Piensas que estarás entre iguales, qué demonios, que todos habéis hecho el juramento hipocrático, que todos habéis soñado con ayudar a los necesitados, con mitigar sus penas, con evitarles sufrimientos innecesarios. Piensas en todo eso mientras besas a tu mujer en el aeropuerto, sonriéndola para tranquilizarla, aunque la camisa no te llega al cuerpo, mientras abrazas a tu niño pequeño al que se le caen los mocos que limpias una y otra vez con el kleenex hasta que queda casi deshecho.
Y no das mucha importancia a las miradas inquisitoriales de los funcionarios de aduanas porque tú lo que traes en tu maleta es un precioso diploma que pone Wilson, sí, pero que también pone que eres médico, y eso te permite jugar en otra liga. Y en casa de tus primos te ceden una de las mejores habitaciones porque ellos saben reconocer tu estatus, mientras acudes a las gerencias con una carpeta debajo del brazo solicitando inscribirte en sus bolsas de trabajo, y allí parece importarles poco el que te llames Wilson, porque les falta tiempo para devorar la fotocopia comprobando su autenticidad, y registrar tu precioso potencial en su libreta de trabajos tapa huecos.
Luego las cosas comienzan a marchar, despacio y con algo de ruido rechinante, como el coche de quinta mano que te has comprado para poder ir allí donde te llaman, aunque sea a las ocho de la mañana deprisa y corriendo, que para eso ha venido uno al otro lado del mundo, para trabajar, faltaría más. Y tu mujer suspira satisfecha cuando le cuentas por Skype que vas ahorrando algo de dinero porque al ritmo que te tienen trabajando tu único gasto es la gasolina del coche y las ruedas que has tenido que cambiarle.
Entonces te das cuenta de que tienes que subir otro escalón, que no has venido aquí para ser el paria del sistema sanitario y decides presentarte al MIR, porque sólo así podrás igualarte a los que se llaman Carlos, o Marcos o Sonia, y dedicas cada minuto de los que te dejan libre a estudiar, como en los viejos tiempos. Y tus ojeras reciben la recompensa de aprobar. Y sentado en el salón de actos del Ministerio, el Wilson resuena por los altavoces como un canto celestial, y sales de allí con tu destino debajo del brazo. No te importa mucho dónde, porque al fin y al cabo, donde vayas por fin tendrás lo más parecido a un hogar que has tenido en los últimos años, y a tu mujer y a tu hijo para que la felicidad sea completa.
La mayor parte de tus compañeros tiene historias similares a las tuyas. Algunos son viejos conocidos de las rutas de la guardia incómoda y la sustitución inoportuna. En el hospital parecen acostumbrados a recibir una hornada de inmigrantes, y el juego de sutilezas tarda en manifestarse. Pero está ahí. Eso es indudable. Se percibe como el rún rún de unas termitas minando tu confianza, convirtiendo en sospechosas y dolorosas las miradas y los silencios. Wilson solo quiere aprender, aunque conoce sus limitaciones, que ahora se le rebelan como si las llevara tatuadas en rojo en su frente. Así que se esfuerza al máximo, a pesar de que en su casa su hijo aún llora por las noches, con la sensibilidad inconsciente de los niños desubicados, a pesar de que su mujer tiene un velo de tristeza empañando el brillo de sus ojazos negros, porque es duro estar tan lejos de casa.
Y durante el día está muerto de sueño porque entre llanto y llanto del niño nota a su mujer inquieta y él no termina de coger el sueño. Pero allí está, el primero de todos, todas las mañanas, todas las tardes cuando tiene cursos, todas las noches cuando tiene guardias, y las mañanas siguientes, aunque se siente en la última fila y apenas le dé para abrir los ojos, y las tardes siguientes aunque parezca dormido y su cabeza de vez en cuando le obligue a su atlas a un esfuerzo agotador para no desnucarle.
Porque Wilson solo sabe que vencerá todas las dificultades a las que se enfrente, solo sabe que superará los comentarios hirientes, las miradas desconfiadas, las chanzas sobre su nombre. Sabe que él es un resiliente, y que le sobra voluntad para doblegar a la vida. Y sabe, está seguro, de que lo conseguirá.
Especialmente dedicado a todas aquellas personas que piensan que es fácil abandonarlo todo y marcharse a un país desconocido a cumplir el sueño de ser médico. A todas aquellas personas que han vivido la diferencia como una amenaza, que han menospreciado solo por haber nacido en un lugar diferente, o por llevar un nombre poco habitual. Dedicado a todas aquellas personas que creen que se es peor médico solo por tener un acento extraño, o un color más oscuro de piel. A todas ellas les deseo que algún día puedan conocer de verdad a todas esta gente tan valiente.
3 comentarios:
Y también a las que piensan que realmente es difícil abandonarlo todo y a los que piensan que la diferencia es una oportunidad.
Muy buena entrada.
Enhorabuena, Raúl. Precioso y oportuno relato. Gracias.
Publicar un comentario