lunes, 16 de octubre de 2017

El pope

Estaba sentado ante la mesa de su salón, solo. La casa que no hacía tanto tiempo era un guirigay de gritos, peleas, juegos y discusiones se había transformado en habitaciones oscuras y silenciosas, apenas le quedaban rescoldos de aquella vida. Su mujer ojeaba su iPad distraída frente a una televisión tan enorme como irrelevante.  Sus conversaciones no se habían retomado, como soñaron que ocurriría cuando los chicos se fuera a por fin a sus casas o a la universidad. En lugar de eso, todas esas conversaciones que habían ido quedando pendientes se habían disuelto en el silencio artificial que se había apropiado de la casa. 


Él miraba las dos cartas que tenía abiertas, colocadas una junto a la otra, sobre la mesa. Cuando su mujer se las había entregado, al volver del hospital, la había tranquilizado con un no es nada que había tratado de ocultar la inquietud que le habían generado los sobres oficiales y los certificados firmados.  Pero ella no había necesitado mucho más. Es lo que tiene la indiferencia, 


No podía creerlo, por más que lo intentaba asimilar. Desde el principio había pensado que todo era la ñoñería de un niñato incapaz de entender la jerarquía que era el orden natural de las cosas, los engranajes que permitían que rodara maquinaria tan compleja como aquella en la que ellos se movían. No era la primera vez que le había ocurrido, no. Era una plaga cíclica con la que había tenido que lidiar desde siempre, y que solo requería pegar un brochazo de autoridad que recolocara las veleidades un tanto anárquicas y románticas de algunos. 


Pero la vida en el servicio de un hospital tiene poco de romántico y nada de anárquico, es orden, disciplina, y sobre todo acatamiento. Algo que a algunos jóvenes les costaba entender de primeras pero que finalmente terminaban aceptando como se aceptan los ciclos circadianos. 

Y ahora tenía allí, delante suya, una jodida resolución de la gerencia de inspección. Politicastros del tres al cuarto metidos a jueces del recto proceder. Habría que ver la de culos que debieron lamer para acceder a sus poltronas. Y con dos pelotas se permiten el lujo de suspenderlo. A él. Esos mierdas que  no sabrían encontrar el sobaco para ponerle el termómetro a un mono. Y se hacen llamar medicos. Suspenderle a él. El, que se arriesgó a venirse a un hospital de provincias a levantar un servicio a su imagen y semejanza, serio, trabajador, que fue capaz de organizar lo que hasta entonces  había sido un desastre en todos los sentidos, él, felicitado hasta la saciedad por todos los gerentes, de todos los bandos políticos, con el teléfono móvil de al menos tres ex-consejeros en sus contactos. Panda de ignorantes. 

Pues claro que tuvo que tomar decisiones duras en varias ocasiones. A veces es imprescindible para ablandar esos gallitos que llegan para enseñar a los viejos caducos a hacer las cosas. Hay que someterlos a base de hostias, hasta que no pueden levantar la cabeza, hasta que reconocen quién es el jefe, hasta que son capaces de entender el estatus de la manada. Les cuesta, pero lo consiguen. Y si no, se buscan la vida en otros lares, que aquí a nadie se obliga a quedarse. 


¿Conocer la historia clínica de alguno de ellos o de sus familiares? Pues claro que sí, sin caretas. En el hospital todo se sabe. La cafetería es el mentidero de la villa y siempre hay una boca en busca de un oído que quiera escuchar, y siempre hay un alma cándida esperando hacerse un amigo poderoso. La información es poder. Y hay quienes han nacido para gestionar ese poder. Y esos paletos no son capaces de verlo. 

En el último mes ha hecho muchas llamadas, ha pegado tres o cuatro empujones y removido sutilmente algún que otro estercolero, para frenar este despropósito. Pero las lealtades hoy en día valen lo mismo que el dinero del Monopoly. Y no es tonto. Ha visto las miradas que le evitan en los pasillos, las zancadas que se retrasan para no coger el mismo ascensor, los huecos a su alrededor en la cafetería. Las ratas abandonan el barco cuando se huelen la catástrofe. 


Se pasa la mano por la cabeza. Hay un espejo en la pared de enfrente que le devuelve una imagen que cuesta reconocer, un viejo calvo, ajado, que no se parece en nada al joven arrogante y con ganas de comerse el mundo que después de leer un cuento a sus hijos, se sentaba en esa misma mesa a repasar los casos más complicados mientras su mujer terminaba de recoger el desastre infantil. Añora a aquel joven y aquella vida. Abre la segunda carta. Es el requerimiento de un juez para presentarse a declarar. Le han denunciado casi todos los médicos de su servicio. Por acoso laboral. Vuelve a mirarse al espejo. Está tan cansado que apenas encuentra ni un atisbo de determinación para luchar en su imagen. Es probable que se haya acabado todo. 

Su mujer no ha levantado la cabeza del iPad ni un solo momento. 












1 comentario:

Anónimo dijo...

Los medicos estais muy infravalorados y es totalmente injusto Esta es una sociedad en gran parte "enferma" que suele tener idolos equivocados Gracias por vuestro trabajo