lunes, 4 de julio de 2016

Extraño, como un pato en el Manzanares

Se puso a rellenar los papeles del traslado el día que salió de su segunda noche consecutiva, ojeroso e inyectándose la cafeína de la máquina de la planta, que era de las que resucitaba a Juan Valdés para que se volviera a morir del asco. Ya no tenía edad para según que florituras, pero no le había quedado más remedio si quería asistir a la función escolar del más pequeño de los tres. Habían sido demasiadas perdidas, demasiadas las veces que su mujer bromeaba sobre parecer una divorciada, demasiados partidos de pueblo y sábados por la mañana pensando en el niño que hace tiempo no mira a la grada cuando mete un gol.

Un fin de semana libre cada mes y medio, un montón de nochebuenas preparando medicación con una guirnalda alrededor del cuello y el matasuegras y las uvas esperando en la mesa del estar, frente a la tele de veintiuna pulgadas sin sonido, con el timbre sonando en medio de los cuartos o de las campanadas. Tres mañanas, dos tardes y una noche, anti-estrés, ¡cuánto le hubiera gustado echarse a la cara al pollito que se inventó el eufemismo!

Había amado su trabajo desde la primera vez que, siendo estudiante, había curado una úlcera en la pierna de una anciana a la que se le saltaban las lágrimas cuando la rozaba con más miedo que vergüenza con la gasa. La mujer le había sonreído y le había pedido perdón por ser tan quejica, y a él le habían dado unas ganas terribles de abrazarla. Aquel día supo que sería feliz siendo enfermero, a pesar de que su padre no terminaba de verlo, porque estaba chapado a la antigua y en su promoción eran cuatro monos a los que una sociedad que todavía olía a naftalina de la rancia confundía con el médico. Él siempre respondía igual: "¡qué va, qué va, mucho mejor, yo soy la enfermera!"

Treinta años en el mismo hospital, primero de destino en destino buscando el hueco, y después, publicaciones en el BOE mediante, la estabilidad que había añorado, poder permanecer en la misma planta, con las mismas compañeras, sentirte a gusto, como el tahur que se conoce todos los trucos. Treinta años dan para mucho, para ver como van llegando cada vez más enfermeros y cada vez más médicas, cómo pasan los gerentes, cómo viene los malos tiempos y los buenos tiempos, y otra vez los malos tiempos, y se recortan las plantillas, y todo se llena de ordenadores y se empieza a teclear con dos dedos y luego como una mecanógrafa de los años cuarenta. Da tiempo a ver el desembarco de grandes ideas, y cómo a muchas se les acumula el polvo en el rincon del olvido.

Da tiempo a llegar a casa y que se te llenen los ojos de agua contándole a tu mujer cómo es la vida de terrible,  y a que te tiemblen las canillas cuando desempaquetas una placa donde un ser humano ha grabado su agradecimiento. Da tiempo a quere abofetearte cuando te descubres llamando a una pobre mujer "la gorda de la 27B", y a zamparte una caja de bombones con las señoras de la limpieza a las cinco de la madrugada "porque tú lo vales".

Por dar tiempo, da tiempo hasta para que un trasnochado jefe nacional del movimiento, de los añorantes de tocas y besa-anillos, te amenace con convertir tu vida en un infierno, sólo porque se te ha ocurrido que las cosas se podrían hacer mejor,  no como siempre, y al mismo tiempo igual podías recuperar algo de tu vida.

Pero ya se ha acabado. Treinta años también te dan el preciado pasaporte hacia ese mundo de leyenda, del que te llegan ensoñadoras referencias, que te parecen tan diferentes a tu realidad, que sólo pueden  ser exageraciones o mentiras. Y al final, una mañana coges el coche y te presentas en un centro de salud. Sabes que te esperan, porque has llamado un par de veces, pero hasta el último momento has tenido que dar el callo en tu planta, no hay lugar para transiciones dulces. Llegas pronto. Saludas a las administrativas que te plantan dos besos y te presentan a una compañera que cree que te recuerda, pero no está segura. Tu sí lo estás de que no las has visto en la vida. Te enseña todo aquello en un tour guiado low-cost, porque hay prisa. Hay una multitud frente a una sala con dos o tres sillones, con el brazo arremangado y caras de estómago vacío.

