domingo, 22 de enero de 2017

Sola

Hace frío. Ese frío que solo conocen los que han visto las fuentes heladas en invierno. Ese frío que remodela caracteres y elimina la hojarasca, dejando al aire las ramas desnudas. Como las ideas y como las conciencias. La médica esta sentada en la terraza acristalada. Contempla las luces de la cuidad vieja, con una manta sobre el regazo. Encima de la mesa camilla, una carta cuya tinta resiste lectura tras lectura. Y ya lleva muchas. Lecturas repetidas que mezclan la incredulidad, la rabia y el desencanto. Lecturas emborronadas por las lágrimas.

Está sola. No es una casa demasiado ruidosa, una jovencita casi adolescente que prefiere leer a Dumas antes que ver Gran Hermano, un niño serio y cariñoso que hace rato decidió rendirse a los bostezos y duerme ese sueño inocente y tan reparador que echamos tanto de menos cuando somos adultos estresados. Un marido quemando otra de esas noches de guardia y de cuerpos separados. De cuerpos solamente. 

La médica saborea el silencio y la taza de café casi con el mismo deleite, el que nos concede repasar a cámara lenta los recuerdos, ponerles del revés buscando las costuras descosidas, segura de que tiene que haberlas, porque así es la vida. Es momento de reencontrarse en el ímpetu feliz con el que regresó a su casa, la contradicción de escuchar alegre penas y padeceres, pero dichos con las palabras con las que le hablaban los otros niños, las mismas con las que le consolaba su madre y las que formaron las frases con las que se enamoró.  Aquellos primeros días de vuelta a casa, del sol y la nieve, y las cuestas y las piedras. Sin duda todos aquellos recuerdos eran felices. 

Luego el choque entre el deseo y la realidad, el desencanto que nace de descubrir la farsa que algunos envuelven en papeles de satén y lazos de color de rosa, o en cifras majestuosas dichas en ruedas de prensa por políticos que si sacan un centímetro más de pecho, golpearán con sus esternones las caras de los periodistas de las primeras filas. Fachada de tramoya que en la desnuda realidad de los pasillos repletos de camillas, de los turnos de veinticuatro horas, de las plantillas horizontes y de los residentes ojerosos suena a tomadura de pelo. 

Arrebujada bajo su manta, sintiendo el calor interior que provoca el café caliente, le asalta el recuerdo de la lucha, la queja que parece lanzada al vacío, los planes de mejora que chocan con el muro de la incomprensión o de la impotencia. Empieza entonces a ver claramente deshilacharse las costuras, el cansancio infinito, las miradas suplicantes, o resignadas, o altivas de los pacientes, acostarse a las nueve de la mañana sin haber sentido apenas en algún momento hacer Medicina, así, en mayúsculas, como la de antes, como la que le llevó a querer ser médico. 

Mirando las luces de la ciudad que hiberna reproduce a cámara súper lenta cada uno de los segundos de su despedida, y en su memoria, la pantalla del ordenador vuelve a escribir las palabras de su rendición, cada una de ellas asaeteando a una moderna san Esteban, dejándola sin un resquicio de la ilusión con la que volvió a casa. 

Las horas convencieron a los días, y estos a las semanas, de que la derrota solo era una retirada a los cuarteles de invierno, de que la médica seguía estando allí, debajo de todas aquellas saetas, aunque al corazón se le fuera el santo al cielo entre la sístole y la diástole. Pero seguía latiendo, eso seguro. Al menos hasta que llegó esa última carta, aquella que no terminaba de desaparecer por más que la leyera, esa carta cruel en la que no bastaba la retirada, se buscaba la rendición incondicional, el aplastamiento del enemigo, su silencio indefinido. 

Y aquella noche, en la terraza acristalada, con los silencios nocturnos llenos de respiraciones rítmicas  y algún maullido retumbando en la calle, la médica se sintió terriblemente sola. Y es horrible sentirse sola cuando sientes que te faltan las fuerzas y te asalta el deseo casi irresistible de dejarte arrastrar. La rendición a veces te tienta con un descanso demasiado dulce como para resistirse. 

Y entonces, la médica escribe un mensaje y lo lanza con las últimas fuerzas de un náufrago. Y vuelve a sentirse sola. Hasta que empiezan a sonar las señales de alarma en su teléfono móvil, en su ordenador, por todas partes. Tantas, que tiene que silenciarlas para poder articular algún pensamiento. O por lo menos para darle a su cerebro la orden inapelable de sonreír. 


P.D.: este post va dedicado a mi amiga Mónica Lalanda, a quien, por denunciar las condiciones laborales en que ejercía su trabajo, tanto ella como sus compañeros (muy similares a las que se sufren en todos los servicios de urgencias hospitalarias de España) y por criticar la labor de su jefe, no sólo ha tenido que dejar aparcado el ejercicio de su profesión, sino que además se ve inmersa en un expediente abierto por el Colegio de Médicos de Segovia a instancias de su comisión deontologica al parecer por menospreciar a sus compañeros. Un absoluto despropósito. Mi solidaridad más absoluta, y por supuesto, como ha quedado claro, no estás sola. 








2 comentarios:

Rodrigo Gutiérrez Fernández dijo...

Un absoluto despropósito que deja bien a las claras la concepción absolutamente rancia y anacrónica que tienen algunas directivas de Colegios Profesionales de Médicos... Para más "inri" Mónica forma parte de la propia comisión deontológica del Colegio que la expedienta, lo que dice muy poco de su imparcialidad y legalidad. Estamos aviados con estos próceres de la medicina que aplican y dictan a su antojo cómo deben interpretarse las normas del Código Deontológico. Aunque para otros temas parece que tienen la piel de elefante, aquí demuestran una sospechosa y excesiva hipersensibilidad. (Se da la circunstancia de que el Jefe del Servicio de Urgencias del hospital, que supuestamente se siente agraviado y vejado es un destacado miembro de la ejecutiva del PP provincial). En fin...

Rodrigo Gutiérrez Fernández dijo...

Y no, Mónica no está sola, desde luego...