La angustia que transmitía su voz al teléfono no admitía ninguna duda, pero estábamos en las antípodas de su casa y el retraso era inevitable. Las urbanizaciones del milagro aznariano son un desafío para los GPS más modernos, y faltan cursos de orientación para sanitarios.
Uno aprende con los años a no perder los nervios en la maraña de calles del pueblo sin placa de cerámica. Porque al final la magia te lleva hasta la puerta.
Baja las escaleras del chalet y nos abre la puerta sonriendonos y dando las gracias. Yo me disculpo y el achina sus ojos verdosos y me responde que seguramente no hubiera sido capaz de llegar ni siquiera al pueblo. Tiene el pelo blanco y conserva un atractivo caribeño basado en un bronceado natural y un deje cadencioso en su voz.
Nos sirve de guía a través del pasillo. La casa está inmaculada. Los suelos brillan con un fulgor rabioso. La habitación del fondo tiene unos muebles normales, intrascendentes. No hay fotos sobre la cómoda ni en las mesillas de noche. Sobre la cama hay mantas dibujando un relieve enorme. No se cuántas hay ni distingo debajo a la responsable del relieve.
Tengo que acercarme a la cabecera: es un terreno en el que me siento a gusto. Digo su nombre en voz alta pero sin respuesta. Así que aparto con delicadeza los ropajes y me presento sonriendo. La sonrisa y mi nombre rebotan en sus ojos. Es un muro de Berlín, gris, frío y fragmentado, como si quisiera dejar alguna rendija al discernimiento. Pero yo no la encuentro.
El continúa su relato que voy acompañando con preguntas breves, es un relato coherente y tan bien estructurado que apenas tengo que reconducirlo. Esta interpretado tantas veces que hasta los tramoyistas se saben los papeles.
A una petición mía desaparece en el pasillo y cuando vuelve estoy enfrascado en la tarea más fría de auscultar y palpar. Trae una bolsa de plástico repleta de cajas que coloca sobre la cama, justo en la zona donde los pies de ella forman una pequeña meseta. La historia de aquellas cajas da escalofríos por lo que revelan y sobre todo, por lo que ocultan. El las mira haciendo un gesto inequívoco de desesperanza.
El relato se vuelve más cercano, tabernario, sin caretas. No nos conocemos pero nos cuenta cómo decidió dejarla tres mañanas a la semana en una residencia para poder ser un poco él. Se atraganta levemente porque las lágrimas ocupan cada una mil centímetros cúbicos mientras resbalan gañote abajo.
Ella sigue impasible sobre la cama, tira de la camisa del pijama hacia abajo cubriéndose el pecho, a pesar de haberla explicado cada paso que iba a dar y de moverme despacio y delicadamente como si desarropara a una muñeca de porcelana china. Pero insiste en cubrirse y yo no quiero violentarla mas, me doy por satisfecho con lo escuchado.
Mi compañera intenta ofrecer unas palabras de consuelo, la constatación de lo duro que es dedicarte a cuidar en cuerpo y alma. Lo dice desde su alma de enfermera, donde quedó tatuada para siempre la sublimación de los cuidados, y donde permanecen para siempre por más que se les cubra con tecnologías y zarandajas.
El la mira con sus ojos verdes y su pelo cano de galán venezolano y la sonríe agradecido.
-A todo se acostumbra uno, señorita, menos a la tristeza.
La frase me golpea con toda su pena y no encuentro nada que decir. Quiero autoconvencerne de que el silencio es igual de empático, pero la pura realidad es que estoy desarmado otra vez. Le acaricio la cara y la arropo con cuidado, despidiéndome de nuevo contra el muro berliniano de su cerebro inconexo. No habremos sido ni una sombra en su vida, en sus vidas.
El caballero nos despide a pie de escalera, volviendo a agradecernos una atención que nos deja a todos insatisfechos y muy tristes. Cierra la puerta tras de sí y esas vidas se esfuman como si nunca existieran. Todo es amargo.
Luego, de vuelta, en el silencio de la carretera, el amargor da paso a la belleza que encierra la Medicina, al privilegio de pasar por estas vidas dejando, aunque sea sólo eso, una caricia.
Aquella tarde vino a verme una joven médica, en tránsito hacia un país donde hay niños descalzos y sucios, pero niños que se merecen ser felices, y se merecen que les atienda una médica como ella, aunque solo les desparasite o les acompañe a vacunarse. Acababa de bajar el último círculo dantesco de la Medicina, jugándose en una carta su futuro. Y en su ansia de ser médica, de ayudar a los demás, y en su afán de caminar por un sendero humanista, se debatía angustiada en la tela de araña de las posibilidades, y de las puertas cerradas que no sabemos qué esconden.
Para ella y todos las miles de personas que se revuelven inquietas en sus conciencias esperando acertar al escoger su camino, la osadía de un consejo: la puerta hay que abrirla y el camino empezar a recorrerlo. Solo pedirles que no traicionen nunca a la verdadera Medicina.
4 comentarios:
Se aprecia un fin de semana complicado y parece una entrada muy elaborada. Me encantado Raúl. Creo la puerta deberíamos abrirla todos y mas a menudo, y como decía en una entrada mía, "salir de la zona de confort". Un abrazo.
Hay momentos complicados donde parece difícil encontrar la palabra adecuada , pero ese confort que los médicos transmiten a veces con una simple sonrisa al paciente , es la mejor medicina del mundo. Me ha encantado descubrir tu blog.
Saludos.
Gracias a ambxs por los comentarios. Es curioso que aparezca en los dos la palabra confort, en un caso como barrear que dificulta nuestro avance y en otro como consuelo que aporta la Medicina.
Un saludo a lxs dos
yo creo que deberias work,work,work.
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