Te plantas las gafas de viejuno y te lías con el compresor y los cachetitos en el antebrazo. La gente charla y cuenta a tu compañera sus vidas mientras los dos os ponéis pim-pam, como los churros. Cuando se vacía la sala, te suda el puente de la nariz y se te resbalan las gafas. Tu compañera te lleva a una cocina que está a rebosar de gente. Te presenta en genérico diciendo a gritos tu nombre, pero tu besuqueas y das la mano con paciencia a todas y cada uno interrumpiéndoles mientras mojan las galletas en el vaso de café con leche. Los principios nunca fueron fáciles, pero allí la gente parece agradable. La última de todos es una mujer bien vestida, con una bata en la que florece un matojo de bolígrafos. Te habla con sinceridad, mirándote a los ojos:

-"Me llevaba muy bien con la anterior enfermera, era mi compañera y mi amiga. Me alegro de que por fín haya sacado plaza fija. La verdad, aquí en primaria, cuando llegan los trasladados del hospital, solemos esperaros de uñas, ha habido mucha gente que creía venir a retirarse..."

Deja la frase en el aire mientras parece estar valorándote con la mirada. Entonces la sonríes y ella adivina todo detrás de esa sonrisa, porque puedes notar como se caen sus barreras casi con estrépito audible.

-"Mira, me siento, como decía Sabina, extraño, como un pato en el Manzanares. Pero he venido aquí a ser feliz siendo enfermero, algo que cada vez me ocurría con menos frecuencia en el hospital. Ya asumía que todo sería nuevo para mi, pero estando dispuesto a aprender, siempre encuentras a alguien dispuesto a enseñar. Así, que, si te parece, trabajemos, y pasémonoslo bien". 


Dedicado a los y las impresionantes profesionales que he conocido en estos años, que han aterrizado en la Atención Primaria como el americano que viajaba a Albania en los años 60, y que conservaban intacta su capacidad para aprender y para disfrutar de su profesion y de sus vidas. Con mis mayores respetos. 













2 comentarios:

Peti dijo...

Leyendo esta entrada, me he visto reflejada que bien que has descrito mi "traslado" a AP
Infermera de intensivos desde los 21 ańos,funcion de supervisora des de que abrió el Hospital dejandome la piel en cada moment, luchando por una Sanidad Pública de calidad...hasta que un gerent me "invitó" a buscarme "algo" que me gustara, la frase mas dura de mi vida laboral, yo era infermera d hospital y con compañeras de casi 30 años de compartiendo inquitudes.
Me encontré en un consultori de un pueblo a los 59 años y la mèdica me dijo lo mismo que explica en tu pots.
No he mirado atrás y sigo aprendiendo de mis nuevas compañeras y pacients, dentro de 16 meses me jubilaré con 65 años orgullosa de mi trabajo y de las experiencias compartida.
Grácias por tu pots. Un abrazo

Raul Calvo Rico dijo...

Mil gracias por tu comentario. Me hace muy feliz haber sido capaz de poner por escrito lo que muchas y muchos habéis experimentado. Sois un ejemplo que hay que potenciar, que hay que visibilizar, porque, desgraciadamente, parece que solo tenemos en nuestros ojos espacio para ver la cara B de este disco, la de quién busca una prejubilacion en la primaria, lejos de turnos, de estructuras férreamente jerarquizadas y de mínimos retos profesionales.

No digo que no existan, es más, todos los que llevamos una vida en AP los hemos conocido, pero esas personas no pueden robaros el protagonismo a las que seguís dándolo todo por vuestra profesión.

Un abrazo