La guardia se dejaba llevar hacia ese rún rún de horas intrascendentes, de conversaciones a retazos interrumpidas por los bostezos. Las últimas horas de un día duro, en las que uno añora su almohada y la respiración sosegante de su contrario o contraria. Esas horas que esconden una última llamada o un penúltimo timbre al que se responde arrastrando los pies, el fonendo y el alma.
Aquella vez fue una llamada de angustia, un "corran que mi madre está muy mala", de los que revelan terror en cada sílaba, de los que alertan el endurecido sentido arácnido del viejo médico. Mi compañera y yo llevábamos años de guardias juntos, una mirada traduce un mensaje de urgencia que no necesita palabras. Lo demás son movimientos mecanizados y el pequeño coche disparado hacia el pueblo de al lado.
Se habla poco cuando se piensa mucho, y al final, los GPS se reemplazan por cabezas fuera de la ventanilla buscando los rótulos de las calles a la luz pobretona de las medias farolas. Era un chalet con la verja abierta donde esperaba una mujer acurrucada cómo podía en su bata. Entramos tras ella en un garaje. Sobre una silla de madera una anciana vencía la cabeza con esa dejadez que solo sabe dar la muerte. Su hijo la sujetaba torpemente, llamándola con ese madre tan de los pueblos, y ese dolor tan de las despedidas.
Al vernos entrar nos miró con la angustia del que lo sabe todo. Su muñeca inerte y silenciosa me decía lo que era evidente. "Vamos a tumbarla en el suelo", les pedí mientras mi compañera desembalaba el aparataje pertinente. La mujer de la bata corrió escaleras arriba y volvió al cabo de un momento con una manta que extendió sobre el enlosado.
Rápidamente su hijo me contó que su madre, muy delicada ya del corazón, hacía años que llevaba dos "muelles", había decidido salir a tirar la basura. Pero el contenedor estaba calle arriba y aquello fue demasiado pedir para la vieja bomba cansada que llevaba en el pecho. Cuando volvió, pálida y mareada, se sentó en aquella silla y allí había cerrado los ojos entre los brazos de su hijo.
Entre todos recolocamos a la anciana sobre la manta, y sus pupilas arreactivas y sus silencios en el pecho corroboraron el relato y convirtieron en trastos inútiles el ambú y los demás chismes que rodeaban su cuerpo inerte.
Me levanté y como me ocurre siempre a pesar del callo de la experiencia, las palabras se me atragantaron en el gaznate como si fueran brasas. Puse la mano en el hombro de aquel hombre que no dejaba de mirar a su madre, en esos breves y eternos momentos en que de repente somos conscientes de lo insignificantes que somos en realidad.
Su mujer, aportó el pragmatismo que a veces es de agradecer, y afirmó con rotundidad: "no podemos dejarla ahí en el suelo hasta que lleguen los de la funeraria". Pues no, a todos nos parecía una falta de respeto, pero nos mirábamos los unos a los otros sin ser capaces de reaccionar. Ocupando el centro del garaje había una mesa de billar. El tapete verde resaltaba contra el blanco de las paredes y el suelo, y, por un minuto, los cuatro miramos aquella superficie atraídos por la cercanía. No recuerdo si alguien llegó a sugerirlo, pero me parece recordar a los cuatro protagonistas de la historia desechando con un imperceptible movimiento de cabeza la imagen de la pobre anciana velada sobre una mesa de billar.
"Si les parece, podemos subirla arriba entre todos, a una habitación". Creo que fue el hijo el que lanzó la sugerencia al rescate, mirándonos suplicante, temeroso de que nos negáramos a ayudarles. Mi compañera y yo nos miramos, de nuevo con el mensaje completo en las pupilas, y nos dispusimos a hacer el último servicio a aquella pobre anciana. Cogimos cada uno de una esquina de la manta, repartidos estratégicamente para compensar nuestras fuerzas, y emprendimos camino escaleras arriba, escaleras estrechas y empinadas que apenas te dejaban margen para moverte, con el pánico a que se nos cayera haciéndonos sudar y resoplar.
Al final, la depositamos con sumo cuidado sobre una cama y muy discretamente recogimos nuestras cosas, dejando a aquella familia con su pena y sus despedidas. Antes de irnos, nos regalaron una última mirada de agradecimiento empapada en una levísima sonrisa. Más que suficiente.
En el camino de vuelta, comentamos las situaciones tan absurdas que se dan en estas trincheras de la vida, mientras el Centro de Salud nos recibía en silencio, y nos marchábamos a la cama con esa intranquilidad del qué nos deparará la noche que, como los buenos desodorantes, nunca nos abandona.
7 comentarios:
Qué bien escrito y qué bien has sabido transmitir lo que sentimos los sanitarios en esas situaciones y que casi todos hemos sentido alguna vez en nuestras guardias rurales..
Muchas gracias Marty. Es cierto, son historias como decía de café, de vivencias y sentimientos que se entienden mejor cuando se ha ido uno dejando la piel por esas cuentas y esos pueblos. Un saludo
Tu "pequeño" relato (seguro que entiendes el entrecomillado) me ha recordado una vivencia lejana y aún dolorosa. Los que estáis en la trinchera sois testigos de muchos sucesos como este y me alegra que seáis conscientes de que en estas historias sólo sois un personaje secundario y que los protagonistas son una abuela muerta, un hijo afligido y una mujer envuelta en una bata...
(No puedo evitar decírtelo de nuevo: dedícate a escribir.)
Un abrazo. Paco.
Você é um poeta.
Texto que entra direto no peito.
Gracias Paco. Yo ya hace mucho tiempo que me di cuenta de la posición que creo debemos ocupar nosotros y quienes son los auténticamente importantes. Estoy en fase de "empequeñecimiento", o, como dirían los budistas, tratando de despojarme de las vanidades.
Algún dia habrá que dedicarse en serio a esto de la escritura!!
E você Angel , obrigado por suas amáveis palavras
Real y cercano. Podría hablar de empatía, de respeto al cuerpo, de la labor que no ha acabado cuando no hay latido, pero sólo debo agradecer tu texto, guardarlo y coger aire.
Gracias.
Gracias a ti, Alberto. Son hermosas palabras, aún más viniendo de alguien tan dedicado a acompañar en esos tiempos finales de tránsitos y despedidas. Un saludo
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