lunes, 29 de agosto de 2016

48

El verano, la playa, el chiringuito. Sí, ya se que nuestra sociedad ha evolucionado, que reniega del alfredolandismo que pasea por la playa dejándose los ojos en las nórdicas, del Meyba fragiano y los bocadillos de pechuga de pollo envueltos en papel Albal para que no se llenen de arena. Ya se que las playas del siglo veintiuno están repletas de tatuajes realzando deltoides del Schwarzenegger de Terminator 1, de lipoescultura abdominal ronaldiana, de minibikines copacabianos, de trikinis, pamelas y gafas de Michael Koors.

Ya se que hasta está pasado de moda decir que vas de vacaciones a la playa, que queda mucho más chic apretarse un crucero por los fiordos noruegos, echarse unas instantáneas en Picadilly o marcarse una ruta 66 en Cadillac, si puede ser, de los que llevan unos cuernos enormes en el radiador. 

Sí, se todo ésto, basta con tener ojos en la cara, o un smartphone, que, a día de hoy, es un sustitutivo genial de las retinas. 

Y sin embargo, año tras año, esa trilogía inseparable, ese trino verano, playa, chiringuito, se reinventa como una iglesia postconciliar, y la arena reencuentra mi sombrilla, mis sillas, la bolsa con los cubos y las palas, las colchonetas y las chanclas. Y yo vuelvo a ser Alfredo Landa, el ministro en Palomares y hasta Chanquete y su alegre pandilla cantando el "No nos moverán".

El chiringuito, con sus grifos de cerveza fría y sus aceitunas saladas mezcladas con la arena de los dedos tiene algo de oasis. O mucho. Y puede que nos venga de nuestros setecientos morunos, o de que las cañas no tienen numerus clausus, pero el caso es que las conversaciones fluyen en una mezcolanza de acentos en esa convivencia constitucional de verano, playa, chiringuito, que ya quisiéramos que se prolongase fuera del paraguas protector de esta santa Trinidad. 

Y en esas conversaciones se cuelan inevitablemente las moscas y los problemas de salud. Y si hay algún sanitario cerca, pues es como si hubiera cerca una buena boñiga caballar: ni las moscas ni las hernias discales, ni los míomas, ni las depresiones, ni las apendicitis, ni las piedras en las vesículas pueden resistirse. 

Así que andaba el lúpulo haciendo de las suyas y los chanquetes revolviéndose con los huevos fritos cuando una broma tonta sobre las próstatas cambia el gesto de mi compañera de mesa que me susurra de medio lado: "no trates ese tema que andamos muy sensibilizados".

Me cuesta resistirme a rascar el caparazón de estas sensibilizaciones sanitarias, así que indago cuidadoso y obtengo pormenorizaciones casi de inmediato:

-"Le han dicho que tiene 48 de próstata y está súper preocupado"
-"¿48?"

El aludido no se resiste a explicarlo, al fin y al cabo, cuando tratamos de órganos internos, y más de los de los bajos fondos, lo mejor es la primera persona. 

-"Es que operaron a mi padre y me dijeron que tenía un componente genético muy importante y que sería bueno que me hiciera una ecografia y un PSA. El PSA lo tengo perfecto pero la próstata tiene 48 centímetros cúbicos. Así que el médico me dijo que todo estaba bien, pero que mejor fuera al urólogo. Y el urólogo me dijo que basta con volver a verle cada año para que me pida otro PSA". 

El speech termina casi al mismo tiempo que mi cerveza, y es obvio que me hace falta que el camarero se de prisa en traerme la siguiente porque mi pequeñísimo cerebro de médico de pueblo rechina como un cuatro latas tuneado. 

Cuando llevas diez días de vacaciones estás en el límite entre bambolear la cabeza complaciente como un perrillo de salpicadero o recuperar las ansias mesiánicas y docentes y enseñar a toda la humana humanidad a vivir sin pensar en sus ridículos cincuenta centímetros cúbicos infravesicales. Y el dejarte caer de un lado u otro de la frontera no se sabe muy bien de qué depende. 

Y aunque el hecho de que haya un urólogo en la misma mesa no suele resultar un aliciente, porque la opinión de un médico de pueblo interesa solo a la madre de los chanquetes de la bandeja, uno no puede resistirse ante la imagen de ese chaval que conociste en la primera juventud, y que antes de la cincuentena ha sido empujado a peregrinar año tras año al sorteo extraordinario de un antígeno cada vez menos específico y más atemorizante. 

