Andaba yo trasteando en mi primer año post-residencia, un año dedicado a folgar en su máxima expresión. Sustentaba tan digna aspiración en un trabajo a dedicación plena como médico en un equipo deportivo, combinado con unas guardias nocturnas pateando los madriles con un vehículo a motor (a Dios gracias) pero solitario como la madre que lo parió, que me llevaba de universo en universo domiciliario a la hora de las putas y los infartos de miocardio.
Para rematar la faena, que la folganza requiere buena bolsa, estaban todos esos apaños que nos iban saliendo sustituyendo a esa generación de entre los nuestros que, por circunstancias históricas, se habían dejado los lomos inventandose la primaria y a ellos mismos y podían al fin disfrutar de sus merecidas vacaciones, moscosos y bajas variadas, contribuyendo así a mantener el mínimo nivel de empleo entre los jóvenes recién entitulados.
Para rematar la faena, que la folganza requiere buena bolsa, estaban todos esos apaños que nos iban saliendo sustituyendo a esa generación de entre los nuestros que, por circunstancias históricas, se habían dejado los lomos inventandose la primaria y a ellos mismos y podían al fin disfrutar de sus merecidas vacaciones, moscosos y bajas variadas, contribuyendo así a mantener el mínimo nivel de empleo entre los jóvenes recién entitulados.
Como dijo el cabronazo de Dickens (perdón por el insulto, pero es que jode que se le hayan ocurrido a él antes las mejores frases) era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos. Cero de responsabilidades y una cabeza hueca es lo que tienen.
Aquella Navidad venía a reventar de una gripe pesada y extendida que mantenía un flujo en las consultas cansino y eternizante. Y cuando finalizaban, las administrativas sonrientes te acercaban tres o cuatro papelillos escritos con boli BIC que me costaba entender. Mi mejor amigo y yo sustituíamos a dos compañeros en el Centro de Salud del casco antiguo. La población que sobrevivía a la invasión de tiendas de souvenirs acumulaba años y deterioro (físico y cognitivo) y tendían a mimetizarse con la historia de las piedras sobre las que vivían.
Nunca me desagradaron las visitas domiciliarías. Al contrario, me daban una sensación de desnudez, de regreso a la sencillez de la Medicina que me enternecía y me apasionaba. Y eso que hay una corriente vergonzosa dentro de nuestro gremio a rechazarlos, o a cargarlos en otros, urgencias, unidades hospitalarias, compañeros por turno. Una lástima y una deshonra, pero es lo que hay.
Así que aquella mañana, pastosa y húmeda, el final de la consulta prometía patear empedrados y recetar paracetamoles. Como terminamos más o menos al mismo tiempo, y compartíamos parte del camino, decidimos salir juntos por aquello de un ratito de risas y chanzas que teníamos por costumbre entre nosotros. El primer aviso de mi amigo era una casa situada a unos cien metros de Centro. Nos extrañó la cercanía pero presumimos serios problemas de movilidad, y como estaba tan cerca, decidí acompañarle.
Nos abrió la puerta una joven veinteañera que nos explicó que el enfermo era su hermano de diecisiete años (igual eran dieciocho pero no creo que afecte la veracidad del relato). Las miradas que nos cruzamos mi amigo y yo fueron suficientemente significativas como para que no pasasen desapercibidas por aquella joven, pero no dijimos nada.
Llegamos a la habitación y un adolescente estaba plácidamente descansando en el lecho del dolor. Se desesperezó al vernos y mi amigo inicio su intervención salvadora. En un arrebato muy propio de su cachaza (un día le dedicaré un post entero, o mejor un libro, que es lo que se merece) pidió una cuchara y una linterna, como si éste fuera un útil presente en todas las casas en los cajones de la cocina (tiempos antiguos aquellos sin móviles con luces incorporadas: ¿existieron alguna vez?)
Como era de esperar no tenían linterna y tuvimos que desenroscar la tulipa de la lámpara de la mesilla, y con ella en ristre le iluminaba las fauces mientras mi amigo le deprimía la lengua con el mango de la cuchara. Sí, vale, éramos los Pepe Gotera y Otilio de los médicos de familia.
