El paisaje empezaba a hacerse arisco y precioso. Las montañas comenzaban a amenazar como un chulito de patio de colegio y el otoño se había quedado ya sin gama de grises que utilizar. Era el norte, violento y hermoso.
Aquello era como hacer un domicilio: una casa de las que abrigan, una anciana encantadora con un pijama de felpa morado que sonreía y se presentaba a sí misma bromeando, tan elegante y frágil como si nos hubiera recibido en audiencia la duquesa de Windsor. Una mesa redonda repleta de comida, una chimenea en la esquina del salón con un perrazo negro de cuadro de Velázquez roncando al amparo de su calorina.
Un grupo cuando menos curioso: la anciana atenta a la conversación, degustando su Rioja con el placer que provoca ese matiz de rebeldía aún posible después de consumir casi toda una vida, con la imperceptible tristeza de la pérdida en los ojos; un niño con la vida reventándole por todas partes al mismo tiempo, impidiéndole permanecer quieto, como marca la naturaleza, y luego cuatro sanitarios, una enfermera y tres médicos.
Los dos médicos del norte son grandes, fuertes. No puedo evitar imaginármelos con pantalones blancos, camiseta de tirantes y fajín, partiendo troncos o levantando unas piedras. Y sonríen con una sonrisa de las que usan todos los músculos de la cara, una sonrisa de las que te dan una palmada en la espalda que te desencuadernan. Tienen la maravillosa exageración en la amistad norteña. Es inevitable sentirse pequeño a su lado. Tres médicos perroflautas y una enfermera que nos mira con una paciencia de canonización por la vía urgente.
Las historias se atropellan inevitablemente. Se llora por la sanidad perdida, se dibujan tres tratados sobre un nuevo sistema dignos de un cum laude salmantino. Se vacían varias copas de vino y se sueltan las lenguas, y después lo sentimientos. Y aparecen las personas. Las que nos llevamos a casa, las que nos empaparon con sus vidas solo para embarbechar las nuestras.
Entonces hablamos de lo sagrado de entrar en sus casas. Y a mí, que estoy en la casa de uno de ellos, me parece escuchar Te Deum de órgano de catedral. Y de esos álbumes ambulantes que son ahora los móviles, me enseña una foto. Es una anciana con un camisón de organdí, metida en su cama, repantigada sobre varios almohadones. Se ve que ha colocado el embozo de la sabana para que saliera bien en la foto. A su derecha, el cuerpo inmenso del médico ocupa un buen sitio en el colchón. Con su sonrisa plurimuscular mira a la cámara, no es una pose, es pura y dura felicidad. En la pechera lleva una chapa que dice: "paliativos visibles" o algo así, sin gafas soy un gato de escayola.
-Ella siempre me dice que tiene mi sitio en su cama guardado. Es un auténtico encanto. Le pedí que si quería hacerse una foto conmigo para una campaña que estábamos haciendo que visualizara los cuidados paliativos, y por supuesto me dijo enseguida que sí. Pero después pensé en ello y no quise utilizarla.
Si alguien que está yendo a verla casi a diario en los últimos días de su vida le pide que se haga una foto con el ¿cómo iba a negarse? Si su médico de cabecera le pide que le deje contar su historia en un congreso, o que participe en un estudio, o que le dé permiso para subir una foto de su domicilio a Instagram, ¿cómo podría decirle que no?
Aunque creamos ser los reyes de la empatía, aunque nos regalen mazapanes en Navidad con su pensioncilla ridícula, o no paguemos nunca un café en el bar del pueblo, aunque pensemos que la confianza es el único puente posible tendido entre nosotros y nuestros pacientes, nunca conseguiremos abandonar del todo el principio de autoridad. Como un viejo dictador gobierna nuestra relación y astutamente, sabe esconderse porque esta decrépito y huele a antiguo, y a nadie le gusta ese olor. Pero conviene no olvidar que ahí sigue.
-¿Tengo derecho a utilizar esa foto sólo porque me interesa, para mi campaña, o para demostrar que soy un tipo genial y lo mucho que me quieren? ¿Tengo derecho real, aún sabiendo que nunca me habría dicho que no, porque allí, detrás, encima de ella, acecha el principio de autoridad, aunque la buena mujer nunca haya oído hablar de eso tan complicado?
Las historias nos rodean como sombras en una gruta, que nos llegan distorsionadas y que prometen sorpresas si somos capaces de girar hacia ellas nuestras linternas. La buena gente también nos rodea. Y los buenos médicos, los que son capaces de enseñarte esas cosas, no sólo deben rodearnos, deben abrazarnos.
4 comentarios:
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Tenemos una fuertísima ascendencia, en especial entre más rural es el entorno.
No sólo en temas sanitarios. En ocasiones somos consejeros.
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"Dígale a mi marido que quite la cadena del sendero. Quedó con el vecino en dejarle el paso a su finca y ahora se lo niega".
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"Es el hijo de mi hermana que falleció. Su padre en 15 años no se ha hecho cargo".
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"¿Qué coche le compro a mi hijo?. Yo quiero un ... y el quiere un ...". (Me alegro que me hiciese medio caso y le comprara el que le gustaba al hijo; era más divertido).
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Entramos y salimos de sus casas.
Cuanto más hacerles fotos.
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Un día, un mediodía,... una escena vivida y un amigo que describe como los ángeles más allá de la imagen. Un amigo que pinta las partículas que sobrevuelan el ambiente y que son sólo visible a los ojos que miran frente a la luz.
Eres un genio poniendo palabra a la escena, Raúl.
Y eres capaz de aprender con todo. Por tu escucha sincera. Por tus argumentos que hacen un "doble salto mortal" y me llevan a explorar lugares no visitados. Por tu amistad...
¡Cuánto aprendemos juntos!
¡Y cuánto nos queda por aprender!... y será juntos!
Gracias.
Joder Raúl. No quiero ni por un segundo romper la magia del texto. Me parecería soez desvelar algunos datos que tengo el privilegio de conocer. Haces de lo cotidiano magia. Captas como un niño lo que sucede, lo que ya sucedió... Sí algunos presumen de tener "piel de elefante" tú puedes presumir de ser permeable como el aire... Cuídate. Y gracias. Otra vez, gracias.
Gracias Raul por emocionarme con tu relato y con el aprender todo lo que nos aportan y nos ayudan a crecer los pacientes.
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