lunes, 8 de enero de 2018

La guardia de la gripe

La gripe les estaba pegando una soberana paliza. Un año más casi podía uno oír descojonarse al virus B del linaje Yamagata en las narices del cuerpo de guardia, que soportaba el chaparrón como podía, básicamente sin levantarse de las sillas y poniendo a prueba la elasticidad de sus vejigas urinarias.

Los había de todos los colores: los asombrados de encontrarse tan rematadamente mal, los que llevaban cuatro días sudando más que un corredor de maratón y se sostenían a base de leche con miel,  los empeñados en luchar contra el termómetro digital, obstinados en ver el treinta y seis y medio a cualquier precio, los que seguían convencidos que el único remedio era el Clamoxyl pero se lo negaban en las farmacias, los que no se tomaban un Gelocatil si no se lo ha recetado algún afamado internista y los que han utilizado todo el arsenal almacenado en sus botiquines y los de la vecina del sexto.

El residente recién aterrizado, se lanzaba a la exploración mientras el viejo médico conducía el interrogatorio como un sabueso olfateando complicaciones, aun a sabiendas de que el bucle de la normalidad se empeñaba en repetir como un gazpacho verbemero. 

La guardia estaba resultando un auténtico coñazo.

El día había sido frío, lluvioso, rematado con ráfagas de viento de esas que convierten en inútiles los paraguas. Y la noche había seguido el mismo camino, era de las que pedían cama, mantas y un buen sueño. El cuerpo de guardia aguantó estoicamente a que se desvanecieran los rescoldos de las últimas fiebres trasnochadoras y los postreros "no quiero meterme en la noche", antes de responder a la llamada del canto de las sirenas que se dejaba oír claramente desde las camas de sus habitaciones. Se despidieron unos de otros con ese falso optimismo que resulta una tradición imprescindible en cualquiera que haya echado noches a sus espaldas haciendo cualquier tipo de guardia.

La urticaria del adolescente solo sacó de su sueño al médico. Una hora y media que le había sabido a gloria y del que despertó absolutamente desorientado. Despachó los intentos maternos de investigar las causas probables en semejante momento con dos bostezos y un par de frases hechas que hicieron notar a la preocupada señora que aquel no era momento ni lugar para convertirse en un Sherlock de los alérgenos.

Recuperar el ritmo fue bastante más difícil. Nunca había sido un tipo de esos que parecen inhalar propofol cuando apoyan la cara en la almohada. Pero la fisiología termina por vencer a cualquiera.

El segundo timbrazo había parado el cronómetro otra vez a los noventa minutos. Sería porque el médico era muy futbolero, o porque la vida es una gamberra irredenta. Esta vez sacó de sus rolletes con Morfeo también a la enfermera. La buena mujer se disculpó hasta tres veces por levantarles a esas horas antes de llegar a la consulta. Cuando sacó su tarjeta de la Comunidad Autónoma vecina y les explicó que había estado dos días antes allí mismo  por el mismo dolor de garganta, pero que no podía soportarlo mas, al médico las tres disculpas se le hicieron pocas. Vale, sí, no hay empatía y buen rollo que soporte la depravación de sueño, que se lo digan a la KGB.


La vuelta a las habitaciones estuvo trufada de pensamientos políticamente incorrectísimos, alguno de ellos pensado con tanta fuerza que es posible que pudiese ser detectado por el oído humano.

Cuando sonó el teléfono, no había pasado ni medio tiempo del último partido contra el sueño más duro. 

- Por favor, que si puede venir a ver a mi marido que está pasando una noche fatal. Y dice que se traiga usted algo para que pueda respirar.

Siguiendo la lógica que llevaba la hijaputa de la guardia, salir en aquella noche de perros era de obligado cumplimiento, y el médico ya hacía mucho tiempo que se resignaba a cumplir las obligaciones del destino puñetero. Llamó a las puertas de enfermera y residente y mientras esperaba a que se desperezaran, repasó el historial del buen señor que reclamaba algo para respirar.

En el coche fue relatando la historia del caballero, sus últimos ingresos por cuadros de anemia secundarios a una enfermedad que se empeñaba en fastidiar a su médula ósea y le habían obligado en un par de ocasiones a entregarse a la draculización de las bolsas de banco para tirar para delante.

Entraron los tres en la casa envueltos en sus chaquetones de bandas fluorescentes, siguiendo a una mujer que les abría paso y les llevó a una habitación con muebles de matrimonio de los años cincuenta. A la luz mortecina de las lamparillas de las mesillas de noche, vieron a un hombre tumbado muy quieto boca arriba, con algo en la boca que no alcanzaban a distinguir. 

-¿Cómo se encuentra, caballero? - le preguntó el médico mientras tomaban posiciones alrededor de la cama como si quisieran bloquearle las salidas.

- Estoy muerto-. La sentencia pilló de sorpresa a todos los presentes. Para hablar, el hombre se había quitado de la boca lo que mordía. Entonces se dieron cuenta de que se trataba de un tubo de Guedel que sujetaba entre los dientes al revés, como si se tratara de un tubo de buceo. El médico tenía demasiado sueño encima como para darse cuenta de lo que ocurría.

- Pero, ¿qué es lo que le pasa?¿Por qué se pone ese tubo en la boca?

- Para poder respirar. Gracias a ésto he podido respirar toda la noche. Ya me pasó hace tiempo y tuve que pasar la noche con un corcho de una botella en la boca para no ahogarme. ¡Es que no habrá algo para que no se ahogue un hombre!-. Al médico sólo le faltaba pellizcarse para cerciorarse de que estaba en fase de vigilia. Se sentía incapaz de procesar todo aquel surrealismo. Necesitaba unas certezas mínimas de que seguía en la realidad, así que echó mano de su fonendo y esperó a que el pulsi revelara un magnífico noventa y tantos que por otro lado era de esperar dado el cabreo con el que el hombrecillo se quejaba de que ningún médico hacía nunca nada por él, y que ya no podía ir a su huerta a cavar sin asfixiarse, y cómo era posible que nadie le diera una solución, y cómo iba a dormir toda su vida con eso en la boca, y...

Los roncus que escuchó en el hemitórax derecho justificaron una faena de aliño que les permitió ponerle nombre y apellido de bronquitis aguda a la demanda nocturna, y salieron de allí asegurándole al caballero que con esos sobrecitos y el inhalador que le habían dejado en la mesilla de noche seguro que se encontraría mucho mejor. 

En el camino de vuelta se disolvieron los restos de sueño que quedaban en ellos, entre comentarios del caso y el recordatorio de ese tubo de Guedel que el pobre hombre mordía como si de verdad le fuera la vida en ello. El médico decidió derrumbarse en la cama convencido de ser incapaz de dormir en los pocos minutos que le quedaban a la noche. Lo peculiares que podemos llegar a ser los seres humanos y lo surrealistas que son a veces las guardias fueron sus últimos pensamientos conscientes en aquella terrible y fría guardia de la festividad de Nuestra Señora la Gripe. 


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1 comentario:

Daniel Martínez García dijo...

Estoy convencido de que al residente recién aterrizado la guardia le pareció de todo, con sus inolvidables momentos de surrealismo, pero ni mucho menos un coñazo :)