lunes, 29 de octubre de 2018

Morderse la lengua

La guardia había llegado a ese momento en que cada nuevo paciente es un latigazo más, restallando entre jirones de piel y sangre en la espalda en carne viva del médico que siente el peso individualizado de cada uno de los años que le contemplan. Los azares del destino y del compañerismo han hecho que ese martes tuviera un preámbulo de auténtico granito de veinticuatro horas el domingo previo, cosas de las peticiones de cambios que se llevan por delante planes y descansos quiméricos, y te escupen la realidad de un cansancio sin límites y una desgana infinita.

A un lunes sin consulta le había seguido un martes batallador y arisco, que le había quebrado ya ambas rodillas antes de meterse de lleno en el trajín de pacientes desconocidos, las idas y venidas de los domicilios, con sus kilómetros de carretera e incertidumbre, y los párpados que se sostienen sin desplomarse gracias a andamios de cafeína.

Sin duda, se estaba haciendo duro.

Cuando sonó el teléfono, unos padres preocupados por las fiebres de su retoño detuvieron el relato de sus últimos horas angustiosas de lucha contra el mercurio ante el gesto de impotencia y las disculpas apresuradas del médico. En el auricular, un anciano explicaba cómo su nieta de nueve años vomitaba sin parar desde hacía horas, y pedía que alguien acudiera a ayudarle al pueblo de al lado porque él no tenía coche ni a nadie a quien recurrir para trasladar a la pequeña. El médico casi se hunde bajo el peso de las palabras NI HABLAR y NUEVE AÑOS, que se le habían formado con toda la claridad del mundo y un tamaño desproporcionado en su cabeza. Podía escuchar las conversaciones en la sala de espera y casi era capaz de ver físicamente su cansancio como si fuera otro yo compuesto de un metal pesado y que lo cubre todo.

- ¿No está la madre de la niña para hacerle unas preguntas y darle unos consejos?
- No, mi hija no vuelve hasta más tarde del trabajo.
- ¿Y no tiene a nadie que le ayude a traer a la niña aquí? Es que estoy yo solo, hay bastante gente y la verdad, los niños son fáciles de transportar.
- No, ya le digo que no tenemos a nadie, así que tiene que venir usted.

La conversación no daba mucho más de sí. El intento del médico de explicar acciones y posibilidades chocaba con el muro de los años y la obstinación del hombre, que repetía su dirección como si se tratara de un mantra, dejando pocas opciones de reconducir la situación. Los angustiados padres que se habían enfrentado a los terrores de la pirogenia empezaban a removerse en sus sillas, incómodos, deseosos de que aquel tipo ojeroso derramase sus bálsamos sobre el pequeño que contemplaba el cuadro desde lo alto de la camilla con el termómetro en el sobaco y una cara de sanote que tiraba de espaldas. El médico había aceptado la derrota y tomaba nota de la dirección a la vigésima repetición, cuando de repente fue como si una tormenta se apoderara del auricular. Una voz disártrica y estridente comenzó a exigir la presencia inmediata de todos los efectivos disponibles reprochando la tardanza en acudir al rescate en una situación límite como aquella.

- ¿Es usted la madre de la niña?- consiguió deslizar entre los improperios y las amenazas. - Me habían dicho que no estaba usted en casa.
- Mi padre tiene Alzheimer y no sabe lo que dice. ¿O es que está usted llamado mentiroso a un pobre enfermo? ¿Y usted quién es para decir a mi padre que es nuestra obligación tener un coche en la puerta?

Aquello empezaba a adquirir tintes buñuelianos y el perro viejo que habitaba dentro del médico no tardó en avisarle de que la mejor opción era el reseteo por la tremenda, así que se despidió con un breve "iré en cuanto pueda", y se concentró en el pequeño sonriente que pedía un palo, sintiéndose molesto con la taquicardia que notaba, y que seguía apareciendo con los conflictos por muchos años que pasaran y muchas escamas que acumulara.

Los catarros de los primeros fríos y de las primeras convivencias escolares le mantuvieron ocupado todavía un par de horas, y provocaron una segunda llamada en el mismo tono aguardentoso y violento, añadiendo un par de "ni puto caso" y otras lindezas similares que recuperaron las palpitaciones en el médico y el deseo de que aquella guardia se acabara antes de que reventara por algún lado.

