La semana pasada la vio por fin el traumatólogo en el ambulatorio. Le costó un mundo llegar, cada vez se maneja peor en la ciudad, autobús desde el pueblo y luego el autobús urbano, con esa sensación de sardinas en lata insoportable. Anda y que se metan su ciudad por donde les quepa. Igualito es salir a pasear por el arroyo, o llegar andando hasta las eras.
Y ese es el problema, que ya no hay quien siga andando con los huesos de esas rodillas que se rozan como el papel de lija y duelen como si llevara dos puñales clavados en cada corva. Así que había esperado pacientemente a ser recibida en audiencia por esos seres místicos que son los traumatólogos, y había salido de la consulta tras unos tejemanejes bastante violentos de sus piernas, con una bronca descomunal por estar gorda, y el disgusto de una cita en un año para ver si había sido capaz de abandonar el saco de kilos que se había echado a las espaldas desde que tuvo a su último hijo y podía entrar en el quirófano. Total, el chaval tenía ahora veintiún añitos era cosa de perder en doce meses lo ganado en unos doscientos cincuenta. La educación general básica no le había dado para calcular aquello muy exactamente pero mientras volvía a la estación de autobuses en el urbano le pareció que sería un poco difícil.
En el largo pasillo del centro de salud tiene tiempo de saludar a un par de vecinas más que se distribuyen por los distintos pasillos. Menos los martes, que es el día de mercadillo, el resto de la semana parece concentrarse allí toda la actividad del pueblo. Amparo lleva más de veinte años siendo su enfermera, ella le controló el último embarazo, el del tercero, las dos mucho más jóvenes y también las dos con muchas más ilusiones. Hoy, cuando la ha visto entrar en la consulta, han intercambiado preguntas amables sobre sus respectivos chicos, pero cuando le ha dicho que venía a adelgazar, el suspiro interior de la pobre Amparo se le ha escapado por todas y cada una de las arrugas de su cara.
Ella rápidamente le ha explicado que eran cosas del traumatólogo para poder operarla de la rodilla que la estaba matando, que ya sabía que lo había intentado muchas veces pero que esta vez lo iba a conseguir seguro, porque el dolor la tenía loca y no la dejaba salir a andar por el arroyo ese ratito que se permite dejar las cosas de la casa y marcharse cada tarde, y que de verdad que ahora sí que sí.
Y había escuchado atentamente cada una de las explicaciones de Amparo sobre los grupos de alimentos, y las mezclas, y le había dicho que lo entendía todo y prometido que veinte gramos de pan en la comida y en la cena y dos cucharadas de aceite para todo el día, que se lo juraba por sus hijos. Y ahora se marchaba a su casa pensando quién coño le iba a prestar a ella una ciclostatic y cómo se iba a apañar para poner los garbanzos que había echado ayer al remojo con una sola cucharada de aceite.
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Amparo se toma unos momentos antes de avisar a su siguiente paciente. Está terminando de rellenar en el ordenador los ítems del protocolo de obesidad como mandan los cánones, que si no los jefes dicen que no la pueden evaluar y al final ni productividad ni leches. Mientras espera que se abra la ventanita del tratamiento no farmacológico, al desesperante ritmo de su ADSL rural, intenta memorizar cuantas veces a puesto a dieta a Fermi desde que la conoce.
La tiene cariño. Cree que fue la primera embarazada que siguió nada más coger la plaza en el pueblo. ¡Era tan joven! Veinte años ni más ni menos. Para que luego se desmarque el Gardel diciendo que no son nada. ¡Los cojones!
Siete, quizás ocho veces. No es una mujer que esté siempre en su consulta. En realidad ha sido ella la que ha mantenido el contacto dándola citas cada par de meses, sobre todo para pesarla y controlarle la tensión, que con sus añitos y esa sarta de kilos, no es cosa de que no aparezca por allí, menuda bomba de relojería ambulante. Y sabe que es una mujer disciplinada. No falta nunca a su cita, aunque la señora donde limpia le exige siempre el justificante de asistencia a pesar de llevar más de quince años con ella, que el servicio ya se sabe, dice Fermi que le oyó decir una vez a una amiga por teléfono.
Y con el marido y los dos hijos mayores trabajando en el campo. El pequeño no, que ese está en la capital estudiando su carrera. El orgullo de su madre. Pero cuando hoy le ha pedido otra vez la dieta, a Amparo se le ha hecho presente la imagen de Florence Nightingale crucificada y se ha aguantado un exabrupto porque fue a un colegio de monjas y su madre le habría dado un buen pescozón.
Así que le ha imprimido por las dos caras de un folio una dieta de mil quinientas abierta, y con su boli malva de la suerte le ha ido marcando las familias de alimentos y su equivalencias, las proporciones en cada comida, hasta un par de truquitos que siempre ayudan a sobrellevar la condena. Fermi no se perdía ripio y ella se iba calentando, como las seis o siete veces anteriores, cogiendo carrerilla como la animadora de un hotel de jubilados del INSERSO.
Y cuando Fermi se ha ido con su dieta en la mano, su consejo para hacer bicicleta estática, veinte minutos diarios suaves mientras ves a la Mariló que te va a ir muy bien para las rodillas, y su cita para dentro de un mes, pesarte y ver cómo van las cosas, se ha tomado su tiempo para su tecleteo torpón de hija del boli BIC revenida, satisfecha de ver que a pesar de las dos décadas a las espaldas, aún conserva suficiente frescura como para poner a dieta a una mujer obesa que necesita que la operen de la rodilla.
Y encima rellenar todos los ítems para cumplir los objetivos. Ole.
2 comentarios:
Una reflexión estupenda
Todos los ingredientes presentes y tan reales como veraces. Tratar el verdadero problema con sucedáneos que desoían a pacientes y profesionales pero que entretienen no sin efectos colaterales, eso sí, uno menos en la larga lista de espera quirúrgica. Al final volveremos a los postulados de Florence N, preservar y dejar que la naturaleza actúe, no nos queda otra.
Gracias por el comentario Rosa M. Tienes toda la razón, Saludos
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