lunes, 7 de enero de 2019

Triste Navidad

Vuelven de camino a casa. Es tarde, pero el tráfico deja muy claro que estos días no son días normales. Todo parece estar desproporcionadamente lleno, las carreteras, las calles, los centros comerciales, las plazas. La gente desafía al frío con un optimismo de paga extra y baja prima de riesgo. Navidades.

No hablan mucho en el coche. Ella conduce concentrada; a él nunca le gustó conducir de noche, en realidad nunca le gustó conducir. Es un observador nato, de los paisajes, de la gente, le gusta ir leyendo los rótulos de los comercios, las placas con los nombres de las calles. A ella no le importa, aunque se frote de vez en cuando los ojos para despejar el picor que provoca el agotamiento.

Cuando salieron de casa comentaron lo dura que preveían que sería la jornada mientras atacaban con el rascador el hielo del parabrisas. Lo hicieron entre risas, bromeando sobre ahorrar fuerzas para otros menesteres, con ese ambiente festivo que habían conseguido establecer en su pequeño mundo desde que el destino quiso que terminaran trabajando en el mismo centro de salud. Él había llegado antes. Llevaba un par de años saltando de contrato en contrato hasta que al fin le ofrecieron una interinidad allí, una ciudad de la periferia de la gran capital, un monstruo hipertrofiado por la radioactividad del desarrollo industrial, los avatares de las crisis económicas y las burbujas inmobiliarias; una Godzilla urbanística que escondía en sus enormidades miles de historias de esas que servirían de ejemplo para sesudos teóricos de los determinantes sociales de la salud.

Allí conoció en sus carnes cientos de injusticias que morían en el inútil recuadro en blanco de una historia clínica y que buscaban consuelo, o refugio, o pastillas, o escucha, o quizás todo junto, mezclado.

Ella abandonó la basura precaria cuando empezó a crecerle el vientre al ritmo de las pataditas de la pequeña que les prometía un cambio radical, y que cumplió fielmente esa promesa, revolucionando sus vidas como si se tratara de un 15-M permanente, universal y maravilloso. Ambos hicieron sus cuentas para poder ver crecer a la pequeña revolucionaria sin perderse ni uno de sus latidos; solo había que hacer un par de agujeros en el cinturón del consumismo febril y sustituirlos por miríadas de sonrisas y de fotografías colgadas en Instagram.

Cuando la ordinaria de la vida les recordó que es obligatorio pagar ciertos peajes, él volvió a la plaza que había dejado en excedencia, y ella no tardó en ser reclamada por ese monstruo devorador de sustitutos que era el servicio de personal. Era sólo cuestión de tiempo el aterrizaje en el centro de salud de él, y cuando ocurrió les pareció una idea fascinante. Eran unos idealistas de la Medicina de Familia, y siempre habían soñado con trabajar juntos, en poder desarrollar esas miles de ideas locamente utópicas, y maravillosamente pragmáticas que tantas veces habían discutido, charlado, escrito, moldeado, mimado y hasta susurrado.

Pero esa mañana ambos sabían que quedaría poco hueco para las utopías. Se resistían a ponerse el mono de la cadena de montaje de la Medicina sin alma, y lo hacían con sonrisas y frases de ánimo, hasta con besos breves en los labios fríos y resecos. Pero se palpaba bajo las risas, bajo las frases, casi bajo los besos, la resignación, esa resignación que siempre que nos asalta es dolorosa y un poco cobarde.

Comieron brevemente unos sandwiches vegetales en una pequeña cafetería frente al Centro de Salud. Cuando él llegó, ella se había comido ya la mitad del suyo. No podía esperarle, tenía que volver a toda prisa porque había dejado pendiente ir a tres visitas a domicilio. No había tenido tiempo material de hacerlas durante la mañana, los cuarenta y muchos pacientes que habían ido desfilando por la cadena de montaje habían puesto a prueba su profesionalidad y la elasticidad de su vejiga. La primera había sufrido enormemente; la segunda había aguantado hasta el final casi de milagro.

