lunes, 5 de junio de 2017

Diagnostiquitis

Las primeras veces tienen siempre un deje de ternura que les da la distancia, ese toque ligeramente triste del paso del tiempo, de la juventud perdida, ese reconocer el corazón aún maleable, capaz de recibir improntas perdurables. Eso cuando las recuerdas con el tiempo, claro. Porque en el momento de recibir la impronta a veces te sienta como una patada en las entretelas, de esas que te dejan tocado y durmiendo poco, como si todas las noches fueran de verano tórrido y sabanas sudorosas.


Yo andaba intentando mantener la cabeza fuera del agua, o al menos las coanas, porque mi primera experiencia como capitán de navío de mi propia consulta tenía en la proa un agujero por el que cabía el Titanic de lado y la orquesta se empeñaba en tocar mientras yo rellenaba mil y un papeles, repetía consulta tras consulta insustancial sin el más mínimo valor, me enfangaba en medicalizaciones de todos los colores y protocolizaba lo protocolizable en una orgía de horas frustrantes sin fin sentado detrás de una mesa medio escondido detrás de la pantalla del ordenador, en el que, por cierto, había cargado ciento una canción para poner una melodía de fondo a tantísimo desastre. 

En semejante panorama, las visitas a domicilio descuadraban la fantasía de orden, empujando mi vida hacia un caos que me sentaba como un tiro. Salía en el coche inquieto por el retraso que acumularía, las malas caras que soportaría y convencido de que ese día casi me daría tiempo a escuchar El Larguero en la carretera de vuelta a casa. Pero el malestar me duraba lo que tardaba en llegar al domicilio, y quedaba, de forma asombrosa para mí, enterrado en una extraña sensación de alegría, un sentirse a gusto uno dentro de su piel que, sin yo saberlo en aquel entonces, eran todos los sentidos de mi cuerpo gritándome que esa era realmente mi Medicina. 

La casa era una de esas construcciones de pueblo hecha a golpe de capricho de albañil, con recovecos y poca luz. Olía a agrio desde la puerta de entrada, un olor a pobreza que impregnaba las paredes y que no quitaría ni una inundación de KH-7. Era la primera vez que iba. Ella había sido una de mis mejores clientes desde que aterricé en el pueblo; acumulaba entre sesenta y setenta capítulos del Harrison ella solita. Tenía bien asimilado el concepto tan político de usuaria, y desde luego, le daba uso y disfrute a todo lo que la sanidad podía ofrecerla. Yo, joven y pagado de mí mismo, había intentado reconducirla asegurándola que tenía entre mis manos la respuesta a casi todos sus males, pero sí a Hércules le hubieran encargado ese trabajo, hubiera acabado repartiendo en Telepizza y no en el Olimpo. 


Resumidas cuentas: una lucha sin cuartel sostenida a lo largo de los años en batallas semanales, a veces dos o tres por semana, con armisticios ocasionales firmados en partes de interconsultas y en más de una ocasión, un deseo irrefrenable de romper mi espada y rendirme incondicionalmente. Ahora que golpeaba en el cristal de la puerta de su casa, caía en la cuenta de que llevaba un tiempo sin verla, y toda la extrañeza que mi subconsciente debía llevar acumulada explotó de pronto. 

Ella estaba tumbada en un camastro colocado en el cuarto de estar. Se tapaba con dos o tres mantas de las que Napoleón dio a sus muchachos cuando vinieron por aquí. En el suelo había unas bragas abandonadas junto a un orinal. Estaba despeinada, vestida con una bata, con la mirada perdida. 


