Así que toma una ducha breve minimizando los ruidos propios y ajenos y baja con los zapatos en la mano las escaleras hasta la cocina. La Nespresso monta un jolgorio del carajo, pero queda amortiguado por las puertas y las distancias. Se sienta en una silla para beberse el café despacio, acordándose de la OMS mientras se quema los labios. Las costumbres son difíciles de cambiar desde Ginebra.
Al abrir la puerta del garaje agradece el fresco de un sol todavía soñoliento. Ya llegará su hora, piensa al mirar el cielo raso, de un azul todavía trémulo. Luego afronta la carretera como todas las mañanas, con las radio escupiendo análisis y respondiendo a sus propias preguntas, pasando de una emisora a otra siguiendo sus propias sistemáticas. Costumbres otra vez, animales de costumbres.
Hay segadoras cosechando el trigo, levantando polvo. Si hace aire, el polvo llegará a los pueblos y los alérgicos tendrán que seguir con sus mocos, sus pastillas y sus Ventolines, piensa. Como cada día, se asombra de lo cerca que parece la sierra, de lo diáfana que se muestra la llanura, que permite ver recortadas las montañas que delimitan el horizonte a más de ciento cincuenta kilómetros.
El coche enorme va tragándose la carretera como si fuera autónomo. Las rutinas han reducido la conducción a un acto casi subconsciente. Pasa por el primero de sus pueblos. En la radio oye al candidato más votado soltar sus agradecimientos a unos y otras. Piensa que tendrá que buscar un hueco para ir a ver a ese paciente que acaban de dar de alta después de su último infarto. Y a la anciana tan preocupada por tener en la pierna lo mismo de lo que murió su marido, y que tiene intensos dolores cuando la noche se alarga hasta el infinito, en esas horas de vigilia en la que esperas aterrada que se te presente la parca
Más cosechadoras. El trigo está alto y dorado. Ve a uno de sus pacientes agachado en su huerta. Saluda con la mano a otro que camina por el arcén aprovechando los frescos robados al secarral y al verano. Sabe que tendrá que parar cada seiscientos o setecientos metros porque el dolor de las pantorrillas le muerde como un perrillo inquieto. Agita la garrota para devolverle el saludo y el médico sonríe al mismo tiempo que otro de los candidatos promete cumplir con sus responsabilidades con la ciudadanía. Otro cambio de sintonía.
Llegando al otro pueblo distingue el edificio de la residencia de ancianos. Sus pensamientos se van hacia la anciana que está agotando su vida. La semana pasada fue todos los días a verla. Poco a poco la conciencia iba abandonando los ojos que, cada vez, abría con más dificultad. Es difícil abandonar la vida a veces, pero allí todo el mundo ha asumido el pacto por preservar su dignidad, y los cuidados son delicados y exquisitos. El médico sabía que el fin de semana sería largo y lento. Un analista experto plantea sus hipótesis, otro le corrige y otro más expone que las suyas son mucho más fundadas. En el siguiente dial, otro candidato reconoce que podría haberle ido mejor pero encuentra motivos para estar satisfecho. El médico aún no sabe si la vida se detuvo en la residencia o no.
Por fin llega al centro de salud. Hay un compañero esperando marcharse después de una dia agotador. Digamos que su cara no está para anuncios de cosmética. Saluda a las administrativas y pasa a la cocina a servirse otro café. La encargada de la limpieza es como una madre, le pregunta por los niños y le hace un comentario sobre los resultados, que el médico responde con un encogimiento de hombros, una sonrisa y un sorbo de café, otra vez demasiado caliente. Después se sienta frente a un ordenador y busca las listas de pacientes de la mañana. Reconoce a todos los nombres, incluso los tres o cuatro veraneantes de cada temporada.
La vida sigue. Y el médico sigue a la vida.
La imagen pertenece a la película Un doctor en la campiña que por fin pude ir a ver este fin de semana. Una película que refleja de forma acertada la medicina rural.
1 comentario:
Así es maestro. Ha seguir caminando, otro día.
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