poco, que las ventas del alma pueden ser perfectamente a plazos, en otras secciones dedicadas en cuerpo y cuerpo a mantener a la audiencia con la pestaña pegada a la LED a cualquier precio.


Así que, con las lágrimas ensuciándole aún más la cara de lo que la tenía, medio en pelotas en esa playa falsamente desierta, con micrófonos grabando hasta los borborigmos de su hambre perenne, pensaba en lo que se estaría riendo su padre si no hubiera decidido morirse, y no metafóricamente, de vergüenza. Y se prometía a sí mismo que en cuanto amaneciera y las cámaras volvieran a grabar con la luz del Caribe, el cogería el portante y se piraría a pedir perdón a los pacientes de su pueblo por haberlos abandonado por un mísero plato de lentejas. Que se metan el reality por donde les cupiera. Y la fama, y el dinero. Sí, seguro que mañana lo haría.
















lunes, 9 de abril de 2018

Tradición familiar

En aquel verano de los diecisiete años, la cerveza se pasaba de mano en mano en una jarra enorme de cristal en la calle, en la misma puerta del bar donde la vendían sin pedir ningún tipo de carnet de identidad. Los camareros rellenaban las jarras de litro una y otra vez a los mismos chavales ruidosos, inconformistas y eternos que saboreaban la libertad que adivinaban a la vuelta de la esquina, en cuanto salieran publicadas las listas de admitidos de las facultades de la capital, donde terminaban casi todos ellos. Sí, eran otros tiempos. Aunque también eran los mismos tiempos.

El chaval moreno, delgado, de pelo rizado, pegaba su sorbo ritual de la cerveza  con ese automatismo de rebaño, antes de dejarla seguir circulando, mirando de reojo a las chicas que jugaban su propia partida en aquel maremagnum hormonal e inolvidable.

Un par de chicos bajaban la calle que llevaba de la plaza al recodo donde se concentraba la muchachada. Todos detuvieron los juegos y el trasiego ilegal de alcohol porque sabían que acaban de volver del campus de la capital y traían noticias frescas en ese mundo paleolítico en el que aun había que meterse sus buenos kilómetros entre pecho y espalda para buscarse en una lista.

- ¡Eh, tío! Estás admitido en Medicina.

El jovenzuelo sonrió bobaliconamente y se saltó el riguroso orden para pegarle un trago de campeonato a la jarra y dejarla dispuesta a la recarga. En medio de la algarabía que se formó, las enhorabuenas y las palmadas en la espalda, los abrazos y alguna mirada captada de estranjis desde el bando femenino, aquel esmirriado moreno se sentía como la chica que Di Caprio sujetaría en la proa del Titanic una docena de años después.


Cuando crees haber vivido con creces más de la mitad de tu vida, hay recuerdos que se escapan entre los dedos como la arena de la playa donde pisaban las gaviotas de Neruda. Y otros que siguen tan vivos como la primera vez que leímos cómo el poeta adelgazaba sus palabras como las huellas de esas gaviotas, solo para que ella las oyera. Así era el recuerdo de cómo entró en Medicina, como si estuviera grabado en un móvil cuya existencia entonces éramos incapaces de imaginar.

No había ningún tipo de tradición familiar que le llevara hacia la Medicina, no hubo un padre o una madre que hubieran pasado sus noches en blanco preocupados por el dolor de un paciente, un abuelo que recorriera las calles de un pueblo con un maletín de cuero en la mano. Nunca supo por qué ni cómo llegó a la Medicina, ni tampoco es capaz de recordar el momento exacto en que se enamoró perdidamente de ella. Se siente más bien como el príncipe hastiado al que le arreglaron un matrimonio de estado con una princesa a la que los trovadores no habían hecho justicia.    Pero sabe que no la cambiaría por nada del mundo.

Ha pasado la vida por sus años. Ha pasado y ha ido dejando sedimentos que le han hecho más vivo, y que también le han acercado un poco más a la muerte. Pero el camino está hecho sin duda para ser disfrutado. La casa está tranquila porque las tropas se han retirado a sus cuarteles de invierno. Cuatro hijos es una locura de esas que algunos llaman maravillosa, mientras otros hacen girar sus índices en la sien de forma suficientemente significativa.

