Un día encapotado y frío, que amenazaba lluvia después de un invierno cálido y seco, que traía adelantadas las alergias primaverales. De esos que provocan conversaciones de café sobre el cambio climático o sobre lo loco que está el tiempo. Material para aligerar los viajes en ascensor. Además era viernes. Los viernes son días que a veces parecen precipitarse, y otras se resisten a terminar, como si les diera pena que te fueras, como si se fuera a acabar en ese fin de semana la Seguridad Social.
La mañana empezaba rara porque no había nadie en la sala de espera al llegar, una anomalía infrecuente entre gentes que despiertan a los gallos de una patada en el culo para que cacareen desde su más tierna infancia. El alguacil abre el consultorio bien temprano y enciende la calefacción. Allí se está calentito y la mayoría lleva levantado un buen rato, así que lo habitual es llegar pronto y esperar al resguardo. Pero aquel día no había nadie.
Saludos de rigor con mi compañero y a apretar botones desde el principio, como si aquello fuera la sala de máquinas de un submarino de los de las pelis de la Segunda Guerra Mundial. Empiezan a oírse pitos y encenderse pantallas y me acomodo en mis rutinas en las que me siento tan a gusto. Y ahí, el teléfono es un invitado desagradable e inesperado. Una llamada del centro con pocos datos y muchas incertidumbres, pero que al final termina en una conversación apresurada con una de mis pacientes del otro pueblo: su marido se ha mareado al levantarse y se ha caído, golpeándose en la cabeza. Está bien pero en la cama, y se queja de que le duele mucho. Les conozco bien a ambos, no son gente dada a exagerar. Él es un hombre recio, de pocas palabras, toda la vida trabajando en el campo, vigilando los cotos, que lleva mal la inactividad de la jubilación, y las pastillas que se ha visto obligado a tomarse en los últimos cinco años, por culpa de un atasco en alguna cañería de su cerebro que le había dejado de secuela una tortilla de cápsulas y comprimidos como si fuera ya un viejo. No, aquello no estaba bien. Siempre me pedía que le quitara alguna de aquellas condenas, pero en realidad tenía la medicación reducida a lo mínimo imprescindible. Lo que ocurre es que a él aquello se le hacía un máximo insoportable.
Fuera, en la sala de espera, seguía sin aparecer nadie. Desplazarnos al otro pueblo garantiza como mínimo media hora extra de retraso irrecuperable. El día prometía. Pero decidimos no aplazarlo a pesar de que la conversación telefónica no impresionaba de gravedad. Esa sala de espera vacía, al contrario que en la canción de Sabina, sí nos ofrecía esperanza.
Entrar en los domicilios de los pacientes sigue siendo para mí algo sagrado. Sus habitaciones, los muebles setenteros, las estampas en la mesilla de noche, la foto de novios, el edredón de flores. La sensación de violentar una intimidad profunda siempre me ha abrumado. Y el paciente en la cama, arropado hasta la oreja, quejándose, me parece un ser humano tan frágil y vulnerable que me enternece casi hasta hacerme un nudo en la garganta.
Y la expresión de tranquilidad que les asalta cuando te abren la puerta y te dejan pasar, esa seguridad de que ya está su médico en casa y nada malo puede ocurrir, es una responsabilidad abrumadora. La primera evaluación ya no es buena y la decisión del traslado se vuelve inevitable. Instrucciones a la esposa, llamada a la hija que vive más cerca, todo se sucede rápido, pero en apariencia controlado. Les dejamos unos minutos, el tiempo justo para acercarnos a la consulta a preparar un informe para el hospital. Al regresar, la situación ha empeorado drásticamente, la conciencia se desvanece y la respiración se apaga. Hay que movilizar otros recursos y prepararse para una actuación tan alejada de lo habitual que pone en entretela todo tu aplomo.
