No se si existe esa denominación fuera de la epidemiología, pero si no está definida en los sesudos tratados que andan por ahí, debería estarlo, porque estoy seguro que todos lo médicos tenemos un paciente cero en nuestras cabezas, en lo más recóndito de nuestras almas (el que la tenga, sea suya o prestada)
Estoy seguro que si, todos aquellos de mis amables lectores que juraron la parrafada hipocrática, cerraran los ojos en este momento (bueno, mejor al acabar el párrafo, que si no va a ser un pelín mas complicado de entender), lograrían perfilar con todo lujo de detalles la cara de ese paciente que fue el primero en conmovernos verdaderamente los cimientos de la vocación, el primero en desnudarnos ante nuestros miedos, en despojarnos de vanidades, en vomitarnos toda la futilidad y devolvernos al polvo que tanto nos habíamos empeñado en limpiar de los zapatos.
Les deseo un buen ejercicio. Adelante.
Y ahora, recuperados de esas imágenes que jamás se fueron, permítanme que les hable de mi paciente cero. Al exorcismo a través de la literatura. Si lo ha dicho algún escritor famoso, no he sido capaz de encontrarlo en Google.
Se llamaba Sergio. Tenía veintitantos años, y era un tipo fornido, un chavalote de los que no habían querido estudiar, pero había sabido encontrarse su hueco bien remunerado en el boom del ladrillo. Lo suficiente para comprarse un buga apañadito, y salir con su churri los fines de semana a lo que se terciara, que para eso eran jóvenes e inmortales.
Yo había aterrizado en mi primer cupo estable desde la residencia en un pueblo de la periferia de Madrid, a caballo entre sus tradiciones y el progreso desbocado y devastador. Trabajaba como una mula, el único médico en el turno de tarde, junto con una compañera enfermera y una administrativa. Nosotros nos lo guisábamos y, si hubiéramos tenido tiempo, nosotros nos lo hubiéramos comido. Pero no teníamos (tiempo, se entiende). Acabábamos agotados pero inconscientemente felices, al menos los primeros años.
Mi trato con Sergio había sido superficial y catarrero, de justificantes de cuarenta y ocho horas y colitis criminales, poco más. Unas veces venia acompañado por su lozana novia y otras por una madre preocupada a la que se le había ido la flor de la edad sin enterarse. Era una mujerona morena de pelo rizado que me daba la impresión de que podría comerse el mundo entre pan si se lo,proponía. Me caía muy bien.
Entre miles de consultas en nuestras vidas, es difícil recordar los detalles concretos de alguna. Pero, curiosamente, con el paciente cero se recuerdan con nitidez posiblemente mentirosa. Sergio vino aquella tarde con su chica. Llevaba unos días con un dolor en la parte más baja de las costillas izquierdas, que le aumentaba al moverse o al respirar profundamente. Era molesto hasta para él, que era un mulo. Recuerdo casi al detalle la exploración, toque las costillas, escuche las inspiraciones y espiraciones simétricamente tranquilizadoras, y empezamos a charlar de los esfuerzos físicos que hacia en su trabajo, y de que ese tipo de dolores era de los más frecuente, y tardarían en dejar de molestar. Calor y analgesia, o Paracetamol y mucho agua, por acercarnos a la versión televisiva.
Pasaron los días y llegó una segunda consulta similar en planteamiento y resolución, y luego una tercera, esta ya con la figura preocupada de la madre en segunda línea de platea, fijando unos ojos en mi tan intensos que escocían. A Sergio parecía que le costaba reconocerlo, pero su madre no tuvo reparos en aportar datos más preocupantes, cansancio y una perdida de apetito impropia del buen yantar natural de su niño. Volví a tumbar a Sergio en la camilla y repetí la exploración, esta vez añadiendo el toqueteo abdominal tradicional, sin olvidar la percusión, que para eso se me ha dado siempre de cine. Pero todo fue igual de anodino.
Yo estaba tierno, pero había aprendido a no creer saber más del paciente que él mismo, o que su madre. Alimentarle por la umbilical durante nueve meses tiene que dar un plus de conocimiento por cojones que no lo da la Complu. Solicité analítica y ecografia, pues por aquel entonces era una novela de Asimov pretender que el Servicio de Salud madrileño nos concediese ciertos dispendios tecnológicos, y esperamos tranquilamente resultados. Lo de tranquilamente es un decir, pues su madre y un servidor teníamos por aquel entonces enjambres de moscas tras las orejas.
La analítica fue tontorrona, pero la ecografia escupió un bazo grande y podrido que yo no había sido capaz de tocar. Los pómulos que se iban marcando en la cara de Sergio me hacían los mil reproches que no me hacía su boca. Con un truco de cambios de empadronamiento conseguimos que le operara uno de los más prestigiosos cirujanos de España, al que habían acudido de forma privada y que, por supuesto, hubo de aceptar el caso en la pública. Luego vino la quimioterapia y la desintegración, las lagrimas de su madre en una consulta terrible pidiéndome opinión sobre acudir a una renombrada clínica oncológica americana con sede en Madrid, su determinación por gastarse hasta su última moneda en la cara o cruz de la vida de su hijo, aun sabiendo, como habia visto en sus ojos, que ya había salido cruz.
Luego el consumirse esa vida joven, hasta hacia un año capaz de comerse el mundo, o al menos dos menús completos de Mc Donald's con una mano, sin quitar la otra de las cachas de su chica, y doce meses después agotado entre sus sabanas.
Solamente una vez acudí a su domicilio durante su abandono final. No dejo de arrepentirme cada día que pasa. El fue mi paciente cero. No fue el primero que se me murió, pero fue el primero de la que entonces era mi pequeña familia que desnudó todas mis vergüenzas, y, cuando miro hacia adentro , ejercicio muy sano, aunque, como todos los ejercicios sanos, muy duros, sigo viendo su cara, a veces fresca y joven, otras huesuda y abandonada, y me vuelvo a sentir desnudo, y los pies se me vuelven a llenar de polvo.
Para aquellos hipocondriacos de entre vosotros, deciros que los tumores primarios de bazo son extremadamente raros (hay unos 200 descritos en la literatura) y son de pronóstico desgraciadamente fatal.
Hace unos meses nos reunimos unos cuantos (casi 200) profesionales sanitarios para hablar de nuestros errores. Y lo hicimos por el bien de nuestros pacientes y por nuestro propio bien. De aquel hermoso aquelarre surgieron unas iniciativas que, implantadas por los servicios de salud, mejorarían la seguridad del paciente y la nuestra propia. También, un banco de casos clínicos, entre los que no se encuentra éste, de una riqueza y una sensibilidad únicas.
Gracias a todos los que lo hicieron posible.
Dedicado a ti, Sergio, estés donde estés. Y gracias por hacerme médico y no abandonar mi memoria.
Los resúmenes del SIAP 2015 de Granada (Seminario de Innovación en Atención Primaria) son del estupendo blog de la gente de Sano y Salvo. La foto es de unos pocos de los piraos que nos juntamos allí a exorcizarnos y sobre todo a aprender. Buenos amigos, besos y abrazos para todos
1 comentario:
Magistral y conmovedor, como siempre, amigo...
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