Cuando por fin los virus decidieron dar una tregua, o el frío y la noche dejaron de hacer apetecible el salir de casa, el pequeño coche blanco y azul se tiró al asfalto con la calefacción a tope y la mala leche buscándoselas hueco entre tanto botiquín y tanto aparataje.

La casa era un chalet adosado en una urbanización de patadas en la puerta y ventanas tapiadas. Un anciano con un tubo de plástico conectado su nariz con un poco de vida les abrió la puerta y les mandó escaleras arriba. Entraron en la única habitación iluminada donde una preciosidad de tercero de primaria con trenzas rubias estaba tumbada en su cama sonriendo. En la cabecera un orinal de plástico recogía tres dedos de jugos gástricos malolientes. A los pies de la cama estaba sentada una mujer despeinada, con ese aspecto desaliñado y aviejado que te deja la vida cuando se empeña en darte cientos de bofetadas. Durante unos segundos pareció querer hacer un esfuerzo por contenerse, pero a la segunda pregunta del médico recuperó toda la agresividad que le permitía un paladar de trapo y destapó la caja de los truenos, escupiendo reproches, afrentas inventadas, acusaciones de incompetencia, una sarta de barbaridades farfulladas difíciles de entender pero muy fáciles de interpretar.


El médico trató de centrarse en la pequeña y su epigastrio dolorido, sus borborigmos y su fiebre, pero los dardos le seguían dando en la espalda y sentía como temblaba y amenazaba con caer la armadura de indiferencia que había decidido ponerse.

- ¡Basta ya! Deje de amenazarme con el dedo. No le consiento esa actitud tan agresiva.
- Yo no le estoy amenazando. Le digo que le voy a poner una denuncia, que no se dan cuenta de que es mi hija que está vomitando sin parar, que se encuentra muy mal.

El olor a alcohol llenaba toda la habitación cada vez que hablaba. Las palabras se atascaban en el batiburrillo de la lengua, el paladar y el cerebro embotado. El médico echaba humo como una olla a presión con las válvulas abiertas y se adivinaba la inminencia de la explosión con la certeza del día que sigue a la noche. Entonces miró a la cama y vio la pena asomando a los ojazos de una niña que ya había visto mucho más de lo que debiera haber visto nunca. Así que se tragó toda la rabia que tenía, que se había mezclado con el cansancio haciéndose espesa y difícil de deglutir. Pero al final a duras penas atravesó el gaznate y cuando por fin le recibió en la calle la bofetada del aire frío, la taquicardia fue poco a poco diluyéndose en una enorme pena, mientras devoraban de nuevo los kilómetros en medio de la oscuridad, y restaba una hora más al reloj de las noches en vela.













6 comentarios:

Juan F. Jimenez dijo...

Aunque suene a topico: !Esto no pasaba antes!. Con todos los condicionantes y atenuantes que pudieran justificar el comportamiento antisocial, casos como este, no dejan de reflejar y retratar una realidad social profundamnete enferma.
Bastaria cruzar la frontera y saber lo que es ponerse enfermo en cualquier pais de globo terraqueo.
Aqui desgraciadamente, a veces poco se diferencia de un establecimiento de pizzas a domicilio, a modo de barra libre.

VicPal dijo...

Te entiendo Raul. Me has conmovido. Gracias por escribir lo que otros vivimos ...y callamos. Un abrazo. Vicente Palomo

Elisa A.R. dijo...

Es evidente que esa asistencia destilaba enfermedad por todos los lados. Tal vez no de urgencia, pero mucha enfermedad de servicios sociales, de psiquiatría y medicina familiar. Y una pediátrica que estoy segura que se hizo impecablemente a pesar de la taquicardia.

70rosas dijo...

Creo que todos tenemos experiencias de este tipo. Uso y abuso desmesurado y con exigencias.

Unknown dijo...

Narración espléndida.... Contenido duro. Dónde está el límite entre vocación y explotación? Entre la enfermedad y la agresión? Entre la demanda médica y social? Felicidades por el relato

raekapaek dijo...

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