Los que llegaban a la Facultad con pareja de high school iban percibiendo como las pequeñas grietas de las relaciones púberes se transformaban en el jodido gran Cañón del Colorado. Es lo que tiene quemarse las pestañas en los libros, no poder ir a esa excursión de amiguetes porque te machacarán en biología, u olvidársete el aniversario porque tres horas de cama apenas dan para fijar lo de patología médica y no dejan espacio a mucho más.
No, no me malinterpreten. Durante la carrera hay tiempo para todo. ¡Cómo no iba a ser así si hay quien, cuando termina, ha pasado en ella una tercera parte de su vida! Y claro que perduran algunos especímenes capaces de superar la tormenta perfecta con sus novios y novias de sus pueblos, que se habían desgastado lo justo en magisterios, derechos y químicas varias.
Pero lo cierto es que la inmensa mayoría llegó al otro lado del Sahara más solo que la una, o con otro naúfrago solitario, perdido y sediento al que se había arrimado para darse algo de sombra mutuamente.
Y es que después aún quedaba el purgatorio, como si el mismísimo Dante hubiera diseñado nuestros estudios, y pasabas a enfrascarte en esa angustia de aspirante a registrador de la propiedad que es el MIR. Y entonces te merendabas el verano, el otoño y el invierno, condenado como un Sisifo a cargar con el Harrison de nuevo, a veces enclaustrado en la celda 211 de una academia de corte y confección de hacedores de exámenes, mañana, tardes y hasta noches, y díganme ustedes si hay relación que resista semejante estrés pretraumático. Así que la mitad de los bichos raros que lograron sobrevivir al título firmado por don Juan Carlos echaron por el sumidero de la paciencia infinita a un montón de bellísimas personas que habían dado sopas con ondas a Penélope, hasta que le reventaron la jeta de un buen bofeton al plasta de Ulises.
Y no queda ahí la cosa: aprobados MIRes, comienza el éxodo en muchas ocasiones a lugares remotos, a meterse en centros de salud y hospitales donde te crees que hay luz del día porque lo has visto en la tele. Y los viajes a casa se empiezan a espaciar, y parece que ya apenas reconocemos el idioma en que nos hablan porque nos hemos acostumbrado a hablar en dialecto klingon-médico, y hay que ser muy médico o muy klingon para entendernos. Y como la comunicación parece limitada a los de nuestra especie, el resto de los humanoides nos miran con caras bobaliconas, mientras piensan que somos gilipollas y además alguien nos ha metido un palo de dimensiones bíblicas por el culo. Es lo que tiene ir a trabajar en bata güatiné o en pijama de colorines con chanclas. Nosotros nos tomamos muy en serio y los demás nos toman por los insoportables bichos raros que somos.
Así que, así las cosas, las probabilidades de que terminada la especialidad perviva todavía alguna relación sentimental de un tiempo pasado, con un ser animado que no pertenezca al reino sanitario son casi las mismas que las que tenemos de no necesitar gafas: alguno no las lleva, claro, pero la verdad es que en las reuniones de médicos se pone las botas el Afflelou.
La vida al lado de uno de nosotros no es fácil. Somos gente extraña, con costumbres raras difíciles de entender para quien no haya estado sumergido en nuestra miseria. Y sé que cuando leáis estas líneas, unos pocos sonreiréis ufanos por haber conseguido superar los doce trabajos de Hércules e iros a la cama con el noviete que os tiró los tejos aquel verano de los dieciséis en que por primera vez rellenabáis el bikini. O con esa mozuela de hoyuelos en las mejillas con la que todos querían bailar en la discoteca de vuestro pueblo, pero que sólo aceptó apoyar su cabeza en vuestro hombro cuando empezaron las lentas. Tal vez en vuestras vidas consigáis el equilibrio con el resto del mundo que os confiere una visión ajena a las bellezas y a las tristezas que encierra nuestra profesión. Tal vez.
O tal vez realicéis esfuerzos ímprobos por quitaros con la bata todos aquellos sentimientos que creéis que difícilmente podrían ser entendidos por alguien que no sea del planeta Klingon, por alguien que no vea cada día en la cara de las personas angustia, dolor, alegría, pena, desencanto, desesperanza o esperanza. ¿Puede un ser humano realmente despojarse de todo ese traje de sentimientos cada día? ¿Pueden esos esfuerzos convertirse en la carcoma que lentamente vaya abriendo agujeros bajo la línea de flotación?
Es difícil ser solo un ser humano en esta profesión de súper héroes. Sin duda, este es, como decía Mc Cartney, un largo y tortuoso (muy tortuoso) camino.
4 comentarios:
Sorprendente giro en la línea argumental del blog.
Interesante, el punto de vista literario de la educación médica, aunque con aspectos muy cercanos a la realidad.
Yo estudié la carrera en Zaragoza y en invierno el cierzo era inmisericorde, por decirlo suavemente,bueno pues a las 7:30 de la mañana de cada día de cada curso de cada uno de los 6 años que costaba entonces la licenciatura había un novio que acompañaba a su chica hasta la misma puerta del campus y se despedían con un beso, apartando previamente las bufandas y los gorros y demás, no falló ni un solo día...y yo luego miraba a la chica en clase con una envidia de amor tan fiel...de esto hace más de 20 años y lo recuerdo como si fuera hoy...asíque de todo hay en la viña del señor
Tangencialmente a lo que comentas respecto al estudiante de medicina...¿ves cambios en las nuevas hornadas?. Y no me refiero a cuestiones de amor, jeje
Así lo veo yo.
Buen final de año!
http://elguardianblindado.blogspot.com.es/2015/11/facultades-de-miricina.html
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