Total, por unos miserables 48 centímetros cúbicos. Claro que, con un par de centímetros cúbicos más, Ángel Nieto se convirtió en una leyenda del motociclismo. 





lunes, 22 de agosto de 2016

La rozadura

Jennifer tiene dieciséis. Acaba de tocar el timbre de la puerta de urgencias del centro de salud de su pueblo. Son casi las doce y media, y los whatsapp se acumulan en su smartphone, repiqueteando sin parar. Es una parte más de su anatomía, un artefacto integrado a la perfección entre las palmas de sus manos y unos veloces pulgares de mecanógrafa de juzgado. Le acompaña una de sus amigas, a la que le cuesta el mismo trabajo liberar la vista del brillo de la pantalla. Mascan chicle, en sincronía casi perfecta. En un esfuerzo sobrehumano levantan la cabeza como si se tratara de un dúo de natación sincronizada y tras intercambiar dos enérgicas mascadas en un lenguaje de signos ininteligible fuera de la ESO, vuelve a tocar el timbre.

La verja metálica se abre al fin, y en el corto trayecto hasta la puerta de cristal interior vuela la información en la nube de los dedos hiperactivos. Dos o tres mensajes más leídos, una foto subida y comentada. 

Jennifer tiene dieciséis años de sábado por la noche, de falda cortisima y sandalias de pedrería con tacones de infarto de miocardio. Y una melena lacia que cae con estudiada dejadez sobre la mitad de su cara de niña, como un Cristo velazquiano, una cortina de reflejos brillantes que, cuando lo permita el móvil, quedará apartada tras la oreja el tiempo justo para deslumbrar con sus ojazos de dieciséis años de sábado por la noche. 

En la puerta las esperan dos tipos también de sábado por la noche. Llevan pijamas blancos con logos. A los que salen en  Anatomía de Grey les quedan de otra manera, piensan las dos amigas. Estos están despeinados y ojerosos. Tienen cara de sábado por la mañana, por la tarde y por la noche. 

En la misma puerta les preguntan qué les pasa. Las dos amigas vuelven a su sintonía de movimientos rituales: mirada a la pantalla del móvil, recogida del pelo tras la oreja, mascada de chicle. Puntuación de nueve noventa y cinco en ejecución. Algo menos en originalidad. Jennifer es escueta, mientras se señala las uñas en perfecto azul azafata de uno de los pies. Los dos hombres las ceden el paso y señalan la puerta de la consulta. 

Jennifer la conoce bien. Ha vivido siempre en el pueblo y se acuerda algo menos de las urgencias del viejo centro de salud, pero ella tenía siete años cuando inauguraron el nuevo y no es una novata en estas lides. Así que se dirige decidida a la primera puerta a la derecha. Frente al ordenador se sienta el que parece mayor de los dos hombres, mientras ellas se acomodan en las dos sillas de delante de la mesa. El otro tipo, más joven, se apoya en la camilla. Para una experta como Jeniffer, la colocación de cada actor ha repartido automáticamente los roles, así que, dejando el móvil sobre la mesa, se dispone a afrontar el interrogatorio habitual. 

A esos dieciséis años les espera una fiesta de verano de las que han olvidado la hora de volver a casa, les esperan exclamaciones de admiración ante la apabullante juventud y el empuje irresistible de la vida, les espera los comentarios envidiosos, las miradas dejadas en suspenso, la ilusión de no saber lo que les espera. Y esos dieciséis años no van a dejar que una inoportuna rozadura de aquellas maravillosas sandalias estropeen todas esas promesas. 

El médico deja de teclear y se pasa la mano por su pelo cano. No está mal, para ser un viejo, piensa Jennifer, que se pierde el cabeceo encabronado porque un destello de la pantalla le avisa de la entrada de más mensajes. Pero ella sabe que los médicos son bastante quisquillosos con eso de que se mire el móvil durante la consulta, así que solo echa un vistazo de refilón, mientras espera la siguiente pregunta. 


El médico resopla. Seguramente tendrá calor, con ese pijama tan basto. Le pide que se siente en la camilla y se la enseñe. Jennifer se levanta compaginando al tiempo la caída del pelo sobre su cara. Otro nueve noventa y cinco en ejecución. Se sienta sobre la camilla con toda la gracia de movimientos que le falta al enfermero mientras se retira para cederla el sitio. 