Al médico le gusta que pregunten a sus hijos qué quieren ser de mayores. Se hincha como un pavo cuando responden desde su inocencia infantil o desde su enfurruñamiento perpetuo adolescente. Aquellos buenos chicos a los que ha cambiado cientos de pañales, que le han robado horas de sueño para llenar mil cuevas de Alí Babá, esos que llevan su vida oyendo a su padre contar hazañas gloriosas de su profesión, que en los momentos más duros, sólo han escuchado alabanzas hacia esa Medicina que le convierte cada día en el tipo más afortunado del mundo, esos chavales contestan "médico" con el fervor de la fe infantil.


Han dejado sus mochilas en la entrada, preparados para mañana, ilusionados con el comienzo del nuevo curso. El médico está sentado en la escalera de su casa. Ojea el cuaderno de su hijo mayor, del adolescente en quien adivina sus gestos, su propia rebeldía, en quien recuerda su juventud y quien le marca el tic-tac del paso del tiempo.  Pasa las hojas con la curiosidad del que cotillea un diario robado. No se hace ilusiones, sabe que los deseos de los padres tiene el mismo valor que el deseo de que nunca crezcan y sigan siendo niños a nuestro lado. Sabe que la vida ya se preocupará de tornar las palmas del sueño en las lanzas de la realidad. No pasa nada, hay que saber quien tiene siempre las de ganar.

Pero se detiene en la pregunta que hay impresa en una de las primeras páginas del cuaderno, contestada con la letra apresurada e ilegible de la juventud.

- ¿Qué profesión te gustaría ejercer en el futuro?

Lee la respuesta casi con ansiedad pero sin poder evitar una enorme sonrisa

- Médico de cabecera.

















lunes, 2 de abril de 2018

Fracasos

Aunque el soldado sea veterano en mil batallas, las derrotas siguen dejándole el mismo regusto a ceniza en la boca que el primer día. Y se dice una mil veces que no debería ser así, que la espalda se endurece a base de palos y la piel engruesa como la de un rinoceronte con el tiempo y los vaivenes de la vida. Pero da igual lo que se diga, porque sabe a ciencia cierta que sigue sintiendo cada fracaso como si se erizara todo el vello de su cuerpo por las yemas de unos dedos apenas deslizados por su espalda.

Es una reflexión demasiado profunda para un viaje semi automático en coche de vuelta a casa, pero es que ese día parecían haberse concentrado los reveses, empañando todo lo demás, y dejando el aire triste y deprimido que se respiraba por encima de la música de fondo.

En el ordenador había repasado a primera hora los visitantes a urgencias del hospital del fin de semana. Es una costumbre que le obligaba a dejarse los ojos en el ordenador mientras buscaba el nombre de sus pueblos en el listado cuasi infinito que escupía la pantalla. Un cazador a la espera de que salte la presa.

No esperaba encontrarse con su nombre. Había luchado porque se cumpliera su deseo de no moverse de su cama, había ido día sí y día también a verle, a tranquilizar a sus hijas inquietas por el merodeo de la muerte, una invitada demasiado grande y dolorosa como para que pase inadvertida; había dejado un número de teléfono del que no se había apartado durante todo el fin de semana; había instrucciones escritas, había consuelo y millares de puentes hacia la empatía, por los que escapar del miedo. Pero allí estaba su nombre, con un informe tatuado en letras rojas mayúsculas con un latinajo que encubre una salida, una palabra demasiado parecida al éxito como para que tenga sentido en semejantes circunstancias. Un lamentable y sonoro fracaso.


Tardó unos segundos en digerir la pena y otros más en anotar su nombre en su obituario particular, con la triste apostilla de no haber podido cumplir su voluntad de marcharse desde su dormitorio, queriendo entender el terror que sentirían quienes le rodeaban, que les llevó a una búsqueda ansiosa y estéril de una ayuda imposible.

