lunes, 23 de marzo de 2015

Adán y Eva no se adaptan al frío

Adán fue toda la vida uno de los solterones del pueblo. Ya casi nadie se acuerda de que tuvo una infancia, después de verle tantos años encima de su tractor arando, con la gorra ligeramente ladeada, algo chulesco, y el palillo en equilibrio eterno entre los labios canturreros. Una copa por la mañana de 103 para entrar en calor, y al campo, que hay mucha faena.  Garbanzos en el plato casi a diario, de los que el mismo cultiva, con sus judiitas verdes y su zanahoria, y un buen trozo de tocino que poner entre pan, que es mucho el desgaste que trae el terruño.

Nada de mujer e hijos, que quedó poco tiempo y tampoco eran tantas las mozas. Una visita al mes con otros dos solterones al puticlub del pueblo de al lado, para enfriar calenturas, y a conformarse con cenar con los sobrinos en Nochebuena.

Adán se ha hecho viejo, quien lo diría. La gorra sigue ladeada, pero las coyunturas ya no le dan para subir y bajar del tractor, la vista se ha ido nublando y un buen día, sin avisar, mientras ponía el cocido al fuego, le atizó una coz de mula en medio del pecho que le hizo sentir como si se le desgarrara el esternón. Resultó ser un infarto que no se le llevó por delante por la cosa esa de los muelles que ponen ahora los  sabios en el hospital.

Cuando logró salir de allí, hecho un saco de huesos, su sobrina la que trabaja en la capital, la más espabilada de todos, le explicó que no podía seguir viviendo sólo en su estado, comiendo cocido a diario y expuesto a que le repitiese de nuevo el susto. El no quería irse a vivir con ella, nunca le había caído bien su marido, aunque sin un motivo especial, salvo ese sexto sentido del solitario. Pero ella no le propuso acogerle, le llevo de visita a la residencia de ancianos del pueblo. El asilo, vamos.

Allí todo fueron sonrisas. Olía bien, era la hora de comer. Había gente por los pasillos, luz, habitaciones amplias. Tendrá que ser así, le contestó a la sobrina, y al día siguiente reunió cuatro cosas y tomó posesión de su habitación.

Eva se había hecho vieja sin darse cuenta. Se asombraba cuando se miraba al espejo, no le cuadraba esa cara arrugada con lo que le pasaba por la cabeza. Ella era andaluza, de Córdoba. Y no conseguía salir de su asombro, no entendía como había llegado hasta ese lugar del que jamás en su vida había oído hablar. Vivía en una confusión permanente, y eso le daba unas ganas enormes de gritar, de decir cuatro verdades bien dichas, y claritas, aunque allí la entendieran regular cuando se le cerraba el ceceo. Pero había aprendido a tragárselas frente al espejo, porque las dos ocasiones previas en que dejó salir el genio le costaron un cinturón y unas esposas de tela sujetándola a la cama. Y eso sí que no.

Eva se arrepentía de no haberlo puesto el culo morado al calzonazos de su hijo cuando tuvo ocasión. Y de no haberle bailado el agua a la bruja de su nuera. Las nueras de película de Almodóvar no perdonan, sólo tienen que sentarse a ver pasar el cadáver de sus suegras, o el paso del tiempo, que viene a ser lo mismo.

Adán y Eva se conocieron en la sala de la televisión. Casi no conseguían oirse el uno al otro pues a unos oídos ya poco boyantes se unía un volumen digno de discoteca de la ruta del bacalao. Y a Mariló a voz en grito hay pocas cabezas que la soporten. Se estuvieron partiendo de risa con el tema de los nombres, y Adán se ladeó todavía un poquito más la gorra, mientras Eva desplegaba todo el arte cordobés que creía que ya se le había oxidado. Optaron por la discreción, aunque en una residencia tan pequeña la cosa es difícil. Pero las chicas son unos cielos, cada una con sus cosas, pero en eso han tenido suerte, y les encubren cuando salen a pasear por el patio. A su sobrina y su hijo, mejor ni mentarlos nada, ya hace tiempo que ambos descubrieron que, después de tantos años, son sólo dos presos sin ninguna capacidad de decisión sobre sus vidas.

Los inviernos son duros en este secarral. Eva apenas nota la calefacción, no consigue acostumbrarse. El sol es mortecino, apenas una burda imitación del de su Córdoba. A Adan le gustaría darla calor aunque cada vez tiene menos chicha, como le dice ella. Y encima esa maldita goma que le han puesto para orinar, que le tiene obsesionado.  Un buen cocido de los que no ha vuelto a probar desde que entró en el asilo si que la calentaría, y no el aguachirri que preparan allí, para que no les suba la tensión, ni el colesterol malo, faltaría. Maldita la gracia que le hace.

