lunes, 11 de diciembre de 2017

Elegía al hombre que lloró

Cada dos meses nos sentábamos los tres alrededor del pico de la mesa. Yo salía a llamarles al pasillo y solía tocarle delicadamente la espalda mientras les dejaba pasar. Era invariablemente nuestro primer contacto físico. Después ocupábamos nuestros lugares en una especie de ritual que cumplíamos con protocolo vaticano: ella en la silla junto a la ventana, yo en el sillón que dejaba al alcance el teclado y él entre ambos.

Luego fluía la conversación como si estuviéramos en la barra de un bar esperando unos chocolates con churros. Si pienso en esas visitas, oigo siempre risas de fondo. El con su registro picarón y ella con la sonrisa más tímida. Bueno, hasta que los nubarrones del dolor se situaron encima de nosotros como de esos personajes de los dibujos animados a los que les persigue una nube gris y lluviosa a donde quiera que vayan.


En nuestras reuniones salían a relucir papeles que intentaban sin éxito ser el centro de la conversación: unos que colocaba él con mimo encima de la mesa, con sus nombres escritos con una letra de caligrafía de cuaderno Rubio, y unos números de contable de la postguerra que me recordaban a los de mi padre y me devolvían sin que se lo hubiera él propuesto a la mesa de la cocina donde ese hombre joven y fuerte me enseñaba matemáticas con una paciencia infinita. ¡Cómo no me iban a gustar esas reuniones cada dos meses!

Algunas veces, yo escupía por mi parte unos cuantos papeles desde la impresora con números y nombres algo rimbombantes que punteaba con el boli mientras ambos asentían interesados. Y siempre teníamos un rato para dedicarle al viejo ácido úrico que le había amenazado un par de veces con frustrarle sus escapadas a la Costa da Morte, y contra el que habíamos desatado todas nuestras furias en forma de vendajes y colchicinas. Todo en aras de paladear los frutos del fondo de ese Atlántico bravo y de las rocas de los acantilados gallegos.

Otras veces, él veía mi apuesta de papeles y la subía con algún informe de los sabios que se preocupaban de su corazón, yo quería creer que impresionados por lo enorme que era, de esos que no caben en la caja, a pesar de aquella vez en que se empeñó en pegarle un susto monumental y le advirtió de que en la vida hacia falta un poco menos de trabajo y unos pocos más de percebes.


Al final nos despedíamos con un ruegos y preguntas y todos de pie en la puerta de la consulta, nos faltaba limpiarnos el morro manchado de chocolate. Ya digo, una delicia de visitas, complementadas durante el año con algún que otro avatar de los que traen la microbiota circulante, ya se sabe, y una hoja con las pastillas del Sintrom infantilmente dibujadas en sus respectivos cuadraditos que se entregaban de prisa y corriendo con un que usted lo pase bien apurado.

Esa era nuestra vida juntos. No estaban mal.

Luego el dolor le mordió a ella en la espalda, zarandeándola como un oso rabioso, que ríete tu del Renacido di Caprio, y el peregrinar buscando soluciones que pasan por permitir que el maldito dolor se apodere de la casa, de la consulta, de la vida, mientras esperan en una silla de ruedas una operación que seguramente lo único que tiene de milagrosa sea el cartel que lleva colgada donde dice última oportunidad.

Y como la operación sigue en el limbo de las esperas, el peregrinaje de la desesperación sigue, y el dinero de las centollas y los bogavantes se va en pruebas y consultas que tienen mucho más de desesperanza que de ninguna otra cosa.

Y un día, en el fragor de mi batalla particular, suena el teléfono, y es él. Quiero saber cómo están con esa vana esperanza de niño chico de seguir creyendo en los Reyes Magos, pero la realidad no está para magias. Y no recuerdo las palabras, pero él comienza a llorar y yo oigo su llanto lento y abatido y me quedo bloqueado, sin decir nada. Simplemente le escucho llorar. Después se disculpa brevemente y me pide que le cargue una medicación en su tarjeta.


La vida continua, porque tampoco ella es muy dada a pararse por nadie, que digamos. Pierdo la noción del tiempo hasta que les veo en la puerta de la consulta y se que han pasado dos meses. Intentamos retomar nuestras rutinas porque suelen ser consoladoras, pero la silla de ruedas se empeña en ocupar el centro de la consulta. Lo demás son buenas noticias, todo está genial, hasta el enorme corazón ese que una vez quiso ser protagonista, pero estas noticias son como un quinto hijo: ya no te quedan ganas de reirles las gracias. Antes de irse empujando la silla, se vuelve y me pide disculpas por "lo del otro día". Yo sonrío y le pongo la mano en la espalda. Es nuestro último contacto físico.


Cuando la guardia empezaba a pesar toneladas en las piernas, el timbre me recuerda el montón de horas que aún tengo que cargar. Es de noche y hay poca luz fuera. No la distingo hasta que empuja la puerta de cristal. Viene vestida de negro.

- He parado al ver tu coche en la puerta. Sólo quería contarte que mi padre murió la otra noche de un infarto mientras dormía.


Me quedo petrificado. Cierro los ojos y vuelvo a escuchar su llanto al otro lado del teléfono.











1 comentario:

Rodrigo Gutiérrez Fernández dijo...

De nuevo sin palabras, mientras contemplo la imagen de ese ‘country doctor’ pensativo.
Gracias, amigo, por este hermoso fragmento de vida (y de muerte)...