lunes, 6 de abril de 2015

Los renglones torcidos (del caballero Tudor)

Juan era un tipo fornido. Vivía en un pueblo de Córdoba con  sus padres, dedicado a la aceituna, y a echar requiebros a las chavalas en las fiestas. Las distancias no eran muy largas, al menos a ciertas edades, y el clima clemente de las noches de primavera permitía volver a casa por las cunetas de las carreteras comarcales mientras se construían fantasías inconmensurables sobre sucedidos mucho más prosaicos.

De aquella noche sólo le queda el recuerdo de unos ojazos negros que le habían encandilado bajo las farolas de la plaza del pueblo de al lado, y un chirrido atronador que se le llevó por delante sin darle tiempo a girar la cabeza. Tuvo más suerte que otros dos de sus compañeros de viaje y despertó en la UCI del hospital de Córdoba un mes y medio después con la mitad de su cuerpo hecho un guiñapo y una especie de zapatilla en la boca que no le dejaba enhebrar unos pensamientos que parecían encasquillados.

Habían pasado casi veinticinco años de aquello. Los pensamientos seguían igual de enlentencidos. La lengua había recuperado sus dominios, pero las palabras se articulaban unas veces atropelladas, otras titubeantes. El brazo izquierdo era un trapo colgante y la pierna una mala muleta. Se había ido a vivir con su hermana mayor, recluida en una silla de ruedas por una polio de postguerra, se supone que a echarla una mano, aunque el cuadro resultaba patético.

Cuando le conocí me costó enormemente entenderle. Entró en la consulta con un pantalón azul con tiras fluorescentes en las perneras, y un chaquetón amarillo brillante. Trabajaba en una subcontrata del Ayuntamiento de la capital, pasando una máquina limpiadora que manejaba con el brazo derecho y con la que renqueaba por la ciudad de las cuestas. Acababa el día molido con contracturas por todas partes, al llegar a casa se daba un lilimento que espantaba a las moscas y se derrumbaba en la cama. Aquella primera vez entró casi al final de la mañana. Sus balbuceos y ese saltar inconcreto de unos razonamientos a otros me irritaron como si Murphy hubiera venido a meterme un dedo en el ojo. Le despaché recomendándole unos estiramientos, calorcito y si acaso, algún flojo analgésico, mientras me hacia cruces al ver su historial blanco como si fuera un recién nacido.

Entonces, cuando se marchaba, el gran Tudor Hart me abofeteó en ambas mejillas y retrató con la puntera de su bota en mis nalgas su ley de cuidados inversos, consiguiendo que le parara en la puerta y le citara en quince días, lo que agradeció con su exquisita educación y una sonrisa el bueno de Juan.

En aquella segunda visita fui capaz, al fin, de leer aquellos renglones torcidos conque la vida se empeña a veces en redactar su bitácora. La crisis le dejó malviviendo de su pensión de incapacidad parcial (con medio cuerpo de goma y sin estudios, los trabajos no se amontonan en su puerta) y sacándose unas perrillas de estranjis ejerciendo de taxista sin papeles para vecinos aún más solitarios que él. Se quedó sólo cuando su hermana ya muy deteriorada decidió trasladarse a morir a su pueblo natal. Yo le veía algún día en la puerta de la consulta, ejerciendo de chófer, le preguntaba por su vida y él me contaba, agradecido, que cada vez tenía más dolores que apenas podía salir a caminar y que desde que se encargaba él de la cocina, su barriga se había empeñado en crecer sin mesura.

De ella no sé su nombre. Acompaña a su madre cuando viene a mi consulta, cada dos o tres viernes, siempre a última hora. Permanece callada con una expresión bobalicona, de la que he intentado rescatarla alguna vez con preguntas sobre el comportamiento de su padre. Apenas llevan un año en el pueblo, en un piso de alquiler junto a mi consulta. Lo he visitado varias veces y ella se mantiene en un segundo plano. Su madre es una mujer muy delgada que se levanta antes del amanecer para recorrer andando por la carretera los kilómetros que nos separan del pueblo más importante, donde limpia en una casa. Su padre tiene la mirada perdida de los enfermos sin memoria, pero en sus gestos subyacen agresividades que han dejado una marca indeleble.

