lunes, 16 de mayo de 2016

La enfermera valiente

Llegó a la enfermería con una única idea clara en ese cerebro post-adolescente y desnortado, que no quería ser médica. Había tenido unos tránsitos inútiles por los pupitres del derecho y la psicología, pérdidas de tiempo concedidas a unos progenitores incapaces de apreciar la valía de una diplomatura, que se rindieron convencidos de lo absurdo de su actitud ante el brillo decidido que apreciaron en ella cuando por fin fue capaz de poner las cartas sobre la mesa. 

Luego vinieron años duros de teorías y prácticas, exámenes y aprendizajes, horas echadas al saco de la experiencia, demasiado liviano como para que todavía empezara a pesar en los hombros. Y la juventud, que ridiculiza al esfuerzo con su insultante energía, que puede absolutamente con todo. 

Cuesta trabajo encontrar tu sitio en una profesión cuando pareces una trabajadora golondrina: un mes sustituyendo en esa planta, una quincena en atención primaria, dos meses en urgencias, un teléfono siempre cerca para cubrir un hueco de ultima hora, un turno abandonado de la mano de Dios. Por eso la primera interinidad te cae encima como el gordo de Navidad. Te falta salir a la puerta del servicio de personal a celebrarlo con una botella de champán, enseñando el décimo premiado a la cámara. Y, al igual que el afortunado ganador de la lotería, que no se preocupa por los impuestos o los intereses en los bancos, la nueva interina solo quiere marcharse a su casa con su planilla bajo el brazo, esa en la que ya pone su nombre y apellidos, y dejarse los ojos mirando ese galimatías que solo entiendes si eres hija de Nightingale, por mucho que una se esfuerce en explicarlo tipo Barrio Sésamo al común de los mortales. 

Luego llega la adaptación al medio, un rechinar de costumbres que la experiencia va engrasando con la naturalidad de la profesionalidad y el indispensable aderezo del buen ambiente, que nunca está de más. Pero en la historia que nos ocupa, los pacientes que entran y salen de las habitaciones de ese pasillo donde nuestra enfermera por fin encontró su acomodo, son seres humanos asomados al abismo de su fragilidad, llegan allí con sus mejillas hundidas y sus miradas vidriosas y un miedo que exhuda como un sudor tropical. Y la enfermera les sonríe y poco a poco les va reconociendo por sus nombres, por sus maridos y sus mujeres, por sus padres y sus madres, por su hijos e hijas que han ido a cogerles de la mano y tiran de ellas como queriendo huir de esa aberración que no se parece en nada a sus casa y donde en su inocencia, no entienden muy bien por qué se empeñan en quedarse. 


Y cuando llega a casa busca la escucha comprensiva porque las palabras siguen siendo bálsamos, y sienta bien que salgan y suenen fuera de la cabeza, aunque a veces se queden colgadas de una lagrima de esas que cierran por un momento el gaznate. 

Los días pasan y los dramas se van acumulando, porque los dramas rodean y envuelven la vida, pero en aquel pasillo se empeñan en ser protagonistas únicos. Aunque ellas, todas, cuiden y repartan las risas que puedan para demostrarles a los dramas que ahí están, en la trinchera, hundidas en el barro de la tristeza hasta media pierna, haciendo su avance más lento y cansado, pero sin conseguir detenerlas. 

Hasta que las fuerzas empiezan a agotarse en la lucha, y antes que rendirse, se empieza a ceder despacio, lentamente, y se deja crecer un caparazón duro y vergonzoso, pero que solo busca la supervivencia. Un escudo que rechaza las lágrimas, que no quiere conocer a los hijos, que prefiere no mezclarse en cada historia. Una armadura que resiste siete horas, pero que cuando se deja caer en casa, lo llena todo de pena, de dolor y de vergüenza. 