Él tuvo que ir al baño antes de sentarse. Tampoco había podido hacerlo antes. Cuando regresó quiso recuperar las risas, los ánimos y hasta algún beso. Pero las tres cosas habían perdido frescura y se habían quedado casi sin espacio entre el pan, la lechuga, el huevo y el tic tac del reloj de la pared de la cafetería. Se despidieron con esa resignación de amantes de película de la guerra. Desde aquella despedida con sabor a sandwich vegetal no habían vuelto a verse a pesar de estar en el mismo edificio, apenas a unos metros y unos tabiques de distancia.

Mientras ella conduce, el sigue con su costumbre inveterada de mirar por la ventanilla, de leer cada cartel y cada rótulo. Antes de montarse en el coche hicieron un recuento aproximado, como si regresara de una misión y contaran sus bajas. Repitieron la cifra en alto un par de veces para transformarla en real, ciento sesenta y cuatro pacientes, siete domicilios entre ambos. Ya no quedaba ningún hueco para las sonrisas, aquello era el reino de las ojeras y de las expresiones de desesperación. Al final optaron por un silencio espeso y agotado, ella al volante, él mirando a los transeúntes, los escaparates, las personas dentro de los otros coches.

No es esa la Medicina de la que hablaban hasta secárseles la boca, no. Y lo peor es que el saco de la ilusión sí tiene fondo, y no es tan difícil vaciarlo. En casa les estará esperando la pequeña revolucionaria, seguramente ya dormida, agotada en su ímpetu de crecer, de jugar, de conocer y aprender. Probablemente entrarán en su habitación con cuidado y tratarán de recargar baterías en sus rizos, su pequeños ronquidos, la forma en que arruga la naricilla de vez en cuando mientras duerme. Puede que se derrumben en el sofá picando cualquier cosa mientras comentan algún caso complicado,  o el terror que les produjo que una paciente hiciera el amago de ponerse a llorar, y la vergonzosa satisfacción de que finalmente se arrepintiera y decidiera aplazar el momento sagrado quién sabe para cuando, pero no ese día de los ochenta pacientes. Quizás se decidan a contarse el uno al otro aquellos momentos en que se vieron a sí mismos despachando piezas de la cadena de montaje, y sintieron pena y alivio en una mezcla extraña que no puede deparar nada bueno.

Quizás. O quizás simplemente se vayan a la cama rendidos para apurar hasta el último minuto de sueño antes de los ciento sesenta pacientes de mañana.


La imagen es de un tuit de mi amigo Salva Casado del 4 de enero de 2019, muy representativa del tema tratado en esta entrada
















4 comentarios:

Juan F Jimenez dijo...

Gracias por regalarnos este nuevo relato hiperrealista q llega al corazon, lo mas cercano a la prosa poetica. Siempre es estimulante ver reflejados sentimientos compartidos, como tambien es doloroso constatar la ceguera de los que siguen creyendo que las condiciones de sobreexplotacion laboral actual de los medicos, es tema baladí y sin consecuencias, y q hay q asumir con resignacion porque no se puede cambiar nada. Asi como que el tiempo disponible para atender a cada paciente carece de valor, y tan solo es importante la compensación monetaria u otras elucubraciones intelectuales teoricas. Tenemos q luchar para cambiar esta realidad porque: !Si se puede!

isabel dijo...

Pues no sé hasta donde aguantaremos....Hay un límite por encima del cual,o revienta nuestra cabeza,o se la reventamos a alguien????
Yo hoy he visto 62 pacientes.

Unknown dijo...

Tengo 61 años. Soy medico de Familia desde 1984. El pasado jueves 3 de enero hice 8 avisos a domicilio y atendi a unos 50 pacientes en consulta. No me siento capacitada para seguir así

Marta dijo...

Habria que cuestionarse: por que la mayoría de los medicos hospitalarios y especialistas en general, no desean jubilarse, y los de familia (los que cosiguen sobrevivir) la anhelan. Asi como tampoco suelen desear la jubilación el resto de personal -no medico- de los centros de salud. La respuesta es clara: hay un sector explotado y otros no o directamente parasitarios ,