Aquella noche hacia un frío de perros. Llovía despacio empapando los huesos y la enfermera que compartía conmigo la guardia y yo rezábamos porque tuviéramos un final tranquilo, al menos, sin salidas.  Las horas pesan y ninguno de los dos éramos especialmente jóvenes. Perros viejos, diría yo, o al menos maduritos. Cuando sonó el timbre soltamos una maldición poco considerada. En la puerta esperaban calándose, Juan y ella.
Pensé que la había traído al Centro en sus funciones de chófer y les recibí con lo más cálido que tenía a mano, que no era nada más que una sonrisa. Ella se mantenía un paso por detrás, como si no fuese capaz de encontrarse cómoda en ningún otro sitio, y Juan, deshaciéndose en  disculpas tartamudas, me contó que llegaban del entierro de su hermana en su pueblo de Córdoba, y que el autobús desde Toledo no había parado en nuestro pueblo, sino en el pueblo cabecera. Aquello suponía cuatro kilómetros de caminar por la cuneta (otra vez), en la noche y bajo el calabobos inmisericorde.

- He visto su coche y me he atrevido a llamar por sí ustedes nos podrían ayudar, pero ya me figuro que será imposible. No se preocupe, vamos despacio por la carretera y llegamos enseguida.

- Hombre, Juan. Aquí estamos los dos solos. Abandonar el Centro sería una irresponsabilidad.

- No se preocupe, de verdad, si lo entiendo.

Apenas cerraron nos quedamos mirándonos en silencio la enfermera y yo. La Nightandale debió darla un sopapo y a mi, sir Tudor Hart, directamente una patada en la genitalidad.

- Antiguamente, los hubiéramos subido a la furgoneta en un momento y ya está-, me dijo la enfermera.

- ¿Te importa quedarte sola dos minutos? No tardaré mucho más.

Los recogí apenas a cincuenta metros y no pude dejar de sonreír en todo el trayecto de ida y de vuelta. Nunca he podido resistirme a las historias de amor en las que se entremezclan renglones torcidos.

Si tuviera veinte años menos, hubiera peregrinado al castillo del caballero Tudor, como antes lo hicieran el Mozart de la Medicina de Familia, Roberto, escoltado por el enfànt terrible, Julio. Me hubiera arrodillado delante de él para que golpeara los hombros de mi jersey de renos y me calzara las espuelas de caballero. Pero como tengo esos veinte años de más, doy gracias a aquellos que me han inculcado su espíritu, y a la enfermera que revivió conmigo a Florence aquella noche de invierno.

Y termino lanzando una reflexión, que más bien será un grito en el desierto: ¿a espaldas de cuántos de estos renglones torcidos pasamos nuestras consultas tras nuestras mesas de marfil? ¿Quiénes son los que nos necesitan de verdad? ¿Nos sentimos cómodos en nuestras rutinas preventivas y nuestro paternalismo feroz y nos incomodan los auténticamente necesitados?

¿Queremos ser héroes de brillante armadura, o no nos va tan mal en el papel de villanos?

Para los legos en esto de la Atención Primaria y menos suelto en el inglés, esta referencia de la Wikipedia sobre sir Julian Tudor Hart

La foto es compartida con el permiso de mi amigo Roberto Sánchez y la mala educación de no haber dicho nada a Julio Bonis (espero que sepa perdonarme)















2 comentarios:

Anónimo dijo...

Raúl, no dejes de escribir, me encantan las historias de tu blog.
Algún día visita obligada a tu consulta..
Un abrazote de tu fiel seguidora abulense afincada en Madrid ;-)

Diego dijo...

Emocionante. Muchas gracias.

Un saludo