lunes, 27 de noviembre de 2017

Negra

De siempre le habían llamado la Negra. Derley de la Concepción es un nombre demasiado difícil de entender en este país de personas tan serias y taciturnas. A ella, que le dieran la alegría de su Caribe, aunque las calles de su pueblo no conocieran el asfalto y hubiera que meter los pies en ríos de charcos durante la época de las lluvias. En este país a la gente parece costarle un disgusto tener que sonreír. A ella le gusta que le duela la cara al acabar el día de haber reído tanto. Definitivamente, este era un país de mierda.

Pero era al menos una mierda que le había proporcionado trabajo y lana que poder enviar a su familia, a su preciosa hija que por fin había podido entrar en la Universidad y ahora vivía en la capital, en un piso que pagaba con el dinero que le llegaba con Money Gram cada mes. No, no es que fuera una desagradecida, era sólo que echaba tanto de menos su pueblo, a su madre, los charcos de la calle y la lluvia ecuatorial mojándola su cara de Negra sonriente.

Felisa había muerto hacía ya más de un año. Sus últimos seis meses sus hijos decidieron que sería mejor que la cuidaran en la residencia del pueblo. Ella lloró hasta quedarse seca. Iba cada tarde a darle la mano junto al ventanal donde Felisa dormitaba, pendiente de secarle la baba que se le escapa de la boca inerte, de contarle algún cotilleo del pueblo en sus breves ratos de lucidez.

Ahora cuidaba a un matrimonio de ancianos. Ella era una mujerona de carácter que habría podido echarse a los hombros la revolución mejicana si hubiera querido. Sólo era una sombra de lo que fue, pero aun así era una sombra imponente. Llevó mal que sus hijas le impusieran a aquella extraña de la que casi no era capaz de recordar el nombre.

- Llámeme Negra si lo prefiere, - le dijo cuando la vio sufrir intentando pronunciarlo. La miró con una mirada de las que te colocan a distancia, una distancia infranqueable y extremadamente fría.

- Aquí se utilizan sólo nombre cristianos. 

- Entonces si le parece llámeme Concha, que es mi segundo nombre.- Asintió zanjando el tema. Ella tuvo muy claro desde el principio que debía llamarlos a ellos de don y doña, no hizo falta que se lo dijeran. Por la noche, soñó que dormía en la habitación junto a Felisa y que se levantaba por la noche al oírla trastear, para prepararla un vaso de leche caliente. Ella le decía gracias Negra, y después se dormía con su sonrisa eterna en la cara. Fue un sueño precioso.


Vuelve a caérsele el pelo a matojos y a tener ese dolor justo en la boca del estómago que tuvo cuando pensó que se quedaría en la calle, después de diez años cuidando a Felisa y al bueno de Rogelio, hasta que se murió cuando ya no recordaba a nadie de los que le rodeaban, y deambulaba por la casa con cara de angustia, como si fuera un niño al que abandonan en un colegio nuevo. Ha pedido cita con el médico por internet, y ha tenido que enseñarle el móvil al hijo pequeño de los señores para que se creyera que de verdad tenía que ir a la consulta. La noche anterior, cuando se levantó a ayudar a la señora a ir al baño, se permitió el lujo de comerse unas natillas a solas, en la oscuridad de la cocina. Adoraba esos escasos momentos en que podía olvidarse de todo y darse un capricho dulce, sin ojos inquisidores controlando cada uno de sus movimientos. A la mañana siguiente, el hijo mayor de los señores la llamó por teléfono indignadísmo, reprochándole esa fea costumbre de comer a escondidas. Mejor haría en reprocharle a su madre la costumbre de espiarla, aunque le aconsejaría que el reproche se lo hiciera cara a cara, así al menos su madre podría verle alguna vez.

Hay conciencias que pretenden lavarse haciendo daño a otros.

