lunes, 5 de noviembre de 2018

El interino

El médico está preparando mentalmente su maleta. Como siempre, como las anteriores ocasiones, aunque nunca pretende llenarla, termina haciéndolo inevitablemente. El problema es ordenar todos esos recuerdos, los lugares, las gentes, los compañeros, las calles, las risas, los nervios, el miedo, los llantos. Ordenarlo y conseguir cerrar la maleta, llevársela a casa y vaciarla en las estanterías donde almacena los de los otros lugares, los cuatro o cinco que ha conocido ya, los que ha abandonado como abandonará pronto éste, recuerdos que a fuerza de almacenarse se van diluyendo como si estuvieran escritos en tinta invisible, y poco a poco fueran adelgazándose hasta quedar reducidos a tres o cuatro caras, a un par de sucedidos de los que se cuentan las noches de guardia o en las comidas con los amigos.

En fin, que aquello se había convertido en una rutina de las que nadie desea. Un nuevo concurso de traslado se le volvía a llevar por delante como si hubiera construido su casa en un torrente seco que se  inunda cada pocos años, arrasándolo todo, obligándole a empezar de nuevo, después de limpiar de barro los restos casi irreconocibles de su vida.

Así son las cosas. Desde que había terminado la residencia había contribuido a la riqueza regional abonando religiosamente las cuotas de inscripción a todas las OPEs, conservaba cuadernillos de varias academias, había probado estrategias diferentes, y había sido constante en el fracaso, lamentablemente, demasiado constante.

Nunca le había gustado ponerse excusas, pero la tentación era tan apetecible en este caso, que mientras conducía hacia su centro de salud, a paso de tortuga, como a él le gustaba hacerlo, saboreando esos minutos sólo suyos, se dijo que quién más que su conciencia iba a oírle, así que dejó salir la retahíla de zancadillas que la vida se había empeñado en ponerle antes de cada examen, la boda, los bebés, la necesidad irremediable de ganar dinero, las guardias en el hospital privado, los recibos de la guardería, luego los colegios, más trabajo, más guardias, logopedas, extraescolares, hipoteca... Seguramente se dejaba alguno, pero había que adelantar a ese tractor y la neblina de la madrugada es traicionera para las distancias.

De momento el bachiller en el colegio privado del mayor, el coche nuevo que hubo que comprar y los líos adolescentes en el colegio con la segunda eran los protagonistas de haber mantenido su constancia en el último examen. En realidad, cuarenta y tantas plazas no provocaban ilusiones desaforadas ni deseos de jugárselo todo, detener el tiempo y lanzar el as de bastos. Así que el uno por el otro, la casa opositeril sin aprobar ni barrer. ¡Qué se le va a hacer!

En dos o tres semanas cerrará la maleta, que empieza a parecer un baúl de corista antigua, lleno de pegatinas de lugares donde estuviste pero a los que no perteneciste, y a cruzar los dedos y seguramente también a cruzar el mapa de la provincia. Alguna ventaja tiene ser perro viejo, no todo van a ser las canas, la calva y la barriga. Ya no extrañan las consultas de cupos horrorosos, ya no se hace tan raro el servir de tapa huecos para cubrir ausencias, ya no parece tan inusual el entrar en las ruedas de festivos y puentes como si la rueda fuera la de un camión de tres ejes atropellándote un juanete. Cuando las has visto de todos los colores, hay pocas cosas que puedan sorprender la visión cromática de un interino.

A lo lejos alcanza a ver el centro de salud. Es el primer edificio del pueblo. Han sido unos buenos años, aunque él casi no recuerda ya años malos, cosas de las corazas que sin querer uno va echando, como al que le crece una seborreica, de puro viejo. Y es que siempre ha intentado hacerlo lo mejor posible. Ha visto a su alrededor compañeros hartos de dar tumbos, que iban poco a poco dejándose llevar, a los que no les quedaba ni rastro de impulso alguno, compañeros a los que la rabia les había enfangado en una especie de hedonismo acomodaticio y hasta crematístico siempre que podían, compañeros que sabía dejarse querer por quien siempre estaba dispuesto a querer a cambio de algo.

Pero él no era así. Aunque a veces le costaba muchísimo, sobre todo los días de cansancio después de una guardia en el privado, los días en que se acercaba la fecha de la retirada, los días en que se sentía un apátrida, los días en que le dolían los riñones porque ya no era un chaval y entonces pensaba en mandarles a todos a la mierda y vivir para cobrar la nómina a fin de mes haciendo equilibrios entre lo imprescindible y lo necesario, entregado sin rubor a colaboraciones productivas arrugando levemente la nariz si llegaba algún olorcillo incómodo. Pero eran tentaciones a las que sólo concedía el instante de un cabreo, para mandarlas después a freír puñetas, lo más lejos posible de su integridad, porque él seguramente sería el interino eterno, si no lo evitaba la lotería de Navidad, pero al menos aquellas mañanas de conducir tranquilo, podía sentirse a gusto consigo mismo. Algo es algo, aunque no sirva para aprobar una oposición.












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