El médico tarda en levantarse y Jennifer se impacienta, aunque pregunta muy educadamente si debe quitarse la sandalia. El enfermero contesta con un alzamiento bilateral de arcos supraciliares y una mirada al bies que ella no sabe interpretar, así que por su cuenta se la quita y pone su piececillo de cenicienta de uñas azafatas sobre el papel azul cielo. Un contraste bastante bonito, piensa. 


El médico sigue mirando la pantalla, como si tuviese todo el tiempo del mundo. Ella no lo tiene. El tiempo es un bien demasiado preciado en la adolescencia. Es algodón de azúcar, dulce pero breve. Menos mal que el enfermero se pone unos guantes (también azules: sin duda, un éxito la elección del color de las uñas) y empieza a examinar la rozadura. 

Jennifer sabe cómo son los médicos. Hasta hace un par de años era una visitante asidua de su pediatra. Siempre le recordaba cúanto lloraba los primeros meses y qué preocupada estaba su madre porque no crecía. La niña no llega al percentil, no llega al percentil, doctora, habrá que hacerla una analítica. Esos son su peores recuerdos, las analíticas en sus esmirriados bracitos. Su madre y su abuela confiaban ciegamente en su pediatra, y en cuanto el termómetro pasaba de treinta y ocho, ella se veía jugando con los dos o tres juguetes cascados que tenía en su sala de espera. Dalsy y Apiretal, dulzones, su madre le dejaba rechupetear bien la jeringuilla. Casi siempre acababan así las cosas, pero qué tranquilas se quedaban ellas dos cuando la pediatra se lo decía. Si no fuera por el miedo a que se quedara canija. Así que del par de analíticas que recuerda con horror culpabiliza a su madre, que ponía a la pobre pediatra la cabeza como un bombo.

 Las otras dos de los últimos años sí fueron cosa de ella, y de su nuevo médico de cabecera. Aquello era otro nivel, la trataba como a una adulta, daba gusto ir a su consulta. Y ella no tenía la culpa si se la caía mucho el pelo, que menos mal que luego no le faltaba ninguna vitamina, ni tampoco tuvo culpa de adelgazar tanto, sin hacer casi nada, excepto comer como un jilguero, claro, que si no, ya se sabe lo que pasa. Fue todo un alivio que el tiroides funcionara bien. Una nunca sabe. 

El enfermero le ha limpiado la rozadura y puesto un pequeño apósito. Al calzarse de nuevo no siente esa incómoda molestia. Pero cuando salga de allí se lo quitará, porque cualquiera aparece en la fiesta con ese adefesio atrayendo las miradas, en vez de la pedrería y el azul de las uñas. 

El médico no se ha levantado de la silla. Desde luego hay algunos que no se merecen el sueldo que les pagan. Ha dejado caer el informe sobre la mesa con total desgana, cosas de viejos cascarrabias. Si no te gusta tu trabajo, búscate otro. Los pitidos y vibraciones devuelven a Jennifer a la tiranía de las 4G. Las dos amigas se levantan renovando la sincronía y los dedos recuperan su vida propia sobre las pantallas. Jennifer deja caer un adiós mientras se cierra la verja tras ella. Al subirse en el coche que las espera, le parece ver la silueta de los dos hombres mirándolas en la puerta. Lógico. 

El lunes sin falta vendrá a contarle a su médico lo mal que la han tratado. Antes de perder la cobertura, deja cogida la cita con la nueva App. 











lunes, 15 de agosto de 2016

El médico en su laberinto

Ya no me siento a gusto en los hospitales. En ese asincrónico discurrir del tiempo que existe en nuestras cabezas, no hace tanto que me desenvolvía en sus pasillos como pez en el agua. Tarareaba en mezzo tono mientras iba de un lugar a otro con el caminar decidido de quienes se saben en su elemento. Saludaba a diestro y siniestro, sonreía a unos y otras dándole aire al vuelo de la bata blanca en los controles de cada planta. No voy a decir que fuera el amo, pero un familiar suyo, seguro.

