lunes, 21 de marzo de 2016

La vida es hermosa

Benita no sabe gestionar el tiempo. ¡Qué cojones! Lo que le pasa a Benita es que se enrolla más que las persianas. Pero como soy su médico de cabecera, la sonrío complaciente y pienso: "¡qué mal gestiona el tiempo, la jodía! Sigue sentada a mi lado sin inmutarse, absolutamente ciega a mi acúmulo de señales, carraspeos, insinuaciones, hasta silencios largos que se convertirian en incómodos para otra persona cualquiera, excepto, por supuesto, para Benita.

Como ya tengo asumido, Benita se levantará y dará por terminada la entrevista en el momento exacto en que le plazca, que, probablemente resulta lo más razonable. Al menos para ella. Igual la transformación en rugido de marabunta de lo que empezó siendo un  run-rún leve en la sala de espera quiera decir que al resto de los esperantes la gestión del tiempo de Benita les parece algo menos razonable. 

Yo no la he oído jamás emitir una disculpa. Ni en la consulta ni al despedirse, mientras recibo en la puerta a su exasperado sucesor. A Benita la opinión de sus convecinos se la trae al pairo. Y se lleva bien con ellos, que conste, son casi cincuenta años viviendo allí, desde que su marido decidió hacer las maletas y largarse de la ciudad, harto de los empleos con que tenían a bien explotarle. "Para que te exploten, mejor el campo, que por lo menos no respiras la mierda de la ciudad". Así que cogió a una Benita mucho más silenciosa que ahora y a sus tres preciosidades y se vino para acá. Antes de diez años había muerto el pobre de un cáncer de pulmón. Menuda ironía: se había quitado el monóxido de carbono y no había podido quitarse nunca el humo del tabaco negro. 

Benita había sacado a las niñas adelante, porque la vida en el campo puede comprimirse como si quedara envasada al vacío, sin soportar el peso de la futilidad que nos asalta a cada paso en las ciudades. Y eso era una inmensa ventaja para alguien como Benita, incapaz de gestionar el tiempo, pero capacitadísima para gestionar las cuatro pesetas que ganaba limpiando casas, con el alquiler de las pocas olivas que había dejado su marido y la pensioncita de habilitada de las clases pasivas. 

Yo, a Benita, la conocí ya con las hijas dispersas por las capitales, cuatro muelles en unas coronarias antiagregadas, un tintazo rubio de peluquería que hacía daño a las pestañas y una verborrea incontrolable. Me traía religiosamente sus tensiones arteriales, el azúcar que se tomaba quince o veinte veces al mes sin ser diabética y una retahíla de viernes de dolores donde se entremezclaban unos escozores retroesternales que ella menospreciaban y yo macroapreciaba. Era su rutina con el anterior médico y lo fue conmigo como heredero de la congestión de consulta que su paso dejaba el día que correspondía. 

Eran visitas, como decía de tiempo impredecible, pero largo, y que sin embargo a mí siempre me parecían tristes, me dejaban un poco cortada la digestión del desayuno, como se suele decir. Cuando reflexionaba sobre ello llegaba a la conclusión que ese poso amargo me lo dejaban frases que soltaba Benita como minas antipersonas. Frases que se quedaban enterradas y que cuando las pisaba más tarde, me reventaban el depósito de la tristeza. Y eran frases de soledad. Siempre de soledad. A pesar de las visitas de las hijas, de las nietas, a pesar de los viajes del INSERSO a Benidorm, donde bailaban pasodobles y congas y se comían cuatro platos en el bufete mientras hacían bromas sobre mi, a pesar  de las novenas y su Misa de domingo, a pesar de sus ciento cinco de azúcar en ayunas y su doce siete de tensión, a pesar de todo eso, ella seguía soltando minas revienta-tristezas cuando menos me lo esperaba. 

Y esta era nuestra relación, básicamente. Hasta que un día, la nefasta gestión del tiempo de Benita no trajo ni una de esas minas, sino una sonrisa permanente como si quisiera enseñarme una dentadura postiza recién estrenada. Era una risa tonta, de adolescente guasapeando un sábado por la tarde. Yo no la quitaba ojo porque la evidencia de su alegría era tal que si no hubiese sido por sus setenta y muchísimos le habría preguntado si es que estaba embarazada. Había conseguido con el paso de los años reducir el sufrimiento de las yemas de sus dedos a dos picotazos al mes, y también había conseguido sosegar las ansias de registro tensional, pero siempre a costa de mucho empeño (mío) y muchas advertencias y miedos (suyos). Pero aquella vez me soltó que no tenía ninguna gana de andar con hojitas apuntando numeritos, que la vida era demasiado breve. Y que mirara muy bien la fecha en la que la iba a citar, porque "tenemos previsto un viaje". 

"Una nueva excursión con la Asociación"- le pregunté. 
"No. Nosotros"- y la sonrisa me dejó ver las treinta piezas marfileñas y dos de oro de las arcadas inferior y superior. 


Seis meses después conocí por fin al responsable de la sonrisa y de la derrota del programa de actividades preventivas, Eugenio, un joven atildado de unos ochenta y pocos, que conservaba cubiertos casi todos los temporales y parietales, raleando solo un poco por el occipital, y disfrutaba de una salud de hierro en toda su anatomía, excepto en las rodillas, que eran su talón de Aquiles particular, y a las que mimaba con rodilleras y Réflex para poder seguir cerrando con Benita las pistas de baile de los hoteles de Torrevieja. 

Ahora los dos tenían un pueblo adoptivo, y repartían sus vidas entre ambos, y el catálogo de excursiones del INSERSO, como repartían sus cariños con sus hijos e hijas, naturales o hijastrados, que tuvieron que rendirse a una felicidad que no admitía réplica. Benita sigue gestionando el tiempo como el culo, qué le vamos a hacer, pero ya casi no me deja preguntarla por esos escozorcillos de rechinar de stents. La última vez que lo hice me miró con media sonrisa, dando por concluida la reunión, y me dijo mientras abría la puerta y la freían a miradas furiosas: "de algo hay que morir, querido doctor, de algo hay que morir". 


Dedicados a todxs aquellxs médicxs que estén pensando en ser médicxs de cabecera y hayan podido pensar, leyendo algunas de mis historias, que este es un trabajo triste y penoso. La vida, queridxs amigxs, siempre tiene capacidad para ser hermosa. Y la Medicina de Familia es la vida misma. 

La música es de Luis Ramiro, un regalo de José Tomás Mateos, un enfermero manchego por tierras de Ecuador, con mil agradecimientos.





1 comentario:

Cristina dijo...

Dice Teresa Díaz: "Existe una regla de oro entre los verdaderos profesionales de la medicina (y más aún entre los de atención primaria): cuando van a una casa, ven únicamente al enfermo."

Toma ya!!!!!!!!

Menos mal que los médicos no hacemos caso de semajante sandez que acaba de dejar escrita usted.