lunes, 8 de junio de 2015

Dos hombres y un destino

Aquella mañana de primavera fui a las oficinas del nuevo centro comercial de mi ciudad. Me recibieron amablemente en el departamento de tipos raros y les expuse mi idea de abrir una franquicia de ropa vaquera. Sí, de ropa vaquera. Y me quede tan ancho.

Se mostraron muy interesados y tras explicarme la condiciones económicas, me emplazaron a una nueva reunión una vez que tuviese en mi poder la concesión de la marca en cuestión. 

Yo salí con los papeles bajo el brazo y en la puerta del centro me detuve un momento. Me vi reflejado en el escaparate de Zara y apenas conseguí reconocer al muchacho que había contestado sí sin dudarlo un instante cuando le ofrecieron esa interinidad de tarde que no encontraba dueño y que había devorado previamente a dos aguerridos candidatos que apenas dejaron su impronta en el asiento de la silla de la consulta. 

Recuerdo una sala de espera con otros dos candidatos trajeados y con apariencia de revenidos, una entrevista con la directora médica y un tipo de sindicatos en la que mentí como un bellaco, porque no sabía ni cómo se llamaba el sistema informático de entonces (el añorado OMI). No debía importar mucho, dado que los siguientes cuatro años los ordenadores no aparecieron por mi consulta y nos seguimos apañando con las clásicas carpetas y los bolis BIC, mientras el resto del mundo luchaba con los softwares malditos. 

Cometí muchos errores en aquella mi primera aventura real en la cabecera. Hasta entonces, todo habían sido escarceos amorosos, incluso algún apasionado romance, pero, como todos sabemos, todo eso se parece poco a la convivencia diaria, a la denostada pero bendita rutina. Llegué al matrimonio con mi profesión con la alegría inconsciente del vocacional, y me lancé como un torito a cometer uno tras otro todos los pecados del novato, y, por descontado, creyéndome el rey del mambo, que no me besaba porque no me llegaba.

Tenía que demostrar al pueblo que les había tocado el gordo, así que busque fidelidades y pasar a los altares del lugar, seguramente a base de colocarme en el centro de aquellas vidas. Me quise convertir en un mega-padre capaz de tocar todos los palos, dispuesto a escuchar confesiones eternas con la mejor de las caras, entregado en cuerpo y alma a que fueran haciendo una placa con mi nombre para, si no la calle principal, al menos una de las paralelas.

Me faltó modestia y me sobró orgullo, y probablemente esto trajera medicalizaciones innecesarias, revisiones sin sentido, dependencia absurda de un sistema en el que yo era el héroe, y expolio de su capacidad de autocuidado, de sus recursos para llevar una vida normal, para enfermar y sanar, para vivir y morir.

Podría engañarme a mi mismo y a mis fieles lectores (hola cariño, espero que te esté gustando) y escribir que todo era por el bien de mis pacientes. Pero la triste verdad es que todo era para demostrar al mundo, y a mi mismo, que yo era un médico cojonudo, como no hay dos.

Y claro, con rigor y esfuerzo casi todo se consigue, y lo que yo creía que era mi prestigio fue creciendo en el pueblo ante la atenta mirada de mis compañeras del turno de mañana, una, con un carácter que convertía la empatía en una quimera, hasta con el espejo, y la otra, un perro viejo que sonreía advirtiéndome que nada servía para nada, pues el cariño de los pacientes es tornadizo, como el viento de la exigencia que te niegues a cumplir y que te transformará de héroe en villano en un parpadeo.

Así que sin comerlo ni beberlo, y para mi asombro, me fui sintiendo cada vez más vacío. Miraba a algunos de mis pacientes a través de la lupa de la desconfianza y me desconcertaba si no reaccionaban como yo me esperaba. Había perdido por completo el norte, porque pensaba que yo era el centro y que las expectativas de ellos deberían ser las que yo les impusiera. Y cuando no era así, llegaba a casa irritado y rezongando acerca de la falta de agradecimiento y de la deslealtad. Cría cuervos... El invierno estaba claramente llegando (frase para los frikis de Juego de Tronos).

En fin, volvamos al tipo reflejado en un escaparate de Zara, a punto de poner una tienda de ropa sin tener ni repajolera idea de llevar un negocio, como si fuera un emprendedor de estos engañados de la crisis. Pues aquel prenda se fue para su casa haciendo números, y siguió haciéndolos en la carretera hasta el pueblo, y sólo paró de hacerlos cuando le llamaron para decirle que muy pronto, probablemente al mes siguiente, tendría un compañero con quien compartir Invernalia. Entonces, se detuvo la calculadora mental, desaparecieron los jeans and jackets y con cara de imbécil pidió referencias. Como la cara no podía verse por el teléfono, se las dieron: es el marido de tu compañera la del Centro de Salud de cabecera. Ella era majísima, y aunque todo es posible, deduje que no podía haberse casado con un ceporro, así que me preparé para darle la bienvenida.

