Hacía años que no recordaba una primavera lluviosa, especialmente en este secarral en el que me desenvuelvo. Campos de trigo que amarillean, olivos y vides, y perdices cruzando torponas los caminos con sus perdigones detrás. No niego que a veces siento cierta envidia de los compañeros que van a los domicilios cobijados bajo la sombra de los pinos en la sierra, o los que ven el mar asomándose por la ventana de sus consultas. Pero no me quejo.
Recibí la llamada un lunes a primera hora. El alivio en su voz era palpable, ese alivio tan reconfortante que percibes, basado en la confianza, y que guardas como un tesoro. Fue un resumen de la situación algo caótico, enturbiado por las horas de insomnio pasadas en vela y seguramente por las lágrimas premonitorias.
No quise demorarlo demasiado y encontré la fórmula de acudir enseguida. Tuve que coger el camino largo, porque el más corto atraviesa un arroyo que se revoluciona con las lluvias, y que remata en una cuesta empinada que se convierte en un lodazal sólo apto para tractores e Indianas Jones. El camino largo es más amable, tiene un breve puentecillo que soporta bien las bravuras del riachuelo y aunque parece que se recuperara de un bombardeo de los de la guerra, queda todo en un molesto traqueteo y dos kilos de mierda en la carrocería del coche.
Aprovecho las obligadas lentitudes para bajar la ventanilla y sacar la cabeza. Huele a gloria y tierra húmeda, hay amapolas blancas en las cunetas y el verde se ha tragado al sempiterno amarillo. Se pone uno algo bucólico, pero es lo que tiene ser médico de pueblo. Los de ciudad que se canten una de Sabina.
Me reciben los tres perrazos con los ladridos de rigor, y casi haciéndome caer mientras intento avanzar hacia la puerta, entre los golpes de sus rabos contra mis canillas. Me espera su hija sin ánimo para componer una sonrisa que disimule la angustia que le genera la situación. Escucho su relato, interrumpiéndola sólo con dos o tres preguntas con las que intento centrarme y poner en marcha los automatismos en los que todos nos encontramos tan seguros.
La habitación es tan cálida como siempre, las sábanas siguen reluciendo con esa invitación a la caricia y ella descansa en una aparente fragilidad que tiene toques augustos, reflejos plateados en el pelo solo ligeramente desordenado, un sueño que me da miedo interrumpir. Le pongo suavemente la mano en un hombro de cristal, porque su hija ha levantado la persiana y el sol mañanero se ha hecho cargo de las labores de despertar que no conseguíamos nosotros con nuestros saludos a pleno pulmón queriendo vencer la fastidiosa sordera.
Al fin se gira y al reconocerme me sonríe con esa sonrisa centenaria que me encanta en el sentido literal de la palabra, porque me emboba y me deja cara de idiota. Me da la mano mientras la saludo acercándome al oído porque los gritos me incomodan en medio de todo aquel remanso de tranquilidad. Percibo el cansancio en sus ojos claros, un agotamiento profundo rendido al tiempo y a la naturaleza. Me despido de ella después de los trajines habituales con la promesa de volver en cuarenta y ocho horas, y me devuelve una mirada inteligente que está repleta de contratos no escritos entre nosotros, una mirada de respeto y de cariño.
Ya en la puerta, con los perros de nuevo machacándome las piernas, dejo algunas medidas escritas en un folio con letras enormes de amanuense, mientras elaboramos entre su hija y yo un discurso repleto de tristeza y de inevitabilidades. Tener una vida larga y plena, no hace menos angustiosa la partida para quienes te rodean, y las horas en la noche tienen ciento ochenta minutos, la respiración parece pausarse y todo queda en suspenso, colgado del miedo y de la soledad. Dejo mi número de teléfono:
- Llamadme si lo necesitais.
Fueron varios días, un par de semanas. El coche fue acumulando barro mientras el amarillo se merendaba el verde como lo hacen los abusones, seguros de su victoria. El campo seguía oliendo a gloria y a primavera y los perros invariablemente me ladraban y fustigaban. La conciencia se fue despegando despacio del esqueleto regio y los ojos apenas se entreabrían, ya sin brillo. Las palabras se comprimían al mismo ritmo que se expandía el cariño que sumaban nietos y familiares. Yo llegaba a casa triste. La muerte no tiene prisa, es de una implacable tranqulidad.
Una madrugada de sábado me sobresaltó el teléfono. Me habían llamado sólo en una ocasión anterior, una tarde. Dos llamadas en quince días. Fue una conversación breve, un par de instrucciones sencillas con más de faro en una costa tormentosa que de otra cosa. Aún hubo tiempo para otra visita un par de dias después. La lucha terminaba.
- Si ocurre esta tarde. o esta noche, avisadme y vendré a primera hora a firmaros los papeles que sean necesarios.
Hay contratos con nuestros pacientes que debemos cumplir inevitablemente. Respeto y cariño. Y dignidad. Ella era mi paciente más anciana, seguramente yo fui su médico más joven. Espero, sé, que estará descansando en paz.
5 comentarios:
Historias palpables qué la continuidad permite. Gracias Raúl muy buena entrada
¡¡ Yoooss !!.
Parece como si fuese contigo en el coche.
Se siente, se escucha y ve lo mismo que tú.
Excelente relato.
Gracias.
.
(En Canarias "Yoooss" y "Ñoooss" son exclamaciones de admiración ).
.
Me encanta la intimidad que transmites siempre en tus relatos.
Muchísimas gracias a los tres por vuestros comentarios y por tomaros la molestia de dedicarme un minuto de vuestro tiempo. Un fuerte abrazo
Me has emocionado hasta las lágrimas, Raúl.
RIP et lux
Y tu párrafo bucólico, no tiene desperdicio,
y además, inter nos, Sabina es nada, comparado
con esa experiencia.
Un abrazo
Publicar un comentario