No hace tanto, sigue diciéndome ese reloj del relojero loco de Alicia en la cabeza. Solo mil años. En cada habitación había dos historias, o doscientas, a veces esas puertas abiertas transpiran desamparo. Casi siempre. Pero yo era el médico. No voy a decir que no sintiera el zarpazo de la empatía ante los ojos tristes y el olor a comida sin sal y sin terminar, pero la vida estaba fuera de esos pozos de desesperanza y en el remanso de los despachos donde cocinábamos informes, pruebas, diagnósticos y tratamientos. Seres que sobrevolábamos las miserias durante la hora de pasar planta. 

No digo que esta sea la realidad de los hospitales: digo que era mi realidad, la de un joven cachorro al que la Medicina aún no le había puesto en su sitio. Pero vamos, no tenía prisa, ya se encargaba ella de marcar sus tiempos. 

Han pasado sesenta segundos mentales de aquello, veinte años del calendario gregoriano, mucho más inmisericorde. La Medicina le ha cogido el gusto en estos años a despojarme de la vanidad a guantazos. Y ahora ya no me siento a gusto en los hospitales. Cojo el ascensor de las visitas, mirando de reojo el más rápido del personal. Subo hasta la quinta planta. Tengo anotado en un papel los números de las tres habitaciones. He perdido todos los instintos y recurro a los carteles  y las flechas indicadoras. Hay poca gente en los pasillos, pero aún distingo los personajes, la insultante juventud de los residentes y su andar decidido, la reflexión esquiva de los adjuntos más mayores, la supremacía quirúrgica de los pijamas azules y el poder de abrir a un ser vivo, las miradas breves de las enfermeras al apartarme de sus eternas prisas. Algunas cosas permanecen inmutables. 

Las tres y media es hora de siesta hospitalaria. La puerta está entreabierta y asomo la cabeza con la timidez requerida. El primero de mis pacientes está tumbado de medio lado mirando sin ver el parloteo de la televisión. Su mujer ojea una revista del corazón de esas que parecen entregarse con la hoja de admisión. Entremezclamos las sonrisas. Les hace ilusión verme. Hablamos de las pruebas, de la comida y hasta de política. Su mujer me acompaña hasta el pasillo buscando esos momentos de intimidad y revelaciones que te hacen un nudo en la garganta. 


Bajo dos plantas por las escaleras. El perro viejo detecta el alboroto controlado del cambio de turno enfermero, pero pesa el silencio. Es la visita más difícil. Las habitaciones individuales suelen ser malos presagios. En la cama la vida se escapa a chorro. Abre los ojos y dice mi nombre y tengo que reunir siglos de autocontrol para no echarme a llorar. Las lágrimas de todos flotan en al aire como el ozono malo. 

En el pasillo todos movemos la cabeza en el signo universal de la rendición ante el poder sin límites de la vida y la muerte. 

Aún me queda otra visita, un piso más abajo. El mismo silencio, las mismas revistas dejadas apresuradamente en el regazo. Queda espacio en la pequeñísima habitación para las bromas, y las risas se llevan el olor a bolsas de orina y enfermedad. 

Cuando salgo del hospital hace un calor terrible. No me encuentro a gusto en los hospitales, no.  Aunque quizás haya aprendido a sobrevivir en mi laberinto.



                          
La foto está tomada desde la terraza descanso sin salir de mi laberinto














lunes, 8 de agosto de 2016

Holgazanólogico

Las últimas guardias previas a las vacaciones son terribles. El calor aprieta y no lo mitigan los aires acondicionados de la consulta ni del coche. Las bermudas, los morenos, las suturas de las heridas piscineras, el puntillo verbernero en los ojos de los pacientes, esa pregunta picarona sobre las mixturas de analgésicos y enoles variados, todo contribuye al efecto llamada. Sólo que la llamada nos pilla sin los tapones de cera de Ulises para las orejas y estamos a un paso de abandonarnos en los brazos de las sirenas. Como el propio Ulises, sobrevivimos atados por la profesionalidad al mástil de la famosa atención continuada o urgencias, a gusto del consumidor. Sobrevivimos, sin más.

El domingo de agosto achicharraba las neuronas, y parecía decidido a llevarnos de pueblo en pueblo en un tour barato sin derecho a micción gratuita. Era la primera guardia que compartía con mi nuevo residente, a su vuelta tras un primer mes de estancia en el servicio de urgencias del hospital, el aviso de una "mili" que promete dureza y pocas bromas. La verdad es que traía ojillos de perrito expósito agradecido.


