Para Isabel yo fui la tercera vía. En realidad llegó hasta mi consulta exiliada de las otras dos de la mañana, aunque llevaba los papeles en regla de los dos millones de derivaciones al hospital y los tres millones de analíticas demandadas, la carga radiactiva de una superviviente de Hiroshima sobre su esqueleto y un saco de pastillas que habrían atascado la más moderna lavadora alemana.
No me gustaban las sonrisas complacientes de mis compañeras cuando recibía mi lista de la administrativa, llevaba demasiado poco tiempo y no solían augurar nada bueno. Pero ese día eran especialmente hirientes, con una mezcla de conmiseración y alivio que hacía temerse lo peor. Eran tiempos de carpetas encima de la mesa, una megatorre que la mayoría de los días superaba mi escasa estatura sentado, y que se mantenía en el equilibrio inestable de un rascacielos japonés bajo un siete con cinco en la escala de Richter. Y hacia la mitad, un fardo enorme al que se le escapaban las risas de mis compañeras por las entretelas. Abrirlo fue un desafío, y extraer alguna conclusión en el breve tiempo que me permití demorar su llamada, digno de Ethan Hunt, pero con muchos peores resultados.
Así que decidí (que irresponsable y loca es la juventud) colocarme a puerta gayola, quién dijo miedo. Pues no pude ni afarolar el capote. Fui arrollado sin consideración ni misericordia. Isabel era una mujer oronda, bien vestida, con ese rictus sufriente que resalta en el blanco de nuestras consultas como una mancha de ketchup. Un paso por detrás, le acompañaba su marido, enjuto y apestando a Ducados sin filtro. Tomó posesión de la plaza sin haber aprobado oposición ni nada, y yo me parapeté detrás del cartapacio sufriente como un pasante mal pagado. Desde el primer minuto supe que perdía por goleada y que me habían expulsado a mis mejores jugadores, así que allí mismo tomé la decisión de que aquella consulta duraría varios años. Estas cosas, cuanto antes se haga uno a la idea, mejor.
Del tanteo salimos ambos medio satisfechos: ella decidida a explorar la tercera vía, y yo (que animosa e irresponsable es la juventud) decidido a dejarme la piel en el intento, o al menos, algún que otro padrastro.
Digerir aquel torrente de información que había abierto varios claros en el Amazonas fue una cuestión casi de ratón de biblioteca que me llevó varias guardias y alguna que otra mañana en mi casa, pero al final, aquel tratado de Medicina parió un poco de orden y concierto. Claro que para cuando dio a luz llevábamos ya otras diez o doce visitas, salpicadas con algún que otro susto extemporáneo con sincopazo de por medio y aparataje eléctrico.
Y en cada una de las visitas, yo seguía masticando ese olor etanólico, y explorando delicadamente su origen. Es sencillo interrogar a un caballero de nariz como una berenjena sobre el alcohol que bebe, y sonreír con su manida respuesta de "lo normal" que ampliamos mentalmente todos con "para tumbar a un buey irlandés". Pero a una señora sesentona, abnegada ama de casa que cuidó a su grey toda la vida, preguntarla sobre si le atiza al Larios es violento y se carga de golpe hasta el último puente empático sobre el río Kwai. Así que las aproximaciones eran siempre tímidas y respetuosas, y recibían invariablemente respuestas negativas cargadas de un aire de ofensa que aún hacían parecer más culpable a la interrogada, y más torpe y estúpido al interrogador.
Durante años de sobresaturación de visitas, me tragué el amargor de tener el problema delante de mis sensibles narices, y ser un incapaz, inútil e incompetente, un torpe negado para encontrar el resorte secreto que me hubiera permitido ayudarla de verdad.
Una noche, de su boca brotaron bocanadas que dejaron empapadas de rojo bermellón las sabanas de la cama. En el estómago había un agujero que habían ido dejando los antiinflamatorios que se tomaba como los chicles y que yo había sido incapaz, por lo que parecía, de al menos reducir. Unas varices relucientes en el esófago y unos brillos sospechosos en el hígado despertaron todas las alarmas de los digestólogos, que recibieron ofendidas negativas a sus preguntas sin paños calientes. En la consulta, demacrada pero envuelta en su aura de dignidad y en su tufo de ginebra, siguió negando la mayor y mis advertencias sobre tétricos finales fueron contestadas con sonrisas despreciativas autosuficientes.
Recuerdo la tristeza con la que llegué aquel día a mi casa, tras cuarenta y cinco minutos de carretera nocturna y reflexiva. Muy poco tiempo después cambió mi vida y mi destino, pero nunca he olvidado esa sensación de fracaso. Porque hay sensaciones, de las que, como de ciertos olores, es imposible desprenderse nunca.
¿Cuántas mujeres de las que esperan en las puertas de nuestras consultas guardarán oculto a ojos de todos este problema? Desgraciadamente muchas más de las que creemos. Y sin el glamour de Lee Remik.
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