domingo, 17 de abril de 2016

Miedo

Las urgencias en aquel entonces aterrorizaban. Bueno, quizás las urgencias no hayan conocido ningún entonces en el que no hayan aterrorizado, no son precisamente eurodisneys de felicidad, espacios de luz, color y fantasia, no. Pero aquellas de aquel entonces eran la jodida boca del tren de la bruja y cuando pasábamos cerca era inevitable el vistazo rápido al túnel de luces fluorescentes y olor a  calamidades, y un temblor de piernas disimulado malamente bajo las batas demasiado nuevas de los pardillos residenciales.

Apenas llevábamos unos días presentándonos en los pasillos, luciendo nombres bordados en el pecho, con el orgullo del deber cumplido, tratando de ubicarnos entre habitaciones, despachos, plantas, ascensores, residentes mayores condescendientes y adjuntos de torvas miradas, según el imaginario colectivo (probablemente fueran solo casos aislados de miopía o complejos de inferioridad superiorizados, quien sabe). En la cafetería reencontrábamos ese cálido efecto rebaño que absorbía cuitas y suspiros, permitiendo una digestión compartida del aterrizaje, que siempre parece ser más emoliente. Y para llegar a ella debíamos inevitablemente asomarnos al abismo de las urgencias, a sus puertas que se abren y se cierran, a sus cancerberos disfrazados de seguratas, a las camillas apresuradas y a los familiares estirando el cuello intentando adivinar el paradero de su pariente perdido en el marasmo inescrutable. Echábamos una mirada rápida y nos metíamos en el olor a fritanga y las risas de la cafetería, y sonreíamos también nosotros de entrada con una sonrisa falsa de estar cagados de miedo. 

Porque se acercaba el día de ser absorbidos por aquella palabra que nos provocaba terrores nocturnos, que nos hacía mirar una y otra vez la planilla, aprendernos de memoria con quien compartiríamos penalidades y tener grabada a fuego en la cabeza la fecha, sin necesidad de nota que nos la recuerde, sin posibilidad ninguna de olvido, el día de nuestra primera guardia. 

Aquella fue una mañana de risas flojas, una mañana sobresaturada de cafeína y de miedo. Las horas parecían precipitarse unas sobre otras, con esa capacidad tan irritante del tiempo de acelerar despiadadamente cuando le suplicamos que arrastre un poco el paso. La comida apenas quiso entrar en un estómago cerrado por los nervios y bastante antes de la hora ya nos ibamos reuniendo los cinco del patíbulo, con los bolsillos repletos de quintales de manuales, dándonos ánimos unos a otros y palmaditas en la espalda forzando sonrisas que disimularan el rictus. Se nos notaba a la legua, como si nos hubiéramos parado debajo de un cartel de neón en forma de flecha que dijera: pringados. Así que cuando nos cansamos del reflejo de las luces acusatorias en la cara, nos pusimos en marchaba hacía las terroríficas puertas contrachapadas, un poco a cámara lenta, como las pelis de astronautas cuando caminan hacia la plataforma de lanzamiento, pero con mucho menos glamour y muchísimo más acojone. 

Avanzamos por el pasillo mirando de reojo la hilera de sillas de ruedas que hacían cola en un lateral como si aquello fueran los bóxes de Le Mans, pensando en qué pasaría cuando todas ellas estuvieran ocupadas y esperándonos a nosotros. Soportamos las miradas indisimuladas de enfermeras y auxiliares que resoplaban temiéndose una tarde desastrosa de niñeras de chiquillas y chiquillos llorosos y atemorizados. Avanzábamos prietas las filas, por si algún titubeo desencadenaba una estampida, porque a alguno de nosotros se nos pasaba por la cabeza el deseo irrefrenable de echar a correr. O a lo peor a todos. 

Cuando alcanzamos por fin el mostrador, a mitad del pasillo, nos aguardaban dos o tres residentes mayores. Llevaban la experiencia tatuada en la seguridad de su porte y de sus expresiones, y el recuerdo de sus propios miedos en el tono amable con el que nos trataron. Separaron el trigo de la paja (tres para medicina interna y dos para cirugía) y nos explicaron el funcionamiento básico de aquel aparente caos con fuertes dosis de organización subterránea que permitía que las horas pasasen y las guardias concluyesen. Algo que a nosotros, en aquel entonces, nos parecía absolutamente inverosímil. 