En la última salida, abandonamos a la enfermera en la consulta nadando en un mar de silvedermas y linitules. Ustedes me perdonarán por el continuo metaforeo marítimo. Era la hora punta, el mediodía de los servicios sanitarios, y nos llamaban a capítulo de uno de los pueblos de la perifería (con acento, como les gustaba a los profesores pedantes de la Facultad).

Un fuerte dolor abdominal retorcido en una hernia umbilical eran los causantes, así que, dada la temporal inutilidad de la presencia de los servicios médicos en la consulta, decidimos no demorar las cosas innecesariamente. La informática nos ofrece cierto consuelo a quienes vivimos de la longitudinalidad, y tampoco se tarda tanto en un rápido vistazo a informes hospitalarios, ingresos, medicaciones y otros antecedentes, un repaso pre-examen de última hora, de los que son siempre de agradecer para no aterrizar con las posaderas al fresco.


Así que allí nos encaminamos. Los kilometros esteparios se prestan a conversaciones de enjundia. Bueno, para que nos vamos a engañar, es que uno es un plasta de categoría. Hablábamos sobre ese pecado tan humano de la vanidad, que siembra en nosotros pensamientos sobre la consideración que despertaremos en nuestros colegas: pensarán que cómo me atrevo a derivar a este enfermo al hospital, murmurarán que cómo no me he dado cuenta de tal o cual síntoma, sonreirán ante mi ignorancia por no haber utilizado éste o aquel tratamiento.

Intentaba espurgarle de semejantes defectos, por el procedimiento místico de pensar exclusivamente en el paciente, y mandar a tomar por donde amargan los pepinos lo que puedan decir de nosotros. Pero el misticismo, ya se sabe, tiene cierta tendencia a caer en manos inquisitoriales. Cuestión de fe.

En estas disquisiciones andábamos cuando llegamos a la dirección. Diez años haciendo guardias esconden la alegría de reconocer ciertas casas, recordar haber estado antes allí. Llegamos a la cabecera de la cama al mismo tiempo que mi cerebro ponía cara a todos los datos fríos que había recogido antes de salir.

- ¿Se acuerda de mi?
- Sí, hombre, el del cólico 
- ¡Está  visto que tenemos que vernos siempre en un ay!

Risas mientras nos apretamos la mano en un saludo de esos de pulgares cruzados tan de colegas que allanan todos los caminos. Luego aparto con cuidado la otra mano con la que esconde un bulto deforme que duele como todos los demonios y empiezo a manipular suavemente aquella anormalidad mientras entablamos una conversacion a la que le faltan las cañas y las aceitunas. Me gusta aquel hombre, con barbaza de sindicalista de la transición, y un cáncer de pulmón que le ha dejado una cicatriz de mordedura del tiburón de Spielberg.

- ¡Holgazanológico! - me dice cuando por fin notamos un borboteo en las tripas y el dolor desaparece como por ensalmo. - ¿No sabe lo que significa? ¡Dolores de holgazán!

Y nos ponemos a reirnos como si hubiéramos escuchado un chiste de gangosos de Arévalo. Se queda con un apaño a modo de faja de esos de los médicos de las trincheras, contándome los chascarrillos con los que se reía con el oncólogo y nos marchamos por donde hemos venido, de vuelta a las charlas filosóficas de la canícula y a dejar escurrirse las horas hasta que volvamos a ver el mar.










lunes, 1 de agosto de 2016

No tengo pueblo

No tengo pueblo. De niño, en mi pequeña ciudad provinciana, me costaba encontrar a alguien que sufriera ese mismo descaste. Al fin y al cabo, las ciudades llevaban décadas convirtiéndose en los sumideros de un país emperrado en abandonar el campo, un país donde la ruralidad era sinónimo de antiguo, de Corpus y capote de Guardia Civil, un país que quería llenarse la boca de Europa y de modernidad, así que le iban sobrando las grasas saturadas de los pueblos, empeñadas en engordar la cintura de sus ciudades, las de siempre, y las inventadas, las dormitorio o las del cinturón obrero, las pijas de los nortes, o las macarras de los sures.

Así que, en ese trastorno de la personalidad patrio, los niños eran embutidos en los utilitarios los viernes por la tarde y marchaban sin cinturones de seguridad y con las ventanillas bajadas hacia los pueblos de los abuelos. Allí se encontraban con los primos, y los primos de las primas de las hijas de las hermanas de leche, y se montaban en sus bicicletas y se bajaban al río a fumar a escondidas o a jugar a la botella, o se iban a pescar cangrejos con sus tíos de madrugada, o a correr detrás de los galgos por los sembrados. 

