domingo, 3 de abril de 2016

Ángeles sin alas

Marcos y Lola ya no son tan jóvenes. Lo eran cuando yo entré en sus vidas hace diez años. Recién casados. Llegados al pueblo buscando algo de amabilidad por parte de las hipotecas, pero también una parcelita donde plantar unas matas de tomates, donde pudieran corretear los perros que no pudieron tener de niños en el cinturón obrero de una capital con poca alma, en busca de senderos por los que caminar de la mano con un horizonte de azules y amarillos, y no de marrones y grises. Marcos trabajaba como vigilante para una empresa de seguridad. Turno de noche, pero, acostumbrados a los desajustes circadianos, tenía muchas horas para dedicarle a Lola. Ella quemaba su título de educación infantil preparando oposiciones y echando unas horas extras en uno de esos parques de abandono infantil. 

Juntos pasamos la alegría del primer test de embarazo positivo, lágrimas en los ojos que nunca han dejado de emocionarme. Y juntos pasamos el llanto del primer aborto, desconsolado y con ansias de culpabilidad que yo intentaba mitigar con apelaciones al destino y a la vida abriendo y cerrando caminos. Pasamos un segundo embarazo que apenas dejó espacio más que a muchos miedos, pues enseguida el dolor en el abdomen y la sangre achocolatada lo cubrieron todo otra vez de lágrimas.

La búsqueda de respuestas les llevó a varios especialistas privados, donde agotaron una exiguas cuentas corrientes, y fueron consumiéndose esperanzas. Tocaron otras puertas con un áura mágica que luego me contaban con una mezcla de pena y vergüenza, como si yo fuera quien para lanzar reproches. Es duro levantarse cada día y calzarse cada cual su propio pellejo. Yo les ofrecí nuestros recursos pragmáticos y oficialistas, que siempre aceptaron con buena disposición, y no pude evitar sonreír condescendiente cuando me contaban sus peripecias en la otra orilla, porque no soporto que nadie que se siente a mi lado sienta vergüenza. 

Los azares de los óvulos y los espermatozoides trajeron un par de veces más una sarta de miedos y de penas que hicieron tambalearse hasta los cimientos de aquella pareja, pero un buen día se presentaron en mi consulta con medios silencios y medias sonrisas y una barriguita de veinte semanas que habían preferido ignorar hasta entonces porque tanto dolor les resultaba insoportable. No pude decirles nada, ni quise, porque los protocolos chirriaban en aquel desbarajuste y salieron de mi consulta con varios papeles debajo del brazo y la innecesaria promesa de que aquello quedaría en la cueva de los secretos y los miedos. 

Pero si la vida reparte lotería de Navidad, aquella pareja jugó el último número premiado y unos meses después nacía sin nombre un niño precioso de rizos ingobernables ya desde el paritorio, y al que los padres no se atrevieron a nombrar hasta que lograron estrecharle fuerte contra sus pechos, no fuera que hubieran mirado mal los números premiados. Aprovecharon las primeras vacunas para pasar a verme, y yo cogi en brazos a ese mocetón, como hago siempre, que me regaló un llanto de los que revientan tímpanos y corazones de la alegría. 

Lola dejó los trabajos extras y aparcó los libros de las oposiciones para dejar espacio a la minicuna, el taca-taca y los ciento un juguetes sonoros y Marcos dobló algunos turnos y estrenó ojeras para no perderse los bañitos de espuma y los gorgoritos sin sentido. De tanto en tanto, la sincronía de los mocos entre los padres y el niño me lo traían a la consulta y yo apreciaba su crecimiento como los parientes lejanos que acuden de visita en navidades, con asombro y satisfacción. 

Pasaron un par de años, quizás algo más. Hacía tiempo que no les veía a ninguno por la consulta, aunque habíamos tenido breves saludos por las calles del pueblo. Aquel día, Lola entró sola en la consulta. Parecía llevar sobre los hombros todo el peso del mundo. 

-"Creen que el niño puede ser autista"

Le pedí que me explicara con detalle y me contó cómo habían empezado a sospechar por pequeñas cosas, cosas que habían ido apartando de sus mentes para que su acúmulo no se convirtiera en un todo que de un modo u otro rumiaban en su subconsciente. El retraso en empezar a hablar fue un aviso demasiado potente como para ignorarlo y cuando estuvieron frente al neuropediatra, todas aquellas cosas apartadas recuperaron su protagonismo, el que ellos mismos les habían negado. Ahora la tarea se les hacía inmensa, y aunque estaban decididos a luchar, aquella visita era la prueba palpable de que a la lucha no se va sin miedo, sin muchísimo miedo. 

Después nos hemos visto muchas veces. En la lucha persisten con un afán admirable y una valentía de caballeros medievales. Sus vidas son marionetas empujadas caprichosamente por el huracán de esa enfermedad. Pero ellos se levantan una y otra vez empeñados en reconstruirse, en resistir. Son de otra pasta. 

Me duele cuando me cuentan cómo se van mermando sus recursos, porque la sociedad es demasiado egoísta o está demasiado ocupada como para mirar a todas partes. Y siempre hay aprovechados que si les pides rebajar las sesiones de terapia a sólo dos en semana, porque no puedes permitírtelo, te tuercen el morro y te hacen sentir como si estuvieras abandonando a tu hijo en una cuneta. O desalmados que te sueltan a la cara que sería mejor buscar otro colegio porque en ese no hay suficientes profesores de apoyo.

Pero ellos siguen adelante: ella ha desempolvado los apuntes de la academia y ahora que el niño pasa las mañanas en el colegio, y hasta come allí, quiere volver a estudiar y tratar de, al menos, entrar en la bolsa de sustitutos. Y él se ha hecho amigo íntimo de sus ojeras y del termo del café, pero ahora lleva siempre encima un cuaderno y unos lapiceros de colores y le hace dibujos tiernos a su hijo para explicarle cómo debe comportarse cuando va al médico. Y yo veo sus progresos y como corretea inquieto por mi consulta, tocando todo, y me callo respetuoso cuando se acerca a mí y me coge la mano. Porque para mí ese es un momento sagrado, y él, un ángel sin alas. 

El 2 de abril se ha celebrado el día mundial de concienciación sobre el autismo. Estas han sido las palabras de Ban Ki-moon, secretario general de la ONU: 

«En este Día Mundial de Concienciación sobre el Autismo, insto a que se promuevan los derechos de las personas con autismo y se asegure su plena participación e inclusión, como miembros valiosos de nuestra tan diversa familia humana, para que puedan contribuir a crear un futuro de dignidad y oportunidad para todos.»

Dedicado a todas esas familias que tienen entre ellos a uno de estos ángeles sin alas. Especialmente a una de ellas. 












3 comentarios:

mibiciyyosiemprejuntos dijo...

Siento soltar tacos, pero joder que pedazo de relato, bonito y llegando al alma. Lástima que no se dediquen más recursos a estos temas, y una reflexión, padres coraje como el de tu relato lograran mucho, pero que pasará con muchos de estos niños que sus padres por multitud de circunstancias no puedan luchar.
Como "casi" siempre Raúl enhorabuena.

Juan Manuel Garrote dijo...

Excelente relato y como siempre una gran sensibilidad a la hora de encontrar la esencia del problema
¡¡enhorabuena!!
Juan Manuel Garrote

Unknown dijo...
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