El médico siempre tiene una sonrisa para ella. A él le gusta llamarle Negra. Una vez estuvo en el Caribe de joven, y llamarla así parece que le trae recuerdos dulces. Él le ayudó a buscar el trabajo que tenía ahora. Los hijos de los señores le habían preguntado si conocía a alguien competente que les cuidara, como alternativa mejor a la residencia, y justo coincidió con la entrada de Felisa en ella, así que el médico les dio su nombre. Bendito sea. Aunque ahora tenía que volver a explicarle lo de los puñados de pelo negro en el suelo de la ducha y lo del dolor de tripa que la partía por la mitad.

No sabía cómo lo hacía, pero el médico tenía la capacidad para llevar la conversación a su vida, y en realidad a ella le encantaba, porque entre risas y medias palabras reconocía que allí se sentía menospreciada, que no soportaba las miradas de desconfianza de la vieja, ni los aires de superioridad de los hijos, que pasaba las noches en vela pero luego durante el día tenia que ocuparse de la casa y estaba tan cansada que ya no se acordaba de que para sonreír hacían falta tantas músculos, así que se ve que para economizar esfuerzos, ya apenas reía.

Y ella era la Negra, la mujer más risueña de su pueblo, la que se había dejado el alma en las calles asfaltadas y limpias del primer mundo para que su pequeña  nunca jamás tuviera que abandonar a su gente. El alma y la sonrisa.

El médico la escuchaba cuando por fin cogía la directa y soltaba los sapos y las culebras que almacenaba justo debajo del diafragma y que le provocaban riadas de ácido clorhídrico, y una horrible tendencia a dejarle el cuero cabelludo como la bola negra del billar americano. Aquel día iba a decirle que se marchaba antes de que sólo volviera a su país la sombra de ella misma y ya nadie la reconociera. El médico la dio dos besos y una abrazo de pie junto a la puerta antes de despedirse.

-¿Entonces no me manda nada, doctor?

- Sí, te mando que vuelvas a sonreír.






El Seminario de Innovación en Atención Primaria nº 35 celebrado en Lleida sobre Cuidados y Salud ha sido extraordinariamente reconfortante para quienes asistimos, en gran parte, por lo que tuvo de abrirnos los ojos a la realidad de los cuidados que nos rodean y que son tan habituales como el azul del cielo, y como a éste, apenas somos capaces no ya de apreciar su hermosura, sino tan siquiera de pararnos a contemplarlos.






lunes, 20 de noviembre de 2017

Vivir en paz

La doctora lleva poco tiempo en el trabajo, apenas un mes. Ha pasado la mayor parte de los días acompañado a quienes ya portan escamas después de dejarse las entrañas repartiendo metadona y escuchando a la vida desgarrarse por las costuras mientras el resto del planeta entra a comprar en el Primark o rodea con un lápiz rojo el catálogo de juguetes de El Corte Inglés como si el dolor y el sufrimiento fuera una cosa de una serie de Netflix.

Pero desde hace unos días ya vuela sola. Saborea la libertad de entrar en la consulta y encender el ordenador, recolocar el marco de la foto de sus hijos y repasar los guasap pendientes mientras se acerca la hora de empezar. La doctora lleva puesta a esa hora de la mañana su sonrisa de felicidad, la que descubrió cuando se dio cuenta de que podía de verdad ayudar a alguien, más allá de mirarles los mocos en el cavum o de leerles sus cifras de colesterol malo. Esa sonrisa que te tatúa la sensación de ser útil, y que es jodidamente difícil quitarse de la cara.

Pero vamos, que la vida borra los tatuajes mejor que cualquier láser, y si se empeña, a media mañana de la famosa sonrisa no te queda ni rastro.

Pero aquel día las historias se sucedían con la mecánica que da la reiteración, a veces tan agradable como falsa, y la sonrisa permanecía detrás de cada puerta cerrada y de cada gracias que pronunciaban mirándola a los ojos, con acentos de asamblea de la ONU, pero con lo que a ella le parecía una expresión sincera aunque aquello se tratase del gran teatro del mundo.

