martes, 15 de noviembre de 2016

Compasión

La enfermera apenas llevada unos días en su nuevo trabajo. Después de años de sustituciones pateando la capital, al fin la habían llamado del hospital de su ciudad. Y en el momento más oportuno. Cuando fue buscar su nuevo pijama blanco, pidió el pantalón varias tallas más ancho de lo que solía. Cuatro meses después nacería la razón de esa nueva talla de cintura. Y no había manera de borrarle la sonrisa de la boca, porque era el primero, y porque el traslado le ofrecía una tranquilidad inesperada, un abandonar los metros y los viajes eternos en los túneles oscuros traqueteantes y malolientes. Así que luego dicen que vienen con un pan debajo el brazo. ¡Y tanto!

El destino le asustaba un poco. Acumulaba experiencia aquellos años previos de la trashumancia, pero nunca había estado en una planta de oncología. La noche antes de su estreno apenas cerró los ojos y a la mañana siguiente llegó al hospital cuando todavía no habían vaciado los contenedores en las calles los madrugadores camiones de la basura, y las conversaciones en los pasillos aun se intercambiaban en susurros respetuosos.

Fiel a su mentalidad algo germánica, ya se había dejado caer un par de veces por allí para enterarse de quién era quién, de dónde estaba cada cosa y de esas rutinas que encierra cada planta, que parecen transmutarse en pequeños reinos con sus propias costumbres y rarezas. Así resultaba más fácil meterse en la dinámica sin parecer un pato mareado, lo demás ya lo iría trayendo la experiencia.

Como decíamos al principio de la historia, apenas llevaba unos días, los suficientes para que la brutalidad del cáncer la golpeara como si se enfrentara con Mike Tyson, los suficientes como para que los ojos hundidos y los pómulos afilados la demostraran la fragilidad de los cuerpos ante un enemigo duro e implacable, los necesarios como para que las miradas perdidas y las lágrimas contenidas o incontinentes le revelaran la falta de misericordia de una naturaleza empeñada en mantener su equilibrio a cualquier precio.

Ella entraba y salía de aquellas habitaciones empujando su tensiómetro, o con sus frascos en la mano, sintiéndose cada vez más como una asmática que se ha dejado el Ventolín en su casa. De vez en cuando se ponía la mano en el vientre, como si quisiera proteger a su hijo de todo aquel dolor, o quizás para sentirse un poco más acompañada, nunca se sabe.

Solo llevaba unos días, los suficientes. En el pasillo, junto a la puerta de la habitación, una mujer de unos cuarenta años cruzaba sus brazos sobre el pecho atravesando el techo con la mirada. Al otro lado, dos adolescentes con las manos en los bolsillos de los vaqueros mantenían la cabeza agachada, con los flequillos lacios a la moda colgando bamboleantes, tapándoles casi por completo la cara. Estaban inmóviles y en silencio.

La enfermera atravesó aquella barrera invisible con el mismo silencio que la recibía. La habitación estaba en penumbra, casi costaba encontrar entre las sábanas lo que quedaba del hombre que un día había besado apasionadamente a aquella mujer, el padre que había subido a costillas a aquellos dos chicos. Tenía los ojos cerrados y las respiraciones superficiales se iban descontando como los segundos antes de llegar el año nuevo.

La enfermera hizo ademán de volver hacia la puerta, ante el inminente desenlace. Ella no conocía de nada a aquel hombre, y su mujer y sus hijos estaban allí, a solo un par de metros. Pero algo la hizo detenerse. En aquel momento se supo incapaz de juzgar a nadie, de presuponer cuánto dolor puede soportar una persona, de ser ella quien determinara qué debe hacer cada cual ante la crudeza de la muerte.

Así que volvió a la cabecera de aquella cama y cogió esa mano de piel y huesos que parecía que se quebraría con solo rozarla, y se quedó allí, mirando como se escapaban los últimos instantes de esa vida que desconocía, hasta que la muerte, silenciosa, desplazó a la ruidosa agonía y se hizo dueña y señora.