Su marido me entregó unos papeles del hospital que empecé a leer mientras la saludaba. Me contestó con una retahíla ininteligible. Tampoco la preste mucha atención, porque lo que leía me iba absorbiendo. Había pasado más de un mes ingresada, un mes de pruebas y más pruebas que habían sacado a la luz unas manchas en el hígado y en un par de vértebras que no presagiaban nada bueno. Aquella fue la primera de muchas visitas, aunque, curiosamente, prácticamente desaparecieron esas nimiedades que le hacían buscar antes mis diagnósticos, y fueron sustituidas por apariciones esporádicas en la consulta en las que me hablaba de sus visitas a los médicos del hospital y en las que entre ambos repensábamos los tratamientos y las pruebas que una y otra vez le solicitaban, aunque después su hijo, el que aún le quedaba soltero y transitaba por el mundo con una maleta repleta de hipocondria, deshacía nuestras conciábulos imponiendo la lógica racionalidad del peso de la ciencia hospitalaria. 


Fui una y mil veces al pie de aquel camastro de la guerra de la independencia. Siempre que su marido venía a la consulta a contarme que tosía, o le dolía la tropa o cualquier cosa, buscaba el hueco para ir a verla. Allí me encontraba el papel que dejaba la gente de paliativos, que cada cierto tiempo me enviaba un fax para contarme lo que ya sabía. Yo me limitaba a ajustar los calmantes porque ella no soportaba que se le fuera la cabeza. Pasaba cada vez más tiempo en la cama. Se quejaba de dolores en los brazos y las piernas, que tratábamos lo mejor que podíamos aún a costa de que algunas veces dijera alguna tontería y confundiera a su marido con su hijo. Yo sabía que detrás de esos dolores podía  haber células creciendo salvajemente y devorando sus huesos, pero no veía necesario añadir más etiquetas que las que ya nos acompañaban. 

Un día se presentó su hijo en la consulta. No tenía cita, pero le deje pasar temiéndome cualquier cosa. Se sentó frente a mí y me lanzó un sobre grande marrón sobre la mesa. Contenía unas radiografías de una columna lumbar con dos vértebras hechas puré. Mientras las miraba, soporté estoicamente un discurso muy bien elaborado sobre mi incompetencia. Cuando terminó le pregunté cual había sido la decisión tomada a la luz de ese diagnóstico. Me contestó que por supuesto reposo y calmantes, pero que al menos ahora sabían lo que tenía su madre. De postre, me pidió una radiografía del hombro para valorar el dolor que arrastraba en los últimos meses, no fuera a ser otra fractura sin diagnosticar. 


Se marchó con el volante para hacer a su madre otra radiografía, sin querer escuchar los torpes intentos de explicarle mis por qués. Cuando terminé la consulta, ya de noche cerrada, volví a su casa. Asomaba apenas la cara bajo sus mantas de campaña. Hablamos de los calmantes que le habían mandado, pero me explicó que tampoco tenía tanto dolor y que se apañaba con los míos, para que así no se le trastocaran las ideas. Su hijo ya le había contado que tendría que hacerse otra radiografía del hombro, y ella estaba tan contenta, no fuera a ser que lo tuviera roto. Me fui a mi casa jodido, porque, como ya he dicho, las primeras veces ganan mucho con el tiempo. 










5 comentarios:

Juan Antonio García Pastor dijo...

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"Ut video vidi.
Sicut me videtis videtis"
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Me vino a la cabeza esta frase que está entre una calavera en el lateral de San Fructuoso detrás del Palacio de Rajoy de la Plaza de Obradoiro.
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Como te ves, me vi (nóvel)
Cómo me ves, te verás (veterano)
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Raul Calvo Rico dijo...

Eres un crack y la frase viene al pelo (a pesar de estar en una calavera)!!

Unknown dijo...

Espectacular relato, como siempre Dr.Calvo Rico, lo compartiré en twitter. Gracias por poner en palabras y transmitir esa emoción de nuestro día a día, y que algunos como yo, parco de vocabulario, no sabemos transmitir. Saludos.

Raul Calvo Rico dijo...

Muchísimas gracias a ti por tu amabilidad Juan. Un saludo

Catalina Coral Coral dijo...

Tambien para paliarnos a nosotros mismos :) Gracias Raul