Prescrito el oportuno antibiótico para luchar bravamente contra tamaño exhudado purulento, nos íbamos con viento fresco cuando, ya en la puerta, se me ocurre hacer un comentario más que naif sobre priorizar la visitas domiciliarías a los ancianos tan necesitados en aquella época del año, instando a jóvenes fuertes en la flor de la edad a acercarse en cualquier momento a unas instalaciones distantes la friolera de un hectómetro.
No recuerdo como siguió aquella mañana ni las siguientes. Pero uno de aquellos días, mientras contestaba amablemente al interés de los pacientes por el destino de su médico de cabecera y trataba de superar su desconfianza hacia aquel chavalillo mal peinado con mi atractivo personal (o sea, malamente), entraron en la consulta un matrimonio de mediana edad, es decir, que la mediana de su edad estaría por los cincuenta y tantos. Trajeado él y enjoyada ella, pero con un gesto adusto que no presagiaba precisamente empatías varias.
- Usted no sabe quién soy yo - me soltó antes de que abriera la boca.
- Pues ni idea, la verdad - y es que era la verdad. Ni puñetera idea, aunque la frase y el aspecto dibujaban en mi imaginación un comisario de la política de Franco. O un delegado del movimiento recién salido de la Adoración Perpetua con su mujer.
Creo que mi nada fingida ignorancia le calentó más de lo que venía, tal vez porque cuando uno se cree importante asume mal que los insignificantes no les conozcamos, y debió interpretar mi ignorancia como un gesto de chulería. Infundado, aunque me hubiera encantado.
Pues resulta que semejante matón era el papá de la tierna criaturita que había investigado sobre qué especie de animal sin sentimientos había hecho comentarios desagradables y maleducados a sus rorros, precisamente en aquella situación de desamparo y enfermedad.
Son esos momentos en que si llego a tener a mano unas lagrimitas artificiales me hubiera instilado a chorro cada ojo para que no me ardieran de lo ojiplaticos que los tenía. La realidad estaba tan desvirtuada que me costaba localizar el desplante, pero cuando ya no me cupo la menor duda, intenté desinflar aquel basilisco explicándole el tono y el contenido de la famosa "reprimenda".
No agachar la cabeza y reconocer mi error le enervo aún más y las frases finales fueron de lo más encantadoras:
- Dígame su nombre y apellidos que me voy a encargar de que tenga usted muy difícil trabajar en esta provincia!
Por aquel entonces empezaba yo a repasar mentalmente las fotos del Hola de la familia real por si acaso se me había ocurrido molestar a algún cuñado importante. Pero como no era capaz de ubicar al menda, me dispuse a zanjar el rapapolvo ahora ya sí con un punto de chulería. Ya que me defenestraban, al menos por mi parte que fuera con estilo.
- Lo que hice y en la forma que lo hice lo volvería a hacer en las mismas circunstancias. Puede usted pedir la hoja de reclamaciones a las administrativas antes de irse. Buenos días.
Se levantaron y se marcharon envueltos en aires de ofensas y con la mala educación de dejar la puerta abierta.
Fui a buscar a mi amigo, que pasaba consulta un piso por encima mío. Cuando le conté el sucedido, sonreía pícaramente y me confesó:
- Te he vendido, amigo. Era el concejal de Urbanismo y como me estoy haciendo la casa en el casco, no he querido meterme no sea que me pare las obras.
Nos descojonamos durante un buen rato porque entre nosotros no cabían los malos rollos, ni en su corazón la más mínima maldad hacia mi. El era así.
Yo nunca volví a ver a ese energúmeno. Ni siquiera rellenó la hoja de reclamación, seguro de que tendría otros medios más dañinos de hacérmelo pagar. Pero yo seguí maltrabajando sin noticias de ese Gurb postfranquista ni de su maldición gitana.
Pero los azares del destino, azarosos son, que diría el disléxico de Joda, y muchos años después, aquel jovenzuelo blandurrio fue encumbrado por la meritocracia de su partido a un cargo en mis servicio de salud, desde el cual sistemáticamente cumplió su venganza, claro que sin comerlo ni beberlo, la extendió atómicamente como un Hiroshima sanitario.
