Dejemos aquí unos segundos de sonrisa y reflexión para quienes leen estas líneas y han pasado por ello. Una vez evocados los últimos recuerdos particulares y cabeceado un poco, continuemos con el relato.
Decía que como buen perro apaleado, evito estas reflexiones todo lo que puedo por el terror que impone su efecto imán, pero es que hacía frío y estaba muerto de sueño, así que los minutos parecían sumarse en vez de restarse, y yo no veía la hora de que terminase el tormento. Por eso, cuando sonó el timbre, desagradable y chicharrero, me levanté del sillón jurando en arameo clásico, seguro al cien por cien de que se avecinaba el Apocalipsis. Me lo estaba buscando.
En la puerta, azotados por el viento helado, había una pareja joven. El sujetaba una Maxicosi de donde sobresalían veinte mil mantas y toquillas, y ella tenía los ojos rojos enmarcados por mil arrugas de cansancio infinito y una pena sobre los hombros que le pesaba más que el abrigo mal cerrado con que se protegía de la noche imposible.
Pensé en los clásicos mocos nocturnos que tanto nos gustan en los servicios de guardia aquí y en Kuala-Lumpur, pero el padre de la criatura invisible me dejó un correcto buenas noches mientras se dirigió sin titubeos a colocar el cuco sobre una de las sillas de plástico de la sala de espera con sumo cuidado, separando algo los ropajes para que circularan una o dos moléculas de oxígeno. Ella enfiló derecha hacia la luz de la consulta, en un camino sin duda recorrido anteriormente, de los que dejan recuerdo, y se dejó caer junto a la mesa, sacando su tarjeta y esperando a que me sentase.
Sigo recordando sus ojos exhaustos, el pelo desordenado y un aura de fragilidad de las que me aterroriza dañar con alguna torpeza. Cuando detecto un marco tan delicado procuro ser parco en palabras, pero generoso en sonrisas. Las utilizo como si fuera papel de burbujas, e intento rodear a cada uno de nosotros, a cada uno de los objetos incluso, con ellas, como si fuéramos porcelana china por desembalar.
No es fácil tratar pacientes que no conoces de nada, es un poco ser trapecista sin red. Y a mí me dan bastante miedo las alturas. Por eso me manejo mejor en las bajuras de mis pueblos, donde me siento más cerca de los sentimientos. Así las cosas, confiado en haber utilizado suficiente papel de burbujas, me ofrecí a ayudar a aquella mujer en lo que me pidiera. Yo creo que la descolocó un tanto la fórmula, o que se sintió cómoda con tanta burbuja. Lo cierto es que me pidió que le retirara la leche. Quería dejar de dar el pecho a su bebé.
Entonces lloró. Yo saque más papel de burbujas, mientras ella se sonaba los mocos. Repartí sonrisas y obviedades a partes iguales. Seguro que estás agotada, los primeros días en casa son muy duros, no te preocupes, esta sensación de tristeza es muy frecuente. Quería dejar de una vez los tópicos así que opté por cerrar el pico y darla tiempo a que se sorbiera las lágrimas y dijera algo.
Ella había esperado esa hija con absoluta ilusión, sin la más mínima sombra de duda de su capacidad para ser madre, y en solo unos días se sentía absolutamente derrotada. Y sola. E incomprendida. Estaba harta del dolor que sentía en los pezones, estaba harta del calor insoportable de las tetas, de los cabezazos de la niña que no sabía engancharse, que escupía el calostro y lloraba desconsolada a la hora de los serenos, dejándola con el pecho duro y dolorido y muerta de sueño. Estaba harta de sentirse una inútil incapaz siquiera de hacer lo que cualquier mujer llevaba haciendo miles de años, así que quería cortar por lo sano, quería una pastilla que le lavara la conciencia y justificara los biberones y la leche en polvo.
Me miró orgullosa después del discurso liberador, con esa mirada que dice en voz alta: no te atrevas a juzgarme tú, que no tienes ni idea de por lo que estoy pasando. No la mantuvo mucho, porque enseguida percibió que no había necesidad. He abandonado hace tiempo la prerrogativa de juzgar, que nunca debimos arrogarnos, pero que todos hemos arrastrado en una profesión de miserias y grandezas humanas como la nuestra. Pero no he abandonado, ni espero abandonar nunca, la capacidad de sentir pena por un ser humano que sufre. Si lo hiciera, tendría que abandonar la Medicina.
