lunes, 27 de marzo de 2017

Una lágrima entre los escombros

La llamada del 112 era inespecífica y anodina: reunía todos los requisitos de imprececibilidad que se le presuponen a esas llamadas, ustedes acudan y ya veremos a ver por donde salta la liebre. Lo mejor para los nervios.
- Al parecer se trata de una mujer que lleva un tiempo sin comer.
Con los años aprendes que cuando la operadora te cuenta estas lindezas, no vas a ganar gran cosa con un exhaustivo interrogatorio. Y siguiendo la ley de Murphy imperante en estas situaciones, el móvil que te ofrecen de contacto es solo un elemento inútil más del absurdo imperante, sin cobertura, sin batería o sin ambas. 

Así que lanzarse animoso a la carretera es lo que nos queda, y allá que nos vamos. Es un camino largo pero la enfermera y el médico tiene años de convivencia a sus espaldas, la familiaridad que da haber conocido a los hijos mocetones cuando son bebés, así que la charla es fluida y cariñosa. Al acercarse a la dirección, la enfermera empieza a reconocer las calles y con ese olfato de sabuesa que se ha dejado durante años las suelas haciendo domicilios en su pueblo, le pone cara al nombre que llevamos escrito en el informe. 

Entonces se produce ese volcado de datos blandos que en realidad conforman los cimientos más sólidos de quienes somos, ese acúmulo de información que nunca encontrará acomodo en la fría codificación, pero que nos permiten a los Sherlocks sanitarios esbozar el retrato de cabecera de nuestro paciente. Esos momentos mágicos que se asemejan a cortinas corridas involuntariamente dejándonos asomar por unos breves y curiosos momentos a otras vidas. 

El chalet está situado en medio de una urbanización bonita, con calles amplias y limpias, muros altos, porches, árboles y coches aparcados en las puertas. Pero con sus ventanas desvencijadas y sin cristales parece un sin hogar sonriendo con la boca desdentada, avergonzando a sus vecinos pudientes. La puerta principal está soldada. Hay un cuatro por cuatro de lujo en la entrada del garaje. Junto a su puerta, un señor nos indica que ese es el lugar donde nos esperan. 

La enfermera no se explica cómo ella ha vuelto a esa casa. Llevaba un par de años en una residencia asistida en un pueblo cercano. Allí se dejaba cuidar, recibía su medicación, le daban techo, comida y aseo. Lleva toda la vida autodestruyéndose, desde que en los años setenta empezó a experimentar por caminos que no tenían salida. Bueno, la tenian pero a ella no le tocó en suerte, mala o buena, nunca se sabe. Siempre llevando la destrucción al límite de lo razonable, al límite de lo posible, al límite de lo humano. Al parecer al menos en tres ocasiones la enfermera había estado presente en ese límite, un límite de rescates en UVI móvil, de intubaciones y antídotos intravenosos. 

Ahora entrábamos esquivando las ramas salvajes de un almendro, iluminándonos con las linternas de los móviles, pisando los escombros, la chatarra y la basura acumulada en la cocina, en el pasillo. Hace muchísimo frío. En la habitación hay una cama enorme sobresaliendo entre los cascotes y la porquería. Hay bricks de leche y zumo en el suelo, y paquetes de tabaco junto a la cabecera. La persiana bajada apenas sujeta las ráfagas del frío de la noche. Ella está metida bajo las mantas en camisón, tan desdentada como su casa.



La enfermera la llama por su nombre y al iluminarse con la linterna, ella la reconoce y sonríe enseñando las encías vergonzantes. Entonces le pregunta por su marido, que había sido su médico de cabecera durante tanto tiempo. Los tres largos años de larga y dura enfermedad vividos entre quienes habían sido sus pacientes toda la vida generaron esa corriente subterránea de cariño y simpatía que circulaba continuamente bajo el pueblo, siempre dispuesta a salir como géiseres humeantes y sonoros. La enfermera recibía ese cariño con un gesto agradecido, con un comentario intrascendente
y poco comprometido con la verdad, lo justo para devolver una sonrisa que maquillara un tanto la pena de todos. 

- Ya no está con nosotros. 

Entonces aquella caricatura de la mujer que fue algún día, aquella persona durmiendo en una casa sin ventanas, sobre montones de escombros y basura, aquel ser humano al que ya no le quedaban asideros a los que agarrarse, con la capacidad de un arsenal atómico para destruirse y destruir lo que crecía a su alrededor, aquella paciente que querían pasarse como una pelota de playa del 112 a urgencias, de allí a Psiquiatría y de allí al vacío, aquella mujer, lloró desconsoladamente durante varios minutos, con una pena honda y negra, como la que sólo puede sentirse en lo más profundo del alma. 










4 comentarios:

Unknown dijo...

Dr. Calvo, magistral relato. Gracias por poner en palabras lo que muchos apasionados por la medicina sentimos pero no sabemos transmitir. Saludos.

Juan Antonio García Pastor dijo...

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Este es uno de nuestros valores más motivantes de nuestra profesión.
La relación médico paciente va más allá de la mera relación de confianza.
Pues incluso en el más absoluto caos es una relación persona persona que despierta e intercambia emociones y sentimientos.
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Raul Calvo Rico dijo...

Gracias a ti. Es un placer haber podido reproducir esos sentimientos que, como dices, tenemos muchos. Un saludo

Raul Calvo Rico dijo...

Motivador y apasionante. Merece tanto la pena!
Un abrazo Juan Antonio.