Y esa enfermera que llego aquí sin saber cómo, aquella joven que no sabía que su sonrisa se convertiría en la cura más deseada para tantos, esa mujer incapaz de soportar el peso de un caparazón que la despoje de su humanidad, un día decide aceptarse como persona capaz de sufrir, pero incapaz de traicionar a todas aquellos que esperan de ella mucho más que la fría profesionalidad. Así que, reconociéndose valiente en su cobardía, la enfermera decide buscar otras cabeceras a las que acercarse sin el peso axfisiante de ninguna armadura, sin trampas ni cartón, en su extraordinariamente compleja simplicidad. 


El 12 de mayo de 1820 nació en Florencia la fundadora de la enfermería moderna, Florence Nigthtingale. Y el 12 de mayo se celebra en todo el mundo el día mundial de la enfermería. Yo no sería el médico que soy, para bien o para mal, sin las enfermeras y los enfermeros que me han rodeado, tanto en mi vida profesional como en mi vida personal. Por su valentía, por su lucha porque se visibilice su tremenda labor, en un mundo que se ciega en demasía con el fulgor de la Medicina, por su maravillosa tarea de cuidar y por su profesionalidad. Desde aquí, mi particular homenaje. 










7 comentarios:

Lola Montalvo dijo...

Gracias, de corazón.
Besos miles

Unknown dijo...

Yo soy esa enfermera que sabe que su sonrisa es la mejor medicina. Y también he tenido que ser valiente para soportar las críticas, incluso de mis propios compañeros, que agobiados por el ritmo impuesto de unas ratios enfermera/paciente inadmisibles, me recriminaban que "hablaba demasiado con los pacientes", en lugar de correr a colgar sueros o pasar el rato en el cuartito de enfermería hablando de vestidos de primera comunión. Soy esa enfermera que lleva el trabajo en equipo como estandarte, que nunca se ha sentido menos que ningún médico ni más que ninguna auxiliar y que no entiende a qué intereses sirven esas absurdas rivalidades. Soy una enfermera golondrina, todoterreno, apagafuegos, pruebadestinos y mucho más. Pero por encina de todo soy enfermera de vocación. Cuido gente allá donde voy, porque me gusta el ser humano más que nada en el mundo.

medicinafamiliarecuador dijo...

como siempre un relato magnífico estimado Raúl. Acabamos de celebrar el día de los profesionales de enfermería y con diferencia de 1 semana del día clásico de la Medicina Familiar, dos profesionales característicos por su sonrisa "la cura más deseada para tantos"-empatía y sin llegar a discusiones hasta simpatía con el paciente.
Ojalá podamos contagiarnos de esas sonrisas todos los profesionales y contagiar dichas sonrisas siempre a nuestros pacientes y por que no nuestro medio.
saludos desde Ecuador.

Myriam dijo...

Lindisimo homenaje, Raúl.
Trabajar en equipo, es lo mejor para el paciente. Soy psicóloga clínica, en mi.juvrntud he sido enfermera y vengo fe familia de médicos y psicólogos.

Y aquí a tu casa vengo del blog de Manuel.

Un saludo

Myriam dijo...

Disculpa los errores, te escribo desde el móvil.

Raul Calvo Rico dijo...

Gracias a todos por los comentarios. Gracias Lola por los besos. Gracias Estefanía por haber sido capaz de seguir tu camino, el de la enfermera valiente, capaz de luchar por su idea de ejercer su profesión, y sin perder su humanidad. Gracias Pipe por escribirme desde el otro lado del charco, para recordarme y a todos que la sonrisa (la empatía) es una medicina sin efectos adversos, Y gracias Myriam por tu confianza en el equipo y por tu llegada a mi blog desde el de mi amigo Manuel. Besos y abrazos para todos

Unknown dijo...

El auténtico eje de la Atención Primaria es la existencia de un equipo de alto rendimiento y altas capacidades llamado Unidad de Atención Familiar (UAF), formado lógicamente por una enfermera y un médico que trabajan en sintonía y sincronía la integralidad de la atención a las personas con la finalidad de una visión de la máxima salud posible.
Mejor si existen muchas UAF de alto rendimiento en el mismo centro de salud. Mucho mejor.
Pero sin la combinación del trabajo y las competencias médicas y enfermeras es inalcanzable una correcta atención.