Debía ser alrededor de mediodía cuando se dio cuenta de que el siguiente paciente estaba marcado como nuevo. Los pacientes nuevos requieren entrevistas más largas, porque a veces lo único que traen son silencios, y no reconocerían un puente de confianza ni aunque les dieran con él en la cabeza. Pero ella no se desanimaba casi nunca; casi, al fin y al cabo era un ser humano. Su nuevo trabajo era bastante menos esclavo del tiempo que la consulta de primaria de donde venía, y a los pacientes nuevos se les reservaba una maravillosa y a veces aterradora media hora por la que hubiera matado en su consulta del pueblo.

El tipo tendría unos cincuenta años, pero de los de antes de los gimnasios, el running y la comida biónica, de los que traían ojeras, el pelo blanco y un cansancio mortal en la mirada. Cincuenta años de los que han olvidado hasta el recuerdo de la juventud. Venía vestido discretamente, aseado, bien afeitado. En la puerta, apretó con timidez la mano de la doctora,  como si le diese miedo quedarse corto y flácido en el apretón, pero no quisiera medir fuerzas. Un saludo desentrenado y torpe.

Se sentó obedientemente donde le indicó la doctora y mantuvo la vista fija en el suelo hasta que ella se acomodó al otro lado de la mesa. No era muy grande, ni tampoco lo era ella. Parecían dos alumnos de parvulitos esperando al profesor en una clase de primaria.

La doctora sonreía subiendo al menos cuatro grados los niveles de calidez ambiental, y el tipo parecía percibirlo porque levantó la vista y el gesto adusto se convirtió en suave casi al instante. Entonces ella le pidió que le explicara con sus propias palabras su historia; había aprendido a respetar las narrativas, aunque se alejaran de los fríos e insensibles documentos oficiales, de sus fechas y sus datos numéricos y asépticos. Las narrativas, incluso las fabuladas, estaban llenas de sentimientos, y eso es un lujo asiático.

El sujeto perdió la vista en algún lugar de su pasado, un lugar al que de momento no pensaba llevar a nadie, pero le contó a la doctora como había pasado los últimos casi treinta años en prisiones, y como, simplemente, ahora estaba en libertad. Así de simple, así de escueto, así de terrible. El informe abierto en el ordenador confirmaba toda aquella vida en los pasillos, las celdas y los patios traducido a su propio lenguaje descarnado.

Cuando explicó que estaba decidido a abandonar la heroína con la ayuda de la doctora y de la metadona, se cayó como si se hubiese limitado a leer el parte de guerra. Pero ella sintió aquel relato como un 7 de Richter en su necesidad de ayudar a los demás, y reconoció en esa guerra el campo de batalla donde lucharía a brazo partido hasta la extenuación. Como un ametralladora, desplegó ante el individuo todos sus recursos, sacó papeles de derivación a trabajadores sociales, psicólogos y psiquiatras, grupos de escucha, pliegos dirigidos a la concejalía de vivienda y citaciones con el INEM para el día siguiente. Era el general Custer haciendo sonar la corneta mientras asaltaba con el Séptimo las posiciones enemigas.

Y como el general Custer, fue desarmada y derrotada por una sola frase. El hombre alzó la vista y la miró a los ojos. Entonces sin estridencias, sin apenas ruido, le dijo:

-"Gracias doctora, se lo agradezco de veras. Pero yo ahora sólo quiero vivir en paz"

Y levantándose, le tendió la mano a través de la mesa. Ella tardó los segundos propios del aturdimiento en ponerse de pie y devolverle el apretón esta vez mucho más confiado y sereno, segura como estaba de tener la boca abierta y sentirse tan inútil y perdida como un pez aleteando en la arena de la playa tumbado de lado.