Lidiar con politicastros es un mal necesario para los médicos de cabecera. Sobre todo para los médicos rurales, las relaciones a veces se estrechan y en las distancias cortas todos olemos, unos mejor y otros peor. Eliminar la dependencia de las autoridades locales fue en muchas ocasiones un avance, pues la auténtica Medicina sólo se puede y se debe hacer desde la total autonomía.
Luego somos humanos, tenemos nuestras filias y nuestras fobias, pero la inmensa mayoría de nosotros tenemos la gallardía de reconocerlo, y, olvidando siglas y colores, al fin los humanos devienen a su condición de tales y allí deben encontrar a su médico de cabecera.
Por otro lado, se discute mucho sobre la rigidez contractual de nuestro sistema sanitario, presuponiéndola un problema, y tal vez lo sea. Pero sustituirla por contratos de mierda que te impiden llevar la cabeza alta (por el cansancio y la necesidad perpetua de estar mirando la cuenta corriente) no debe ser el camino. La estabilidad laboral es imprescindible, desde luego por múltiples motivos sanitarios, tanto de la población como de los propios trabajadores, y también es necesaria para mandar a freír puñetas a determinados fanfarrones, aunque, a sus ojos, seamos hijos de un dios menor.
(fotograma de la película Hijos de un dios menor, de 1986, con William Hurt y Matlin)
PD: la precariedad es una lacra. Seguiremos informando, aunque nos quede sólo la narrativa
Os adjunto el enlace al Manifiesto en contra de la precariedad laboral sanitaria, un punto de partida de los profesionales implicados en la salud de la población, una postura por encima de intereses políticos, cuyo único fin es hacer visible un problema que, con otros que también se ponen negro sobre blanco en el escrito, ponen en riesgo un sistema hasta el momento vertebrador de la sociedad y garante de la equidad. Quien lo crea oportuno, puede adherirse al m mismo. Os garantizo que ha nacido de la buena fe.
Gracias a Juan Gérvas y a Joan Carles March por sus aportaciones (y la infinita paciencia de soportarme alguna que otra vez)
Luego somos humanos, tenemos nuestras filias y nuestras fobias, pero la inmensa mayoría de nosotros tenemos la gallardía de reconocerlo, y, olvidando siglas y colores, al fin los humanos devienen a su condición de tales y allí deben encontrar a su médico de cabecera.
Por otro lado, se discute mucho sobre la rigidez contractual de nuestro sistema sanitario, presuponiéndola un problema, y tal vez lo sea. Pero sustituirla por contratos de mierda que te impiden llevar la cabeza alta (por el cansancio y la necesidad perpetua de estar mirando la cuenta corriente) no debe ser el camino. La estabilidad laboral es imprescindible, desde luego por múltiples motivos sanitarios, tanto de la población como de los propios trabajadores, y también es necesaria para mandar a freír puñetas a determinados fanfarrones, aunque, a sus ojos, seamos hijos de un dios menor.
(fotograma de la película Hijos de un dios menor, de 1986, con William Hurt y Matlin)
PD: la precariedad es una lacra. Seguiremos informando, aunque nos quede sólo la narrativa
Os adjunto el enlace al Manifiesto en contra de la precariedad laboral sanitaria, un punto de partida de los profesionales implicados en la salud de la población, una postura por encima de intereses políticos, cuyo único fin es hacer visible un problema que, con otros que también se ponen negro sobre blanco en el escrito, ponen en riesgo un sistema hasta el momento vertebrador de la sociedad y garante de la equidad. Quien lo crea oportuno, puede adherirse al m mismo. Os garantizo que ha nacido de la buena fe.
Gracias a Juan Gérvas y a Joan Carles March por sus aportaciones (y la infinita paciencia de soportarme alguna que otra vez)
1 comentario:
Se comprende su situacion pero por desgracia no es muy distinta de la que padecen otroas profesiones, tambien tienen precariedad, incluso quizas mas salvaje, los abogados , maestros, ingenieros, albañiles, , fontaneros, etc..., es la España de hoy.
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