La primera paciente de la lista apenas viene por la consulta. Es una mujer de cincuenta y tantos que le trata de usted a pesar de conocerle hace más de diez años. Siempre ha adivinado en ella un mundo inaccesible, y se enfrenta, cada vez que la tiene sentada junto a él, con esa rara sensación de que podría ayudarla de algún modo, y con la terrible frustración de unas puertas cerradas de un portazo en las narices. Esta vez viene a pedirle que la mande al psicólogo. Se lo ha soltado así, de sopetón, con ese tono de Medicina de Alcampo, del que pide cuarto y mitad de filetes de ternera que estén bien tiernos. El médico encaja el golpe con una sonrisa holywoodiana y se lanza a la tarea de intentar abrir esa caja de Pandora, dispuesto a lidiar con el vendaval que quiera desatarse. Pero la caja permanece cerrada a cal y canto, es solo que tengo problemas personales y tengo que explicárselos a alguien que pueda ayudarme a afrontarlos mejor. 

No era ningún resquicio en el muro, ni una grieta, a pesar de la sonrisa con la que lo ha explicado. Aquellos ojos siguen cerrados. No, usted no puede ayudarme, prefiero contárselo a alguien que no me conozca.


La consulta de un médico de cabecera deja pocos momentos para regodearse en el fracaso. Hay una oportunidad nueva detrás de cada nombre en la lista. Apenas ha tenido tiempo de calentar, de hacerse con la posesión del balón y dar un par de pases buenos, cuando ella se sienta junto a él con gesto serio. Le ha nombrado por su nombre, a pesar de que en la lista figura el de su marido. Cosas de la longitudinalidad. La nota tensa, el lenguaje corporal está tan claro para el viejo médico como si los pacientes llevaran subtítulos. Quiero que le pidas el PSA a mi marido. A mi cuñado le han dicho que tiene un cáncer de próstata y me da miedo que él también pueda tenerlo. 

Hay una buen relación desde hace años con los dos. No están en su lista de aterrorizados por la medicalización, así que el médico responde a la petición primero un par de chascarrillos relacionados con los parentescos y las leyes de Mendel. Ella no mueve ni un músculo, no varía ni un milímetro su determinación de no salir de allí sin el fatídico marcador. El médico cambia al modo profesional, interroga sobre síntomas, explica pros y contras, y el mismo muro impenetrable le golpea sin piedad. Ve el fracaso ante él tan palpable como si estuviera sentado entre ellos compartiendo la consulta en ese momento.


La consulta se queda fría cuando ella se marcha con el mismo gesto serio con el que había entrado, sin el mínimo rastro que denote la alegría de la victoria, tan solo su decisión inquebrantable.


El dia no está resultando demasiado reconfortante.


Cuando les ve sentados esperando, sabe que la suerte está echada. Ambos viene de vuelta de su peregrinar por las consultas del ambulatorio. Traen un cerro de papeles y una montaña aún mayor de preguntas. Aquello se parece demasiado a los viejos exámenes, hay trampas escondidas en medio de aquel galimatías, pruebas de fe que el médico empieza a estar harto de soportar. Intenta pasar al contraataque reprochándoles que no hubieran solicitado más información cuando estaban sentados delante de los autores de aquellos informes, pero por sus sonrisas condescendientes adivina que también lo hicieron, nadie se libra de pasar los exámenes finales.


La consulta se alarga sin que se adivinen escapatorias. La Medcina paga su peaje por haber creado sus propias criaturas, y es inevitable que tarde o temprano intenten sacarle a alguno los ojos. Y seguramente todos nos lo tengamos merecido. Aunque al que está más a mano le apetezca más bien poco la enucleación.


No, no ha sido un día demasiado reconfortante. El tráfico y su monotonía hace su trabajo diluyendo la capa de lodo y fracaso. Así es la vida. Seguramente, mañana vuelva a salir el sol. Seguramente, ésta siga siendo la profesión más hermosa del mundo.