Así que ni me negué a su petición, quería demostrarla haciéndola la receta que no era su juez, que solo pretendía ayudarla. Pero mientras la hacia, empezamos a hablar. Fue una conversación tranquila, sin reproches por ninguno de los dos lados. Fue una conversación sencilla, buscando desmenuzar los problemas, desmigarlos para digerirlos mejor. Fue una conversación de lo más sencillo a los más complejo. Hablamos de dormir, de comer, de reír y llorar. Hablamos de su niña apoyada contra su pecho. De la felicidad inmensa aunque dure un minuto. Y de los miedos.
Hablamos mucho aquella noche en que era tarde, hacia frío y yo estaba cansado.
Hablamos hasta que se hizo un silencio y ella se levantó sonriendo. Cogió su receta, que estaba abandonada sobre la mesa y explotando al moverse todas las burbujas que nos rodeaban, me dijo que pensaba que no se la iba a tomar de momento, que se daría a sí misma otra oportunidad. La acompañé a la puerta donde se reunió con el hombre del capazo. Echó un vistazo al bulto informe que reposaba bajo las mil capas y tras decirle una frase breve tranquilizadora a su acompañante, se marcharon con prisas a refugiarse del vendaval en su coche.
Yo me fui a la cama y me pasé un buen rato recordando la cara de pavor de mi mujer cuando nació nuestro primer hijo, su agotamiento, lo perdidos que nos sentimos sin nadie que nos escuchara cuando implorábamos ayuda, porque las enfermeras, seguramente saturadas y desbordadas, pasaban raudas haciendo su trabajo y no tenían tiempo para memas primerizas incapaces de hacer algo tan sencillo como amamantar. Habían pasado mil años.
Y pasaron mil más. Era una mañana de sábado. Una sala de espera abarrotada de niños vociferantes, con sus sempiternos mocos y sus fiebres recién paridas que no terminan de bajar con apiretales y dalsys. Yo me lo tomaba con filosofía de la barata. A esa media mañana del fin de semana siempre la he llamado la hora Warner, parodiando, en un derroche de ingenio de ese que me ha hecho un famoso humorista, a un viejo programa infantil de la tele.
Esperando en las sillas plasticosas, una lindeza de tres añitos rubia estaba sentada junto a un cuco donde jugaba con el chupete una bebé vestida de rosa riguroso. Los papás sonreían mirando el cuadro, y yo, aún en las primeras horas de la guardia, con el depósito lleno de empatía, les interrogué sobre las edades de ambas. La pequeña lucía mofletes de anuncio de Maizena y pregunté a la madre si la amamantaba. Ella se marcó una sonrisa que iluminó toda la sala de espera y me contestó:
- Sí, se lo doy, como hice con su hermana hasta que tuve que incorporarme a trabajar, gracias a aquella charla que tuvimos hace más de tres años. Nunca me tomé aquella pastilla.
Aquella guardia no se me hizo larga, no hizo frío, y no recuerdo siquiera haberme cansado.
Dedicado a Ángeles, matrona durante años, casi siempre en Atención Primaria, comadrona experta en ayudar a las mujeres que han deseado parir en sus casas, y sin duda, la persona que más me ha enseñado sobre cómo tratar a la mujer en todas las etapas de su vida.
Gracias a ella soy mejor medico. Porque haberla conocido también me ha hecho mejor persona.
6 comentarios:
Genial, la forma. Imágenes bellas.
Gracias
Raúl, sabes envolver como nadie en papel de burbujas...
El próximo paciente frágil lo pensaré así, envuelto, protegido...
No tengo más palabras.
Sólo GRACIAS
Que bonito. :) Me recuerda una charla similar a las 4 de la mañana... No sé que habrá sido de la pareja que yo atendí, espero que les sirviera tanto como a la de la historia. Gracias por compartirla. Esto es lo que hace especial nuestra profesión, sea la hora que sea. Gracias por saber contarlo tan bien. Gracias, gracias, gracias.
Gracias a todos por vuestros comentarios. Esta es una profesión maravillosa que devuelve multiplicado lo que das.
Hermoso relato de lo importante que es para ese bebe y para su madre tratar con sonrisas y sin juzgar a otra persona (y no paciente) de forma empática. Darle a la madre la confianza para que crea en su capacidad y disfrute de lo bonito que es amamantar a tu hijo.
Gracias
Gracias Sonia. Todxs lxs pacientes son personas, como es lógico, no son términos excluyentes. Y para mi paciente no es peyorativo en absoluto. Son sólo personas que acuden a mi con un padecimiento, físico, o no. En muchas ocasiones, ese padecimiento les hace sufrir, y en muchas otras, les hace ser felices. Yo procuraré estar en ambas.
Gracias otra vez
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