Luego nos enseñaron el estar de enfermería, una habitación con sillones alargados de sky en todo el perímetro, una mesa baja en un lateral y una televisión en el opuesto. Las dos o tres enfermeras que estaban allí detuvieron un segundo sus conversaciones para mirarnos con ojos de visitantes del zoo, y con la misma mezcla de sentimientos, unas de aburrimiento, otras de lastima, otras de cariño. Saludamos un tanto balbuceantes intentando parecer los más desvalidos y adorables posibles porque los aliados en aquel subterráneo debían valer su peso en oro. Después, una sala minúscula con unas estanterías con libros desvencijados, volantes diversos y una tarima pegada a la pared con ínfulas de mesa: el estar de médicos. 

-"Tranquilos, es que no tendréis demasiado tiempo para usarlo"

Sin solución de continuidad (y sin poder ir a liberar la vejiga de los nervios y una comida demasiado liquida y poco sólida) nos enfrentaron a una tablilla que sujetaba una hoja con los nombres de los pacientes, una palabra o dos a su derecha: dolor de abdomen, disnea, cólico, un número algo más allá, si, por fortuna, le habían encontrado acomodo en alguno de los bóxes (denominación pintiparada para unas salas cajas de cerillas cerradas con una cortina) y una inicial enmarcada a su izquierda que nos adjudicaba a cada uno nuestros pacientes, y a ellos, los pobres, sus primeros y absolutamente inexpertos médicos. 

A partir de ahí, la ruleta de los recuerdos difumina los perfiles y los colores, desvirtúa los hechos y las palabras, las transforma en batallitas de perros viejos que siguen repitiendo los perros nuevos. Recuerdo la vorágine de las prisas devorarme, las miradas de ánimo que te esperaban a la vuelta de cualquier esquina, la torpeza en las preguntas, el volver una y otra vez para registrar una última cuestión, una última posibilidad que te ha venido a la cabeza. Recuerdo la paciencia infinita de algunas de las personas que nos rodeaban, la mano reconfortante para acompañarte cuando te perdías, y la soledad infinita que sentías cuando eras incapaz de encontrar esa mano por más que la buscaras hasta debajo de las piedras. 

Recuerdo la camaradería que permitía un chiste que te hiciera reír un momento, con una risa que descargaba cien mil voltios de tensión acumulada, y que sentaba maravillosamente.  Y recuerdo la angustia apretándote el gaznate en medio del pasillo después de horas sin sentarte ni un minuto, con las manos repletas de papeles, con cien preguntas que responder al mismo tiempo y un deseo irresistible de gritar y sentarte en el suelo a llorar un rato, hasta que te despiertes sudoroso de la pesadilla en tu cama. 

Y aunque el reloj, en su burla continua, decide que los minutos duran ciento veinte segundos y las horas van hacia atrás, al final la órbita cósmica planetaria sigue siendo tu aliada, el sol sale, o eso te cuentan las enfermeras cuando hacen su cambio de turno matutino y sonríes con las escasas fuerzas que te quedan porque el miedo ya es un poquito, solo un poquito menos miedo y porque ya eres un veterano en esto de las guardias. Así que, desgreñado y con un dolor de piernas de anciano medio paralitico, te echas el petate al hombro y te diriges a la cafetería donde el rebaño te localiza enseguida y te abre un círculo respetuoso para que pidas tu café con leche en vaso y tu croissant porque te has ganado ese privilegio y el de las miradas admirativas y atemorizadas de quienes esperan su debut sin picadores al otro lado del pasillo. 


Ahora que las nuevas generaciones de especialistas están a punto de conocer su destino, me apetecía rescatar de la memoria los sentimientos que generó aquella primera guardia en las urgencias del hospital, hace ya unos mil o dos mil años. Los lugares y las gentes (algunas) han ido cambiando. Las sensaciones, los sentimientos, son mucho más estables, me atrevería a decir que permanecen inmutables al paso de las generaciones. Así que, queridas y queridos míos, os diría que no tuvierais miedo, pero entonces, seguro, os mentiría. 







2 comentarios:

Sai dijo...

Uff que de emociones me ha hecho recordar tus post... No hace mucho que hice mi primera guardia y aunque estaba nerviosa, la recuerdo con mucho cariño. Espero poder acoger a mis futuros compañero de la misma forma que lo hicieron conmigo. :)

chris dijo...
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