Cuando se presentó, le pregunté si era uruguayo. Abrió una sonrisa de orgullo que construyó de golpe toda la empatía necesaria y me contó que después de cincuenta años viviendo el Uruguay, aquel debía considerarse su hogar, pero que él, en realidad, era del pueblo, de donde se había marchado con apenas veinte años. Yo adivinaba una historia apasionante, y sabía con certeza que iría descubriendo cada capítulo, que no debía tener prisa.
La consulta transcurría fluida, entre sonrisas y preguntas contestadas con amabilidad y superficialidad. Hasta que me soltó la bomba de profundidad:
- Doctor, yo he venido aquí a morir.
Lo hizo sin abandonar una sonrisa elegante, con las piernas cruzadas, colocándose el pañuelo que llevaba al cuello, divertido ante mí estupefacción.
- Que no le equivoque el aspecto externo. Tengo una enfermedad que me va matando lentamente, pero que ha sido lo suficientemente cruel como para permitirme ver morir a la persona que más he querido en este mundo, y lo suficientemente generosa como para dejarme volver a ver las calles por las que corrí de niño.
No tengo ya familia, no queda nadie que me recuerde. La noche que regresé me asombro la indiferencia de todo, como en el tango de Gardel, hasta de las estrellas que me veían volver.
Mi pareja era un hombre. Lo fue todo para mi durante casi cuarenta años. Cuando murió, tuve la sensación de soledad que solo puede tener el emigrante en tierra extraña, y decidí volver para ver si desaparecía ese dolor amargo de la boca de mi estómago.
Pero aquí tampoco tengo ya nada. Así que ahora convivo con mi enfermedad con agradecimiento. La que antes fue odiada y temida a partes iguales, la que combatí con todas mis fuerzas hasta quedarme calvo, hasta perder los dientes y quemarme la garganta, ahora es una vieja amiga que me va ayudar a superar la cobardia que me ha impedido haberme marchado mucho antes.
Terminó el discurso levantándose de la silla, dándome la mano, sin permitirme añadir ningún comentario.
-Por hoy es suficiente para empezar a conocernos, ya le he entretenido demasiado, le ruego que me disculpe. Si le parece bien, vendré más adelante sobre todo para pedirle calmantes. No tolero el dolor, ni tengo ninguna gana de tolerarlo, y espero que en eso pueda usted ayudarme.
Le acompañé a la puerta y nos estrechamos la mano, mirándonos a los ojos. Sentía que me estaba midiendo pero no me importaba, me parecía lógico. Hay encuentros que parece que ponen un punto final al día, aunque no sea así en realidad. Aquel fue uno de ellos.
Volvió al cabo de un par de semanas. La misma sonrisa amable y la misma transmutación en sala de casino, la desaparición de las paredes blancas y las luces grises, de la camilla, de los aparatos de tensión y los otoscopios. Dos conocidos charlando en una sala en penumbra, hablando de lo divino y de lo humano. Ni médicos ni pacientes: personas.
-Si piensa usted que esta sociedad es machista, no sabe lo que fue ser joven y homosexual en los años cincuenta, no le digo ya en un pueblo, aquí había que tenerlo oculto bajo siete llaves, le digo en la mismísima capital, una ciudad de toreros y fumadores de puros, de barra de Chicote y EvItas Perones. Mis padres me mandaron a estudiar a la universidad. Yo era el orgullo de la familia y por dentro pensaba "por Dios que no se enteren jamás". Me marché nada más terminar la carrera, dejé a mi madre en un mar de lágrimas. No volví a verles nunca más.
Las consultas me dejaban una píldora de la historia, como si fuera el peaje que debía pagar para obtener los analgésicos que demandaba. Aunque yo empezaba a pensar que para él se iban convirtiendo en una expiación necesaria, un poner las cuentas al día antes de irse
Poco a poco, la enfermedad nos obligó a ir trasladando nuestros encuentros a su casa: un pequeño chalet, limpio y muy acogedor, repleto de plantas y marcos con fotos de dos caras sonrientes y enamoradas, jóvenes e inmortales. La cabecera de su cama tenía una cómoda butaca preparada para que me sentara (por su asistenta, una mujer callada y hacendosa, que también era paciente mía y me sonreía angustiada pidiéndome que le obligara a comer más). Allí el deterioro al que le sometía la enfermedad era más patente. No somos nadie en pijama.
-Esto avanza irremediablemente, doctor. Aunque sé que podré contar con usted cuando lleguen los peores momentos. No permita que me muevan de casa, no tiene sentido, ni quiero.
Conocerle a él fue volver a nacer. Esa experiencia de conexión absoluta, no sé si usted habrá sido tan afortunado en su vida, espero que sí. Saber que has conocido lo que tanta gente ansia, lo que ha hecho escribir tantos libros, pintar tantos cuadros... ¡Qué afortunados somos los pobres mortales que lo hemos saboreado, aunque sólo sea por un momento, o por el breve espacio de cuarenta años! ¡Y cuánta compasión se merecen los pobres que morirían sin haber sido tan afortunados! ¿No le parece, doctor?
Poco a poco, la fatiga fue obligando a acortar las confidencias, y a sustituir muchas palabras por gestos y miradas que terminan siendo igual de elocuentes. Mientras le colocábamos el infusor repleto de fármacos que pretendía ofrecerle el alivio que siempre me reclamaba, me miraba y sacando fuerzas del amasijo de aristas y pellejos en que se había convertido su cara, era capaz de apuntar una sonrisa que parecía querer ayudarme a contener las lágrimas.
- Vamos doctor, ésto se acaba. Al fin y al cabo no ha sido tan malo, ni tan duro. He vuelto, doctor, he vuelto con la frente marchita. No se olvide de Gardel: el viajero que huye, tarde o temprano detiene su andar.
2 comentarios:
Un placer leer esta bonita historia, casi sin pestañear, llegar al final del relato con los ojos humedecidos y tener la necesidad de darte la enhorabuena. Me ha encantado.
Lo comparto con tu permiso. Estas experiencias hacen nuestra profesión todavía más grande. Felicidades por contarlo tan bien
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