lunes, 25 de mayo de 2015

Otra vez a perder el partido, sin tocar el balón...

Escribir una entrada en una noche electoral, una entrada que no leerá nadie, salvo mi mujer y mis residentes, entregadas ellas en mis brazos literarios por motivos diferentes, pero en cualquier caso igual de nobles.
Escribir mientras aún se resisten los últimos escrutinios, mientras algunas familias sientes peligrar sus  trabajos, encadenados vulgarmente a la simpatía de los que todo lo pueden, y de repente dejan de poderlo todo. Personas que han vivido pegadas a un móvil, a una agenda, haciendo kilómetros en coches oficiales y recordando al oído del interfecto el nombre de ese señor encorbatado que se acerca a darle la mano.
Escribir, en fin, desde el pellejo de un medico de pueblo, cada vez mas viejo y menos sabio, que purgó afinidades políticas hace años, y que lleva una vida significándose, aunque no debe hacerlo tan bien cuando aún alguien le mira descolodado cuando le habla en pelotas sobre sus ideas y convicciones.
Escribir es vivir, aunque como decía uno de mis maestros, la vida se me va con lo que escribo. Pero la vida se nos va entre los dedos como la arena, queramos o no, así que, si somos capaces, sembremos de alguna palabra hermosa el reguero que nos llevará hasta la muerte.

Recuerdo a una joven llorando en mi consulta, hace años. La recuerdo con sus enormes ojos claros, perdonen ustedes mi daltonismo para no ser más explícito, como grifos inagotables, contándole a su entonces más joven médico de cabecera cómo en el ayuntamiento en que trabajaba la maltrataban, como la arrinconaban en una habitación horrible sin ventanas, donde consumía su jornada laboral hasta que el amargor le quemaba la garganta, mientras se tragaba las lágrimas que luego dejaba desbordar libremente en mi consulta.

Yo la dejaba llorar mientras la proporcionaba pañuelos de papel porque aquel vendaval de sentimientos aún me pillaba con mi corteza de psicólogo un poco tierna, y la explicaba un discurso que había perfeccionado bastante acerca de una balanza entre nuestros recursos y lo que la vida nos trae, un discurso que me sonaba vacío pero que era lo poco que tenía entonces que ofrecer. Y al final ella sonreía mientras se sonaba los mocos, y yo la arropaba con mi capa de empatía de médico de cabecera y notaba que ella se sentía a gusto allí debajo.

Y los días pasaron hasta que llegaron otras elecciones municipales y los blancos fueron negros, y los negros blancos, y aquella joven del despacho sin ventanas se convirtió en concejala, y después en alcaldesa. Y no sé si alguna vez ella relegó a alguien a un despacho sin ventanas a tragar hiel, porque yo abandoné ese pueblo donde consumí siete años de mi vida y donde estuve a punto de dejarme la vocación.

Recuerdo a un alcalde que quería que el médico, el cura y él, formasen un trío de mosqueteros "como los de antes", un alcalde añorante de tiempos pretéritos, de pareja de Guardia Civil con capote y carajillo matutino en el bar del pueblo, quién sabe si cacería en el coto. Pero este medicucho nuevo no quiere esos sones, no ha venido al despacho a rendir pleitesía. La juventud se pierde, ¡ay, cómo se pierde!

Y recuerdo a un cura alto, con acento andaluz y sotana negra de mil botones, un cura que nunca pedía cita para su madre, siempre se presentaba al final de la consulta con una sonrisa de disculpa y una queja poco misericorde hacia alguno de los fieles, que le hacían el vacío como si todos se hubieran convertido al luteranismo, porque se le ocurrió cantarles las cuarenta en bastos, y eso en un pueblo pequeño no se perdona.

Y aquel curita, al que no echaron al pilón porque no usaba cleryman, y la sotana aún retiene su iconografía mítica e inviolable salvo en revoluciones, que no era el caso, se atreve a decirle a ese alcalde que "las ovejas se las manda el Señor, pero los amigo los eligo yo". Y semejante desplante termina siendo su ruina, porque el que manda durante muchos años, cuando manda, manda, y un traslado a su tierra es lo mejor para todos.


Recuerdo una alcaldesa que viene mi primer día a la consulta para ponerse a mi disposición, lo que agradezco caballeroso, y asombrado por los contrastes. Y que, respetuosa, me invita a la inauguración del nuevo consultorio, que han criticado la otra mitad del pueblo, pero que yo agradezco después de haber estado durante un año pasando consulta en una habitación de una casa, con una lámpara redonda en el techo, una camilla detrás de una puerta y una ventana abierta a un callejón. Y allí acudo con mis dos hijos (los que tenía entonces) y la gente cariñosa los agasaja, los pellizca los mofletes y los besuquea, y los pobres aguantan con una paciencia que solo puede recompensar unas cuantas chuches.


Recuerdo aquel día en que, ya en el consultorio moderno y luminoso, la alcaldesa me pregunta tímida si quiero salir a saludar a una preboste que ha tenido a bien ir a pasear por el pueblo a ver sus logros. Y yo acepto educadamente, y allá que nos vamos el enfermero y yo a plantarla dos besos, sin saber que en un futuro próximo acumularía tanto poder, y tanto sobre nuestras vidas.


Así es la política para un médico de pueblo. Partidos que se pierden o se ganan, quien sabe, pero eso sí, sin tocar el balón. Somos malos jugadores, o hay otros mejores que nosotros, o simplemente, no estamos a este partido.

Escribir un post en una noche electoral. En fin. Querida esposa, encantadoras residentes mías, espero que os haya gustado.


Por escribir esas frases que tanto nos inspiran a los mortales, el maestro Joaquín.




1 comentario:

Rodrigo Gutiérrez Fernández dijo...

Gracias Raúl, por esta hermosa entrada (una más), que me ha recordado aquella curiosa frase de Marguerite Duras: "Escribir es tratar de saber lo que uno escribiría si uno escribiera"...