Luego, despacio, colocó la mano sobre las sábanas, y abrió la puerta. Rozó suavemente el hombro de la mujer, que no necesitó ni una sola palabra para liberar liberar las lágrimas que contenía, y mientras entraba con sus hijos a la habitación, la enfermera regresó al estar, se sentó en un sillón y lloró un buen rato, hasta que le apeteció a su alma.

Después, mientras se limpiaba los ojos y se sonaba los mocos, entraron las demás enfermeras y las auxiliares, y con aire de veteranas curtidas, la regañaron por haber llorado. Ella no se sentía con ánimo para responder y se limitaba a empapar kleenex con saña intentando frenar las vergonzantes lágrimas.

- Tienes que aprender a ser mas fuerte, a mantenerte al margen. Si no, no lo vas a soportar.

Ella asentía porque era una novata y aquellas mujeres llevaban años viviendo en medio de todo aquel dolor, y si ellas lo decían, sería así. Pero sabía que le sería imposible desprenderse de la compasión porque era incapaz de verse a sí misma sin esa cualidad que nos lleva un paso más allá de la humanidad.

Esa noche se sentó en el sillón de su casa con sus manos sobre su vientre, mientras le contaba a su marido cómo aquel día, se había enamorado definitivamente de la más humana de las profesiones.


















6 comentarios:

isabel dijo...

Tengo un amigo,el cura que me casó,que es capellán en el Puerta de HierroSibre todo le llaman para dar la extremauncion.
Lo que más le duele es cuando nadie le da la mano al que se va,para acompañarle.
No lo entiende....

Juan Antonio García Pastor dijo...

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"Tienes que aprender a ser mas fuerte, a mantenerte al margen. Si no, no lo vas a soportar".
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Sólo tendrás posibilidad de ser fuerte si no te mantienes al margen.
Si mezclas emociones y sentimientos con tu profesión. Sólo así podrás gestionarlas y llegar al equilibrio.
La zona de confort no te hace más fuerte.

MAXI dijo...

Raúl, me has recordado aquello que escribí y que de vez en cuando me gusta leerme a mí mismo: ..."Los relatos vitales de las personas y sus consultas me conmueven. Me conmueven sobremanera. Puede ser por la forma en la que lo cuentan, por la empatía que me producen o por el desgarro que experimentan. Me alegro que me conmuevan, siempre digo que me hace sentir que estoy vivo porque estar vivo muchas veces es eso, sufrir con el otro.
Entonces vienen a mí todas las cuestiones aprendidas: lo que se espera de mí como profesional, como persona y específicamente como hombre. Abandero la distancia terapéutica como imprescindible para ser médico y absorbo las lágrimas de mis párpados inferiores para que ninguna de ellas salga por otros caminos visibles.
A veces no puedo y sé que, aunque lo disimulo, ellos ya se han dado cuenta de mi emoción contenida.
Aquí me descubro como “hombre-varón-masculino” en tránsito. En un largo proceso vivido en grupo he descubierto como el hecho de serlo marca mis emociones y sobre todo, la expresión de las mismas. Tímidamente voy avanzando en el camino de la capacitación emocional que un día me robaron. Así me descubro más humano y más persona."

Más humano y más persona, así me hacen tus relatos.

Avillegasrey dijo...

"Tienes que aprender a ser más fuerte, a mantenerte al margen" pero ponte una chapa de humanización y posturea!
Y así nacieron el salbuxatin y el lexatamol

Merche F. dijo...

En el hospital de provincias que yo conozco bien no suelo encontrarme enfermeras empáticas y muchísimo menos médicos humanizados.Todo práctica clínica aséptica y distante...y si me descuido me voy a su terreno, es mucho más fácil ' pasar' por las habitaciones mirando la analítica del día que los ojos del paciente.Una pena.

Raul Calvo Rico dijo...

Mantengamos el reducto de humanización y sensibilidad aunque pensemos que somos islas. Es mucho más importante de lo que creemos.