lunes, 7 de mayo de 2018

37 minutos y 33 segundos

El día había nacido torcido, como se tuercen algunas veces las buenas intenciones: hacía un frío que no correspondía a un sol que andaba presumiendo de primavera y que había engañado a todos a la hora de abrir el armario; el aguacil, madrugador y diligente, había encendido las bombas de calor con ánimo mitigador de la realidad, pero sin percatarse de que el cambio estacional las había pasado a su versión más fría, y la consulta y la sala de espera estaban heladas cuando aterrizaron médico y pacientes.

Para más inri, el pobre hombre de la gastroenteritis traía una cara para asustar a médico, residente, enfermero, hermana y esperantes, así que la consulta normal se paraliza y el trasiego de cables y aparatos detiene el tiempo, que tampoco es que se preocupe especialmente porque sabe que el peaje lo tiene cobrado por adelantado. Y habíamos contado que el día fue parido torcido, y en virtud de su torcedura, la maquina de descifrar corazones decide joderse con el capricho que lo hacen las máquinas insensibles.

La tristeza del bocadillo envuelto en papel de aluminio comido en el coche entre una y otra consulta es infinita. El tiempo se sonríe con risa cabrona cuando se cobra su peaje. El que avisa no es traidor. Y el día malparido sigue adelante.

Que haya gente esperando en la pequeña plaza del exterior del consultorio es sólo otra pista para sherlocks torpes. Ya nadie le va a regatear la etiqueta de día jodido al día de la fecha. Aun con el regusto a queso calentorro entra repartiendo saludos afectuosos, por aquello de que qué culpa tiene nadie cuando se tuercen los astros.

En el pasillo está ella sentada como una aparición, en una silla de ruedas, con vestido blanquísimo como cuando fue una joven hippie que apreciaba el Technicolor de la vida de los setenta, pero con una rictus incapaz de ocultar los años de dolor que le han convertido en ese ser pegado a unas ruedas falsas. El contacto visual presagia el ojo del huracán, el barco de George Clooney poniéndose vertical en la cresta de la ola gigante a punto de irse a pique.

La consulta empieza con ese salpicón de teléfono tan útil pero tan irritante. En realidad pasas el día a treinta segundos de estampar el puto teléfono contra el esquema de los dermatomos de la pared. Bendito autocontrol. Después de cuatro o cinco consultas de esas anárquicas e impredecibles, de esas de orgasmo primarista, es su turno. Acomoda la silla de ruedas en el espacio que el médico ha preparado para ella entre la sillería habitual. Trae una carpeta amenazante y rebosante a partes iguales.

Vive su vida entre tres hospitales, las cosas de tener tres casas en tres provincias diferentes y todo el desparpajo burocrático del mundo para que su tarjeta viaje entre sistemas sanitarios en el éter informático. Pero la realidad la marcan los papeles con Times New Roman repletos de números, de pruebas, con diagnósticos pisándose el terreno unos a otros y medicinas que prometen la analgesia suprema pero sólo le dejan un temblor oneroso en las manos y unos mordiscos indecentes en su memoria.

Una semana ingresada después de probar la enésima pastilla condenatoria la ha devuelto a la libertad provisional bajo fianza de subir la dosis de la dichosa droga hasta el límite tolerable. Y ha vuelto a la única casa en la que aún mantiene un médico de cabecera. Y salvo la sensación de impotencia que rebosa toda la consulta, salvo dejar pasar los minutos, salvo intentar desentrañar el enigma de la esfinge, el médico de cabecera no se ve capaz de ofrecer mucho más, en el papel más mate e ingrato que han repartido los dioses de la Medicina, el que da la mano, pone la oreja y los otros cuatro sentidos en escucharla, y, cuando al fin gira su silla de ruedas y sale por la puerta, parar el cronómetro en treinta y siete minutos y treinta y tres segundos.










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