Sí, sin duda la vida borra las sonrisas tatuadas mejor que el más moderno de los láser.





















lunes, 13 de noviembre de 2017

Catalina

Catalina no sabe leer, pero entiende los números. Cuando llega a la consulta se queda de pie junto a la puerta esperando que el médico la llame. No se sienta.

Catalina ha fumado mucho, antes de que nacieran los niños, y tiene los dientes y los dedos amarillos.

Catalina aún tiene acento extremeño, que no la abandonó ni durante los veinticinco años que estuvo viviendo en esa impersonal ciudad dormitorio que parecía dejarles a los inmigrantes de su tierra a unos pocos kilómetros de la capital, como si la carretera si hubiera acabado antes de tiempo, o como si no quisiera que llegaran hasta allí.

Catalina se quedó viuda con una hija adolescente. Completaba la paga de viuda fregando cuando podía. Era la suplente de la titular. En unos años por fin se convirtió en titular, aunque los riñones le dolían lo mismo.

Catalina trata el médico de usted porque no puede dejar de sentirse impresionada ante la gente que tiene estudios. pero eso no le hace más confiada, no. Quién ha sobrevivido con cuatro perras, cocinando patatas cocidas y fregando escaleras es normal que no se fíe demasiado  de lo que le digan los que tienen estudios, aunque sea el medico de cabecera.  Tampoco le ha ido así tan mal.

Catalina lleva más de seis meses cagando sangre. Pero no se lo ha dicho a nadie. Sí, está más delgada, pero tampoco se ha dado cuenta la gente del pueblo. Total, solo baja una vez en semana al mercadillo a comprar fruta y carne por si vienen los niños a pasar el fin de semana. Desde que se fueron hace siete meses a la capital, tampoco come ella tanto. Lo ha llevado mal, se había acostumbrado a sus gritos por la casa, a sus llantos, a sus bocadillos de mortadela. Los había criado ella mientras su hija se buscaba la vida haciendo camas de hotel en hotel desde que se levantaba el sol.

Catalina por fin se lo ha contado al médico, pero no a su hija. El hombre se ha preocupado y la ha preguntado doscientas cosas, aunque ella no ha entendido más que unas pocas. Que se tumbara en la camilla y se dejara la tripa al aire. Eso sí. Y también le ha pesado.

Catalina se va de la consulta con tres papeles que no entiende, con un número de teléfono apuntado en el primero. El médico le ha pedido el teléfono de su hija. Ella se lo ha dado, pero no quiere que la molesten mientras trabaja, sabe que a sus jefes no les gusta. Le ha prometido que ella la llamará cuando salga del trabajo y se lo explicará todo.


Catalina vuelve a la consulta. De nuevo se queda de pie junto a la puerta, preguntando al médico cada vez que sale si ya le toca a ella. Le dice que tenia cita a las nueve y cuarto, que se la había cogido su hija con el teléfono. El médico dice que no tiene cita hasta las diez y cuarto, que lo habrá entendido mal. La toca esperar.

Catalina no se sienta aunque tenga que esperar mucho más de la hora que le ha dicho el médico.

Catalina tiene algo malo en el colon. La han dicho que la tiene que operar. Ella no quiere molestar a nadie. No sabe si se la podrá llevar en una ambulancia al hospital, pero ha oído por ahí que a otras las llevan y ella quiere pedírselo al médico.

Catalina ha seguido bajando a la consulta, ha seguido esperando en la puerta, equivocándose de hora, acumulando papeles que no entiende encima de la mesa del médico, citas, revisiones. Las cosas que le ponían por las venas la hacían vomitar, pero tampoco se lo contaba a su hija, para qué. No podía venir a verla e igual no quería traerle a los niños por si la molestaban. Y los niños eran su vida.


Catalina sigue sin fiarse demasiado de ningún médico. No pasa nada.

Catalina se vuelve a casa con su historia a cuestas.