Pero la vida sigue repartiendo cartas y nos da algún triunfo. Los recursos llegan antes de que la situación se vuelva crítica, y gentes con las manos repletas de maletones y tecnología lo llenan todo de cables y transforman la inmaculada intimidad del cuarto de viejos novios en una sala de reanimación de batalla. El médico de cabecera pasa el brazo sobre el hombro de la pobre mujer asustada, que sigue revoloteando como una polilla molesta, y se la lleva al cuarto de estar contiguo. Allí nos sentamos en el sillón uno junto al otro y mientras explico la situación con palabras sencillas y entrecortadas, espero unas lágrimas que no llegan. Intentamos sin éxito localizar a otra hija y planeamos los próximos movimientos, cualquier cosa menos ver los tubos entrando hasta los bronquios y oír sin entender las conversaciones profesionales que llenan ese dormitorio.
Una llamada al ayuntamiento ha vaciado la sala de espera, que poco a poco debía de haberse ido llenando de gentes extrañadas de encontrar todo de par en par y manga por hombro. No ha habido protestas ni reclamaciones: hoy por ti, mañana por mí.
Media mañana se ha consumido con la UVI móvil marchándose camino del hospital aullando como una loca. Tengo que tomarme un café porque tengo el estómago cerrado y el viernes aún no se ha rendido. Antes de meterme en la trinchera de la otra consulta tengo que visitar a dos ancianas en sus casas. Son fragilidades diferentes, una desde el abandono y la soledad, la otra desde la crueldad de una enfermedad inmisericorde, pero ambas necesitan el bálsamo de un apretón de manos, de una sonrisa que apacigüe los miedos del largo fin de semana.
Después, a desprenderse de las urgencias mentales y empezar de cero con cada paciente que entra por la puerta, a mantener una expresión amable cada vez que la consulta se multiplica por dos o por tres, porque si hay días en que la lista parece una blástula descontrolada, son sin duda aquellos días. Esa es la ley de la atención primaria que todos aprendemos a fuego. Todo se ralentiza, los corazones entran en bradicardia y hasta el cerebro se recrea en una bradilalia, que aquello parece un documental del National Geographic de los de leopardos cazando en la sabana a cámara súper lenta.
Y el teléfono sigue sonando porque es un viernes ladron que no quiere marcharse, y en una de esas, la enfermera de la residencia del pueblo te dice pesarosa que sabe que te va a rematar el día con sus dos problemas inaplazables y le devuelves unas frases de consuelo porque qué culpa tiene ella, la pobre, cobrando una media jornada trabajándola entera y llevándose un móvil a su casa cuando termina.
Y te vas para allá cuando hace tiempo que pasó la hora de fichar de los mal pensados y te queda aún una caricia por algún lado para dársela al pobre hombre que no se conoce ni a sí mismo y esta ardiendo de fiebre, y a la mujer que sólo es la sombra de lo que fue y que no siente ni el dolor que le debería producir una tripa como un tambor que asusta al más pintado.
El viaje hasta casa servirá para poco a poco recuperar los ritmos, los cardiacos, los respiratorios y los cerebrales. Comerás a la hora de merendar, pensando en que es cierto que hay días, pero que esta es la profesión más maravillosa del mundo.
7 comentarios:
Me he visto en tu lugar...sitios distintos y mismos problemas y sentimientos.
Muy bonito, amigo
Beatriz
@BeatrizSatu
Me tranquiliza ver compañeros con sentimientos y reflexiones semejantes detrás de la rutina...
Gracias por compartirlo
Me encanta cómo describes las sensaciones a las que me cuestan tanto ponerle nombre...qué bonita nuestra profesión.
Yo soy de las que se siente 100% identificada con lo que narras. Mi centro debe ser muy parecido al tuyo, mi población también. Sólo me queda darte las gracias por poner palabras a los sentimientos, a los pensamientos, y a los resoplidos que a veces damos cuando creemos que no vamos a poder con todo. Gracias.
Nos sigues enriqueciendo con tus Entradas, esa facilidad de escritura, esas reflexiones tan profundas y ese modo de observar el mundo y de mirar al paciente como pocos. Te sigo leyendo lo que puedo que no es mucho porque tengo dos blogs también que atender y no me falta trabajo en el Hospital pero no quería dejar de darte las gracias una vez más, Raúl.MªÁngeles
No puedo expresar nada que no hayan dicho otros comentarios, pero como me gusta "chupar rueda" de tus valiosos escritos, solo te digo: Gracias.
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