Y pensando sobre qué tema sería el más indicado para cerrar un año que ha soportado cincuenta y dos disquisiciones erráticas unas veces, desordenadas casi siempre, sinceras y entrañables en todos los casos (entendiendo por entrañables que han sido paridas desde las entrañas) pues embarcado en semejante reflexión, decidí dedicar el último post a hablar sobre mi.
Y no se trata de un ejercicio de complacencia, unas inyecciones de bótox a mi ego, que, como el de casi todos los médicos, es convenientemente alimentado durante nuestra carrera, especialidades y práctica clínica, sino uno más de los actos de nudismo a los que me he venido de un modo u otro entregando alegremente cual mojigato converso al hippismo más irredento.
Hace muchos años que coqueteaba con escribir. Fui de esos adolescentes un tanto raros que soñaban con escribir un libro, pero que chocaban irremediablemente con su falta de talento y una paupérrima imaginación. No obstante garrapateé algunas cuartillas que es muy probable que me avergonzarían si supiera dónde duermen el sueño de los justos. Mejor no saberlo.
Luego cruce el desierto universitario, donde el bolígrafo cumplia otros menesteres y mis veleidades literarias fueron definitivamente enterradas, cubiertas por una pulida lápida de mármol con la inscripción "aquí yacen quienes nunca seremos" y mi fogosidad encontraba candela en devorar apasionadamente bibliotecas y releer compulsivamente a García Márquez.
Y luego la conocí a ella. Se movía en un ambiente bohemio, donde rebosaba el arte en cada conversación, entre chicos que iban a castings de películas de cine, entre ensayos de compañías de teatro independiente, entre jóvenes directores de cortos prometedores, entre guionistas que preparaban un próximo rodaje.
Yo me figuraba un mundo de tertulias del Café Gijon, una comunidad de gente interesantísima hasta cuando pedían pizzas por el teléfono, y en el espejo me parecía soso y vulgar. Y tuve miedo de decepcionarla, así que desenterré las grandes esperanzas (¡ay, Dickens!) y me compré un ordenador portátil. Y me puse a escribir. Y en realidad sólo quería tener una lectora, así que cada noche le daba a leer las páginas que había escrito. Ella las leía condescendiente porque estaba enamorada, y me sonreía, con una sonrisa inotrópica positiva, que desde entonces y hasta ahora a mí me ha dado la vida.
Así que entregaba mis horas libres, que eran bastantes en aquel entonces protohistórico en el que decidí abandonar trabajos un tanto extraños intercambiándolos por horas para estar con ella. Ingresaba mucho menos dinero pero era sin duda, mucho más feliz. Y nunca escribía sobre Medicina o sobre las mil y una historia que llamaban a mi puerta, porque creía que era un truco de mago de verbena, un recurso tramposo para alguien con ínfulas de literato. Así que, embarcado en esas apostasías literarias me pareció menos titánica la tarea de escribir una novela, y a ello me dediqué con fruición y una buena dosis de autoestima propia y paciencia de ella, pues uno muy pocas veces es capaz de ver sus limitaciones, y una persona enamorada muy pocas veces es capaz de quitarle la ilusión a su amado.
Y, entre medias, un cuentecillo bobalicón presentado sin querer a un concurso de pueblo (pueblo grande, pero pueblo) es premiado y al subir a recoger el premio mi ego flota a nivel himalayo y ella sonríe emocionada, y sus efectos inotrópicos positivos se multiplican en sobredosis casi mortal, y yo termino mi novela y allí se queda ocupando unos miles de bytes en el viejo portátil. Y el sueño de verla entre mis manos sigue recorriendo mi cerebro como esos aspiradores robots que no paran nunca de tragar pelusas, mientras la vida sigue, empujándome testaruda por el camino de la Medicina del pueblo y la cabecera de la cama.
Y aunque, de un modo u otro (más de otro que de uno) consigues pasar las hojas de tu novela, tembloroso pero con delicadeza, como si fueran de papel de arroz y se deshicieran al contacto de la realidad, esa vieja vida sabelotodo ya se ha salido con la suya y te ha demostrado que no es tu senda esa que anhelabas, pero sonríe desdentada y te ofrece otros manjares irresistibles para cualquiera, para mí el primero. Así que, decidido a ser feliz en tránsito tan breve en el transcurrir infinito del tiempo, no pienso dejar escapar nunca ni una sola de esas sonrisas digoxínicas, y de vez en cuando, o de cuando en vez, quién sabe, puede que vaya modelando con palabras historias de esas que creía me convertían en tramposo por reflejarlas, cuando, en realidad, ahora más viejo y más bobo, me doy cuenta de que, en lo que realidad me convertían, era en el escritor que siempre había querido ser.
Gracias a todos por cada una de las más de setenta y dos mil veces que os habéis asomado a esta sarta de historias, cumpliendo un utópico sueño en el que no hay fronteras ni países, solo gente sencilla dispuesta a leer un rato, a sonreír o a humedecer sus ojos alguna vez, por el mero hecho de ser seres humanos.
3 comentarios:
Gracias a ti por compartirlo.
Las historias que nos pasan con algunos de nuestros pacientes pueden dar para varios libros... Felicidades por tu blog y que tengas un maravilloso 2016!
Solo se me ocurre una cosa : Muy hermoso, Raúl...
Un fuerte abrazo, amigo.
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