Pero ella se va apagando poco a poco. Con suavidad, sin estridencias, sin llamar la atención. El apenas se separa de su lado, con la mano entre las suyas, va, poco a poco, traspasándole el frío, y Adán se estremece en su silla de ruedas. Ya ninguno de los dos se adaptan al frío, y Eva se deja llevar.   Su hijo tardó más de doce horas en llegar. Adán había llorado todas las lágrimas que le quedaban y tiritaba sin quitarse la gorra que a ella tanto la gustaba.

Le tumbaron en la cama y decidió dejar de comer, porque ya era la hora, a qué aplazarlo. Seguía tiritando, y el maldito termómetro se empeñó en dejarle en evidencia. Será una infección de orina, otra más, no podemos dejarle morir, gritó la mala conciencia de su sobrina, mientras Adán se acordaba de sus muertos en su semi inconsciencia. Cuatro semanas de hospital pensando en reunirse con ella, con tubos por todas partes, sin fuerzas para cualquier gesto que no fuera de disgusto, pero que, ya había aprendido, terminaba siendo mal interpretado como un deseo de aferrarse a una vida a la que ya no debía nada.

Volvió a la residencia con una úlcera en el dorso del pie del tamaño de una naranja, negra y apestosa. Todas le trataban con sumo cariño y delicadeza, aunque los dolores que le provocaban eran insoportables. Y seguía teniendo frío. Su sobrina llamó por teléfono varias veces, y una tarde fue a verle. Fue una visita breve, porque Adán no abrió lo ojos, y no dejó de temblar, aunque más por el miedo a otro traslado. El médico de cabecera había dejado un papel donde hablaba de ensañamiento terapéutico, que la sobrina leyó entre maldiciones pero que al menos consiguió contenerla, hasta que Adán, por fin , pudo morirse, si no en paz, al menos  en tranquilidad.

Las residencias de ancianos son una aberración. Se que es una expresión dura que me granjeará malas caras, pero para mi es un realidad irrefutable. Una aberración más de esta sociedad de la que tanto nos regodeamos. Se consideran un signo de modernidad. Los gobiernos de todos los niveles asignan recursos a su mantenimiento, camas concertadas, subvenciones, recursos que tal vez hubieran podido dedicarse a conseguir que los mayores pudieran vivir en sus casas, o en las de sus hijos.

Y estas aberraciones se autoalimentan de tal modo que devienen en círculos viciosos casi imposibles de romper: intereses económicos, miles de puestos de trabajo, y un desabastecimiento de otros servicios sociales tan enorme que parece imposible de corregir.

Una sociedad a la que la estorba sus viejos, pero que, curiosamente ha recibido en todo la cara la bofetada de ver como esos viejos mantenían con sus pensiones familias enteras, cómo con sus cuidados a los nietos permitían a sus hijas e hijos conservar trabajos de horarios infames y sueldos vergonzantes.

Muchas veces me he imaginado la cara de asombro de un oriental o un árabe al contemplar estos asilos. Su concepto es algo tan absurdo para ellos como para nosotros que coman insectos o ayunen durante un mes. Y me pregunto si no se nos estará escapando la civilización por este boquete que le hemos hecho.

He conocido muchas residencias de ancianos. He conocido gente extraordinaria trabajando en ellas, tratando con un cariño y un respeto inimaginable a tantos abuelos que me enternece pensarlo. También he conocido sitios que no merecerían albergar ni a un perro abandonado. Y gente malvada, porque no quiero emplear otras expresiones que me llenan de hiel la boca. Hay de todo en la viña del Señor, como dicen los curas. 

Sólo me queda trabajar para ser el mejor médico posible para estos pacientes tan frágiles, y empujar para tratar de cambiar el trocito de sociedad que me rodea. 

Recomiendo la lectura del artículo de Juan Gérvas sobre las residencias de ancianos, desgarrador y removedor de conciencias, como siempre,

Las historias son inventadas y el título tomado de la genial canción del Maestro Sabina  junto con Fito Páez "Llueve sobre mojado"


3 comentarios:

Alex dijo...

El titulo del post me atrajo por que soy fan de la cancion.
Nunca he conocido un asilo, pero he oido cosas buenas y malas. Que si no los cuidan. Que si les dan cudiado especializado que las familias no pueden. Etc, etc. Hay muchas opiniones en ambos lados de la moneda.
Eso si, en nuestra sociedad en cuanto eres viejo... te olvidan

Afrontando la lesión medular dijo...

Aún se complica más la cosa cuando se trata de la derivación a asistencias asistidas a lesionados medulares penta o tetrapléjicos conectados a ventilación mecánica.

Gracias por ese relato tan bien conducido y narrado como siempre- MªÁngeles

Raul Calvo Rico dijo...

Gracias a ambos por vuestros comentarios. Efectivamente hay tantas opiniones como experiencias con las residencias de ancianos.

En cuanto a la gente con lesiones medulares que deben ser institucionalizados, la situación alcanza unos niveles de complejidad impresionantes.