lunes, 31 de julio de 2017

Orgullo y prejuicio

¡Ay, Jane Austen, Jane Austen! ¡Qué lejos estabas tú de saber que tu Inglaterra romántica de ricos venidos a menos y romances venidos a más se me vendría a la cabeza para describir estos mis primeros pasos en el mundo de la Medicina postespecialidad! Estoy seguro de que si alguien te lo hubiera insinuado le habrías puesto el té frío y los sándwiches de pepinillo con el pan duro.

En fin, aquí estoy, cumpliéndose todos y cada uno de los prejuicios que me había forjado en los últimos meses de residencia: kilómetros arriba y abajo, saludar a compañeros que se olvidarán de mi nombre antes de que lleguen a sus consultas, pacientes que me preguntan si no está hoy su médico, como si fuera a hacer su aparición detrás de las cortinas de la camilla, tipo prestidigitador de feria, y vuelta al coche, y encima agradeciendo que ahora tenga aire acondicionado, que mi tutor hace veinte años recorrió estos mismos caminos con las ventanillas bajadas con manivela y el motor recalentándose como dice el dicho, más que la moto de un hippy.  

Así que hoy nos tenemos que tener por afortunadas, somos la generación tecnológica: encontramos los centros de salud con el gps del coche que con su voz varonil encantadora nos dice que giremos a la derecha o que cojamos la comarcal doscientos once con la misma frialdad cortés, recibimos un guasap de la bolsa que nos pregunta si estamos libres para una guardia mañana en la gran muralla China, y consultamos el medimecum a pie de cama del paciente con los 4G rurales mientras nos traen amablemente un vaso de agua fría. Tenemos una aplicación descargada que nos dice donde trabajaremos mañana y nos llegan a nuestro correo electrónico entre sesenta y setenta nóminas algunas con vergonzantes saldos de unos céntimos que sonrojarían hasta al pobre de la puerta de la Iglesia parroquial. 

Además, desde nuestro móvil y antes de empezar la segunda consulta del día, el siempre atento instituto de la seguridad social nos remite el balance de nuestras altas y bajas, sorprendiéndonos con las veintitantas veces mensuales que esos seres anónimos del submundo de la burocracia han tenido que activar y desactivar todas las movidas que nos metían y nos sacaban de la población activa como el que entra y sale de la pista de baile. En fin, todo muy tecnológico, una maravilla de la ciencia. 

Todos aquellos prejuicios que mantenían bien ahogadas las esperanzas de contratos estables, aunque fuera con la irrisoria estabilidad de unos meses, cumpliéndose a rajatabla con la exactitud de un reloj suizo. De Suiza, vamos. 

Y en medio de toda esta vorágine de sensaciones y sentimientos, es decir, de ganas de ir al servicio de personal a dar cortes de mangas hasta que te escueza la flexura del codo, el oasis de suplir a tu tutor. De repente, tu consulta otra vez. Sí, porque allí asististe en primera fila de platea a esa representación tan realista de lo que debería ser tu vida que llegaste a sentirte una de los personajes de la trama. Y ahora que vuelve a abrirse el telón, ahora que el prota no aparece por ningún lado, descubres que te sabes el papel de memoria y que tu sueño de ser tu la prota se puede convertir en realidad. Y tardas apenas unos minutos, dos o tres pacientes nada más, en olvidarte de que en esa representación  hubo alguna vez otra primera figura que no fueras tú misma. 

Y entonces se te pinta una sonrisa boba en la cara que ya no se te quita ni aunque te llame por teléfono la buena mujer de bolsa y te pida con voz trémula y hasta lastimera que si la puedes cubrir una consulta por la tarde en un mega-ambulatorio. Y sin darte cuenta la has dicho que vale, que la vida es bella y que a las heroínas de Jane Austin los vestidos escotados y largos les quedaban que te cagas y que seguro que a ti te quedarían igual de bien. 

Y para remate, a esa luna de miel con la vida que te supone cada día volver a abrir tu puerta, sentarte en tu silla, encender tu ordenador y saludar sonriendo a todo quisqui, le pone el remate final que hay dos o tres pacientes que no eran mucho de venir por la consulta del tutor, pero que desde que ese elemento desapareció de la escena te han adoptado como su médica imprescindible de cabecera y hasta de los pies de la cama. Y te vas a tu casa con un orgullo todo trufadito de vanidad que está buenísimo, de repostería fina, y que te deja la misma mala conciencia haciéndote pensar que eres una bruja vanidosa que has quitado el puñal de la mano a Bruto y se lo has metido en el quinto intercostal al jodido Julio César. 

Y la vida sigue, y el verano pasa, y todo lo bueno se acaba, y el tutor vuelve de las vacaciones, y las consultas vuelven a sucederse, y las altas y bajas también, las consultas dobladas, los monzones, las guardias a capón y los kilómetros. Y tal día, hará un año, sin duda. 








1 comentario:

May dijo...

Jane Austen....no Austin...