Apenas hemos enlazado un par de horas seguidas entre las sábanas, acostados con los pijamas de presidiarios, ásperos y desagradables al tacto, sin quitarte los calcetines por si las prisas, una auténtica delicia. Recuerdo siempre las noches de residente en la urgencia, descabezando sueños de hora y media a veces en la cama que dejaba libre otra compañera, y sonrío pensando que siempre se puede estar peor. Y mejor, claro.
Digo "Urgencias" como una muletilla salvadora, aunque me figuro que se parecerá más al gruñido de un grizzlie que a otra cosa. Me contesta una voz de mujer en un tono brusco, hablando atropelladamente. O igual me hablaba despacio y eran las palabras las que se atropellaban en mi cabeza esperando que espabilara la corteza cerebral. Por fin parece funcionar el engranaje adecuado y consigo entender que en la residencia de ancianos del pueblo de al lado ha fallecido una anciana. El cansancio de las veinticuatro horas de guardia y mi condición humana me traicionan, y mi cabeza cae egoístamente sobre la almohada escupiendo pensamientos de inoportunidad, mientras cuelgo el teléfono.
Me tomo unos momentos para abrir los ojos y reprocharme mi insensibilidad, y me levanto sintiéndome culpable, sin hacer ruido, para dar cuartelillo a mi compañera y que pueda descansar los minutos en que tardo en buscar la historia clínica de la paciente, y ponerme al día de sus antecedentes. Noto el frío madrugador, aún nocturno, que me promete un buen catarro, y compruebo que la anciana apenas llevaba cuatro días en la residencia, recién llegada de la capital, sin más anotaciones ni informes, tan solo una pastilla para la tensión, de las flojas, y la obligatoria píldorita de dormir, y eso sí, noventa y un años a sus costillares.
No puedo demorarlo más y llamo a la puerta de mi compañera, que sale al cabo de unos minutos balanceando la cabeza y echando humo por las ojeras. Con un pañuelo rojo al cuello y un periódico enrrollado en la mano me hubiera sentido talmente en la cuesta de santo Domingo el siete de julio. Es un broma, porque la pobre no puede con las pestañas, y además se ve obligada a conducir por unos vértigos crónicos que la comen la moral. Y es verdad que hacía un frío del carajo.
Cuando llegamos a la residencia apenas dejamos fuera de los chaquetones fluorescentes los ojillos llorosos. Entramos saludando a las madrugadoras que han empezado a arremolinarse en las cercanías del comedor y seguimos a la auxiliar por los pasillos, que desprenden un olor amargo a orín y noches de supervivencia.
A las cinco y media roncaba plácidamente, me va contando la misma persona que me había llamado, y que, efectivamente, tiene una voz bronca y brusca, como sus modales. Dentro de la habitación el olor a orina es aún más intenso. Una de las dos camas está vacía. En la otra, una anciana de cabello plateado parece dormir de lado sobre la almohada. Tiene los ojos cerrados y una medio sonrisa en la boca. Me sorprende que parezca bien peinada, seguramente mejor que yo, que he sido incapaz de componer un aspecto semi decente. Le pido a la auxiliar que me traiga los informes que figuren en su historial, y se marcha diciéndome a grito pelado que apenas la conocía, que llevaba solo unos días allí.
Miro alrededor, por esa vieja costumbre de observador. Me llama la atención sobre la mesilla de noche una pequeña compresa limpia y un transistor, ochentero, con unos auriculares igual de antiguos, de los que terminaban en duras prótesis de plástico. La radio está puesta. Oigo al locutor hablar monocorde, ajeno a las vidas que se han detenido mientras le escuchaban. ¡Qué curiosa es la cotidianidad!
Miro alrededor, por esa vieja costumbre de observador. Me llama la atención sobre la mesilla de noche una pequeña compresa limpia y un transistor, ochentero, con unos auriculares igual de antiguos, de los que terminaban en duras prótesis de plástico. La radio está puesta. Oigo al locutor hablar monocorde, ajeno a las vidas que se han detenido mientras le escuchaban. ¡Qué curiosa es la cotidianidad!
Cuando regresa la auxiliar, ya he comprobado que la vida ha abandonado a aquellos viejos huesos nonagenarios, y parece haberlo hecho dulcemente, como pidiendo perdón, sin querer molestar. No hay nada llamativo en su historial, ninguna pista sobre quién era esa persona. Sólo un teléfono de contacto. Un móvil con un nombre al lado y una palabra entre paréntesis: hija.
Pregunto sobre el estado en que llegó, sobre sus días en la residencia. Me dicen que estaba perfectamente: ni pañal usaba, fíjese. El poder mear y cagar en la taza del water es el top social de las residencias de ancianos.
Les pido el teléfono y marco el número. Son las siete y media de la mañana. Suena cinco, seis veces. Responde una voz de mujer con tanto sueño como el que yo tenía media hora antes.
- Buenos días, soy el médico de guardia del centro de salud C...
- Y eso, ¿dónde está?
- Es el centro que atiende las urgencias del pueblo donde está la residencia de su madre.
A partir de ahí la llamada se precipita hacia el llanto y la incredulidad. Yo callo mucho más que hablo, porque a las lágrimas no conviene interrumpirlas. Siento una pena tremenda y la incomodidad de sentirme un extraño absoluto en medio de aquel dolor. No sé qué decir salvo que lo siento, pero son esos momentos en que las palabras, tantas veces aliadas,me dejan con el culo al aire.
No sé de qué ha fallecido su madre, lo lamento, no puedo darle respuestas. Sí, entiendo que usted hablara con ella anoche y le contara que se encontraba perfectamente, feliz sabiendo que vendrían a verla hoy con los niños. Sobre la mesilla de noche aún tiene su radio encendida.
Noventa y un años es una vida larga, sin duda. Y seguramente muchos de nosotros firmaríamos un final así. El problema es que no tengo respuestas a las preguntas de su hija, no puedo decirle de qué ha muerto su madre, no puedo rellenar un certificado que diga que había llegado su hora. Se me agolpan en la cabeza abotargada mil interrogantes y me siento incapaz de saber cuál es la decisión correcta. Al final, pienso en una familia que no hace tanto había dejado a su madre lejos de su hogar, y que apenas unos días después recibe la llamada de un extraño de madrugada diciéndoles que ha muerto. Pienso en las mil preguntas que se harán cuando la pena se atenúe un tanto, las que les traerá la lógica y las que les escupirá tal vez la culpa.
Decido activar la vía judicial a pesar de los reproches de una médica coordinadora que me echa en cara la edad de la paciente.
Me voy a casa sin dejar de pensar en esa radio encendida con sus auriculares antiguos, en la sonrisa plácida de la muerte reposando sobre la almohada, y con un amargor de conciencia que no creo que quite el café con churros.
2 comentarios:
gracias
Debe ser durisimo y posiblemente aun mas, cuando "la cabeza esta bien" , adaptarse a ese paisaje de desolación que son las "residencias" -unas mas que otras- y escaparse de esa sensación de abandono y soledad, (como se abandonan los zapatos viejos) de hecho esa posición zombi tan tipica en los ancianos puede ser una forma de escaparse de esa insoportable realidad
Pero lo cierto es, que se puede morir también de tristeza.
Desgraciadamente parece que estas realidades son el signo de nuestro tiempo en los países "civilizados", al igual q se abandona a bebes de 4 meses en guarderías.
Pero existen otros países que están tan "poco civilizados" que los ancianos suelen seguir viviendo con sus hijos y nietos y muriendo naturalmente en su cama.
Tal vez habría que replantearse el concepto de calidad de vida y progreso en algunos países.
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