Y a la vuelta, morenos y lustrosos, contaban hazañas y aventuras, o se las inventaban, que a veces era mejor que haberlas vivido, porque en las invenciones no cabían los miedos ni las broncas o los cachetes de los padres. Y yo, con cara de imbécil, no sé si alguno más, no consigo recordarlo, pero no creo que muchos, yo, con cara de idiota me iba a casa jodido, renegando de la suerte que me había tocado, porque, yo, no tenía pueblo. 

El único atisbo de pueblo me quedaba lejos, en distancia y en generaciones. Pero era lo único que tenía, a pesar de no haber ido nunca, a pesar de no saber si aún quedaría alguien con una traza de mi ADN entre sus cuatro casas. Soñaba con que mis padres heredaban una casa antigua, de piedra, con una puerta enorme de madera gruesa, y volvíamos allí en las vacaciones, y al regresar, abandonaba el coro de escuchadores para convertirme por fin en relatador. Pero eran sueños de niño. La amarga realidad era que no tenía pueblo. 

Y aquella amargura no se atenuó cuando volví a la gran ciudad a abandonarme en la Medicina. Los pueblos se volvieron más lejanos, más variados y pintorescos, pero seguían estando presentes, sin distinguir clases sociales, de los cortijos a los chamizos junto a un embalse, aquel sentido de pertenencia, aquel enraizamiento parido desde la plaza, desde el pilón, desde los quintos y las comparsas, desde el camino hasta las eras, desde la huerta, aquella Candelaria, aquella Virgen de agosto, aquella matanza, aquel vareo, aquellos huevos de corral, me daban una soberana envidia y alguna cosa removían dentro de mi, algo que yo aún desconocía, como nos desconocemos a nosotros mismos, con inocencia. 

Luego vinieron los kilómetros de consulta en consulta, los cafés con leche en vaso en el bar de la plaza, el ritmo caribeño de la vida, el mercadillo de los lunes, las ancianas de negro en la puerta mirándote con ojos de qué joven eres para saber lo que a mí me pasa, el caso es que ya médico, qué barbaridad, ahora que, como don Alfonso, y ese algo desconocido dentro de mí que, empeñado en su anonimato, sin dejarme diagnosticarlo, va encargándose de crear una zona de confort en mis entrañas, algo cálido que te empuja a buscar un barbecho donde instalar ese cerro de raíces que llevas al aire desde hace tantísimos años. 


Y cuando por fin has madurado lo suficiente, el diagnóstico de eso que crecía en tu interior te viene solo, y sin necesidad de ponerle nombre. Has renunciado a otras plazas más urbanizadas, donde cuesta más ver las balas de paja apiladas tras la siega, Y te encuentras en la Misa mayor de las fiestas del pueblo donde llevas ya diez años de médico, con  toda tu familia en los bancos traseros de la iglesia. Recuerdas cómo te quería el padre de la mujer que pasa el cepillo, y te dice en bajito lo guapos que son tus hijos. Recuerdas la borrachera hipoglucémica del paciente que canta fervoroso en el último banco, y como os reísteis cuando se recuperó. Tratas de consolar a la hija del señor que han ingresado este fin de semana, y que tiene que contener las lágrimas cuando se acerca a contártelo. Saludas por su nombre a todos los que se cruzan contigo, el abuelo que obliga a sus nietos veinteañeros a acercarse a darte la mano, orgulloso como pocos de esos dos hombres a los que limpiaba los mocos hace unos minutos. Coges en brazos a la pequeña que en la consulta te abre los cajones y te saca lo que encuentra, bromeas con el pequeño que metió el miedo en el cuerpo de todos cuando pasó dos noches en la UCI. No consigues pagar la cerveza que te has tomado y tienes que disculparte para no salir del bar con tres o cuatro más en el cuerpo. 


Miras a tu alrededor y detrás de las caras ves las historias, en realidad, sólo pinceladas de las historias,  el resumen de un niño pequeño de Guerra y paz. Pero te basta. Y te marchas sonriendo, porque al final la vida ha sido justa en esto contigo y al menos por esta vez, ha saldado su deuda.