El tipo era guapo, con ese aspecto un tanto desaliñado que despierta un no se qué en las mujeres, barbita de buscador de tesoros y una sonrisa permanente que costaba hacerle desaparecer. Y mira que lo intentamos los otros tres médicos, muy compañeros nosotros, cediéndole amablemente unos cuantos pacientes, no, por favor, no penséis que los más frecuentadores, o los más conflictivos, o ... Bueno, sí, pensadlo.

Pues el tipo ni un mal gesto. Y encima era del Atleti. Y charlábamos, cuando podíamos. Y pasábamos a vernos a la consulta para preguntarnos qué tal íbamos, bueno, yo más, porque el estaba en periodo de adaptación, o lo que es lo mismo, tratando de no morir en el intento. Y nos compramos una Melita y nos hinchábamos a cafés que tomábamos sin detener la consulta, que si no nos daban las mil y monas.

Y él tuvo un niño, y yo un segundo. y nos enseñábamos las fotos e intercambiábamos penurias. Y a nuestras mujeres las llamábamos las jefas, y las dos estaban igual de piradas, pero ambas eran encantadoras y nos tenían loquitos.

Y un buen día decidimos, sin encomendarnos a Dios ni al diablo, que organizaríamos las consultas a nuestro gusto, y decidimos que los miércoles, de forma alternativa, uno de nosotros sólo pasaría consulta media jornada, y dedicaría la otra media a leer, a escribir o a pintarse las uñas si se terciaba. Y encima, en la otra media, citaría pacientes cada veinte minutos, a los que atendería todos sus problemas de salud para dejarlos "niquelaos", que se dice.

Y aquel sujeto que quería montar una tienda de ropa fue rescatado por ese Indiana Jones justo un minuto antes de rendir Invernalia, y se convirtieron en amigos para siempre. Luego, el azar del destino le hizo reinventarse en dos pequeños pueblos, donde se prometió a sí mismo empezar de cero, no repetir los mismos errores, enterrar el orgullo en lo más profundo de las Fosas de las Marianas y abandonar para siempre el centro de la vida de las gentes. Y el rescatador de la eterna sonrisa tuvo que emigrar a los fríos hospitales para hacerlos más cálidos, para derramar humanidad como sólo él sabe hacerlo.

Así que, por ser quien es, por haberme honrado haciéndome su amigo, y por mi rescate, ¡va por ti, amigo!




4 comentarios:

Rodrigo Gutiérrez Fernández dijo...

http://m.youtube.com/watch?v=-H4BZwNMEvQ

Rafa de la Guerra dijo...

Muy bien descrita esa sensación inicial, que todos tenemos, de ser únicos y especiales para "nuestros" pacientes. Hasta que, pasado el tiempo, te das cuenta -con dolor y asombro- de que ni son tuyos, ni son fieles, ni tu eres un médico de película, ni salvas todas las vidas -llegas a comprender que la gente tiene la mala costumbre de morirse aunque tu seas su médico, sin ninguna consideración, porque siempre se les mueren a los otros, que ni de coña son tan, tan... como tú-. Y, para más inri, la Administración -que todo lo desgobierna- no cuenta contigo para nada, ni te valora, e incluso ni siquiera te conoce -así que mucho menos va a reconocerte mérito alguno-. Tampoco el sueldo se corresponde con tu nivel, tu ilusión, tu compromiso, tu dedicación en cuerpo y alma... Bueno, piensas, al menos tengo compañeros que me entienden y apoyan. Pero, también descubres -con pasmo y horror- que el 90% va a lo suyo, pasa de ti, de la Medicina, de los pacientes y de todo -bueno, con la excepción de los que tienen como objetivo dedicarse a ser jefecillos, Coordinadores, y hasta Gerentes...-.
La ilusión, la fantasía de diosecillo, el paternalismo y todo lo que te acompañó hasta ese día -también te ayudó mucho a soportar tantos años y años de estudios, de exámenes, de nervios...- salen volando por la ventana entreabierta de la consulta, te hacen una pedorreta y se van para no volver nunca más.
Entonces, tienes dos salidas: o te dedicas a otra cosa -vender ropa vaquera o lo que se tercie- o sigues trabajando de médico -que es lo que eres de verdad, por dentro y por fuera- pero, ahora, con los pies en la tierra; sabiendo que no puedes pretender ser más de lo que ya eres -que ya es bastante- y que sólo debes rendirte cuentas a ti mismo y a tu conciencia. Al final, quien te va a decir si eres buen o mal médico, eres tú mismo. Lo notarás al mirarte al espejo por la mañana y al repasar el día en la cama por la noche. No esperes más, tampoco menos.
Un abrazo

Raul Calvo Rico dijo...

Gracias Rafa, un comentario impresionante y con el que es muy difícil no identificarse. Dioses con pies de barro. Un saludo

Rafa de la Guerra dijo...

Exacto, Raúl: dioses con pies de barro. Por un lado me mata, pero, por otro, me gusta. Sólo nosotros sabemos lo que somos; aunque luego lo adornemos como queramos o nos convenga. No somos tanto como algunos creen, ni tan poco como otros se piensan.
Un abrazo y mucho ánimo. Estamos en una profesión muy bonita y que, bien enfocada, da para mucho.
Lo dicho, un abrazo.